-->

La dadiva

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу La dadiva, Набоков Владимир-- . Жанр: Классическая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
La dadiva
Название: La dadiva
Дата добавления: 15 январь 2020
Количество просмотров: 305
Читать онлайн

La dadiva читать книгу онлайн

La dadiva - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 40 41 42 43 44 45 46 47 48 ... 102 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

—Vamos, come, Aída —instó Shchyogolev, sacando los labios húmedos. Sin una palabra de réplica, como si él no existiera —sólo temblaron las ventanas de su fina nariz—, ella se volvió en la silla, torció fácil y naturalmente su largo cuerpo, alcanzó un cenicero del aparador que tenía a su espalda, lo colocó junto a su plato y echó en él un poco de ceniza. Marianna Nikolavna, con una mirada ofendida que oscurecía su abundante y torpe maquillaje, volvió de la cocina. Su hija puso el codo izquierdo sobre la mesa, se apoyó un poco en él y empezó lentamente la sopa.

—Bueno, Fiodor Konstantinovich —dijo Shchyogolev, que ya había satisfecho los primeros embates del hambre—, ¡parece que las cosas se van solucionando! ¡Una ruptura completa con Inglaterra, y Hinchuk derrotado! Ya sabe usted que el asunto empieza a oler a algo serio. ¡Recordará que el otro día dije que el disparo de Koverda era la primera señal! ¡Guerra! Se ha de ser muy, muy ingenuo para negar que es inevitable. Juzgue usted mismo: En el Extremo Oriente, Japón no puede permitir...

Y Shchyogolev se embarcó en una discusión sobre política. Como muchos charlatanes no asalariados pensaba que podía combinar los reportajes de charlatanes asalariados que leía en los periódicos y formar con ellos un esquema ordenado, con el cual una mente lógica y sensata (en este caso la suya) podía explicar y prever sin esfuerzo multitud de sucesos mundiales. Los nombres de naciones y de sus máximos representantes se convertían en sus manos en algo parecido a letreros de recipientes más o menos llenos, pero idénticos en esencia, cuyo contenido derramaba a un lado y otro. Francia TEMÍA algo, por lo que jamás PERMITIRÍA una cosa así. Inglaterra se PROPONÍA algo. Este estadista ANSIABA un acercamiento, mientras el otro quería aumentar su PRESTIGIO. Alguien TRAMABA y alguien LUCHABA por algo. En suma, el mundo creado por Shchyogolev era una especie de colección de matones limitados, abstractos, sin humor y sin rostro, y cuanto más cerebro, astucia y circunspección hallaba en sus actividades mutuas, tanto más estúpido, vulgar y sencillo era su mundo. El asunto llegaba a ser temible cuando se tropezaba con otro amante similar de los pronósticos políticos. Por ejemplo, de vez en cuando invitaban a comer cierto coronel Kasatkin, y entonces la Inglaterra de Shchyogolev no chocaba con otro país de Shchyogolev sino con la Inglaterra de Kasatkin, igualmente inexistente, por lo que en cierto sentido las guerras internacionales se convertían en guerras civiles, aunque los bandos contendientes existían a diferentes escalas que nunca podrían entrar en contacto. Ahora, mientras escuchaba a su patrón, Fiodor estaba asombrado por el parecido familiar que había entre las naciones mencionadas por Shchyogolev y las diversas partes del cuerpo de éste: así «Francia» correspondía a la advertencia de sus cejas levantadas; cierta clase de «limítrofes» a los pelos de las ventanas de su nariz, cierto «pasillo polaco» recorría su esófago; «Danzig» era el rechinar de sus dientes; y Rusia, el trasero de Shchyogolev.

Habló a lo largo de los dos platos siguientes ( gulash, kissel), tras lo cual se hurgó los dientes con una cerilla rota y se fue a dormir la siesta. Marianna Nikolavna lavó los platos antes de hacer lo mismo. Su hija, sin haber pronunciado una sola palabra, volvió a la oficina.

Fiodor había tenido el tiempo justo de quitar las sábanas del diván cuando llegó un alumno, hijo de un dentista emigrado, chico grueso y pálido, con gafas de montura de concha y una pluma estilográfica en el bolsillo de la chaqueta. Como asistía a una escuela superior berlinesa, el pobre muchacho estaba tan empapado de los hábitos locales que incluso en inglés cometía los mismos errores irremediables que cualquier alemán obtuso. No había poder en la tierra, por ejemplo, que le impidiera usar el pretérito imperfecto en lugar del pretérito simple, y esto dotaba a cada una de sus casuales actividades del día anterior de una especie de permanencia estúpida. Con la misma obstinación manejaba el «also» inglés con el «also» alemán, y tras vencer el espinoso final de la palabra «clothes», añadía invariablemente una superflua sílaba sibilante ( «clothesses»), como si se deslizara tras haber pasado un obstáculo. Sin embargo, se expresaba en inglés con bastante facilidad y sólo había buscado un maestro porque quería obtener la calificación máxima en el examen final. Era pagado de sí mismo, locuaz, obtuso y germánicamente ignorante; es decir, trataba todo cuanto no sabía con escepticismo. Por creer con firmeza que el lado humorístico de las cosas tenía desde hacía tiempo su lugar apropiado (la última página de un semanario ilustrado berlinés), jamás reía, o se limitaba a una sonrisita condescendiente. Lo único que podía divertirle un poco era una anécdota sobre una ingeniosa operación financiera. Toda su filosofía de la vida se reducía a la proposición más simple: el pobre es desgraciado, el rico es feliz. Esta felicidad legalizada gozaba del alegre acompañamiento de música bailable de la mejor calidad, tocada por diversos instrumentos de gran complicación técnica. Siempre hacía lo posible por llegar a la lección un poco antes de la hora y marcharse un poco después.

Con el tiempo justo para su siguiente prueba, Fiodor salió con él, y éste, mientras le acompañaba hasta la esquina, intentó recoger unas cuantas expresiones inglesas gratis, pero Fiodor, con seco deleite, pasó al ruso. Se separaron en el cruce. Era un cruce ventoso y desmedrado, que no llegaba del todo a la categoría de plaza a pesar de tener una iglesia, y un jardín público, y una farmacia en la esquina, y unos retretes públicos rodeados de tuyas, e incluso un islote triangular con un quiosco, ante el cual los conductores de tranvía se regalaban con un vaso de leche. Multitud de calles divergentes en todas direcciones, que saltaban de las esquinas y bordeaban los mencionados lugares de oración y refrigerio, lo convertían todo en uno de estos pequeños grabados esquemáticos en que están representados, para edificación de motoristas incipientes, todos los elementos de la ciudad, todas sus posibilidades de choque. A la derecha se veían las puertas de la estación terminal de tranvías y tres hermosos abedules perfilados contra el fondo de cemento, y si, por ejemplo, un conductor distraído olvidaba detenerse ante el quiosco, tres metros antes de la parada (una mujer cargada de paquetes intentaba invariablemente apearse y todo el mundo se lo impedía), a fin de desviar el trole con la punta de su vara de hierro (por desgracia, tal distracción no ocurría casi nunca), el tranvía entraría solemnemente bajo la cúpula de cristal donde pasaba la noche y era atendido. La iglesia que se elevaba a la izquierda estaba rodeada de un bajo cinturón de hiedra; en el arriate que la circundaba crecían varios oscuros arbustos de rododendros con flores de color púrpura, y por las noches solía verse aquí a un hombre misterioso con una misteriosa linterna, que buscaba gusanos en la hierba —¿para sus pájaros, para pescar? Frente a la iglesia, al otro lado de la calle, bajo los destellos de un rociador de césped que giraba con el fantasma de un arco iris en sus brazos húmedos, estaba el verde césped apaisado del jardín público, con árboles jóvenes a ambos lados (un abeto plateado entre ellos) y un sendero en forma de pi, en cuyo lugar más sombreado había una pista de arena para los niños. Detrás del jardín había un campo de fútbol abandonado, a lo largo del cual Fiodor avanzaba hacia la Kurfürstendamm. El verde de los tilos, el negro del asfalto, los neumáticos de camión apoyados contra las rejas de una tienda de accesorios para coches, la radiante y joven novia en un anuncio de una marca de margarina, el azul del rótulo de una taberna, el gris de las fachadas, que envejecían a medida que se acercaban a la avenida —todo esto centelleó a su paso por centésima vez. Como siempre, cuando estaba a pocos pasos de la Kurfürstendamm vio su autobús dando la vuelta delante de él; la parada estaba inmediatamente después de la esquina, pero Fiodor no llegó a tiempo y se vio obligado a esperar el siguiente. Encima de la entrada de un cine habían erigido un gigante de cartón negro, con los pies abiertos, la mancha de un bigote en el rostro blanco, un bombín en la cabeza y un bastón torcido en la mano. En la terraza de un café cercano y en sillones de mimbre se arrellanaban hombres de negocios en actitudes idénticas, con las manos en idéntica posición sobre el regazo, todos ellos muy parecidos entre sí en lo referente a narices y corbatas pero probablemente distintos en el grado de su solvencia; y junto a la acera había un coche pequeño con una aleta muy deteriorada, ventanillas rotas y un pañuelo ensangrentado sobre el estribo; media docena de personas continuaban a su alrededor, mirándolo con la boca abierta. Todo estaba salpicado de sol; un hombre diminuto, de barba teñida, que llevaba polainas de tela, tomaba el sol en un banco verde, de espaldas al tráfico, mientras en la acera de enfrente una anciana mendiga, de rostro sonrosado, cuyas piernas habían sido amputadas justo en la pelvis, se hallaba como un busto apoyada contra una pared, vendiendo paradójicos cordones de zapatos. Entre las casas se veía un solar vacío y en él, modesta y misteriosamente, algo estaba en flor; más allá, las continuas y grises fachadas posteriores de las casas, que parecían haberse vuelto para marcharse, ostentaban blanquecinos dibujos, extraños, atractivos y al parecer completamente autónomos, que recordaban un poco los canales de Marte y también algo muy distante y olvidado a medias, como una expresión accidental de un cuento de hadas escuchado una vez o un viejo paisaje de una comedia desconocida.

1 ... 40 41 42 43 44 45 46 47 48 ... 102 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название