La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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Es probable que como consecuencia de la débil fuerza motriz de mis pequeños rodillos líricos, los verbos y otras partes del lenguaje me interesaban menos. No así las cuestiones de metro y ritmo. Venciendo una preferencia natural por los yambos, buscaba a tientas los metros ternarios; más adelante me fascinaron las escapadas de la métrica. Fue cuando Balmont, en su poema que empieza con «Seré imprudente, seré audaz», lanzó aquel artificial tetrámetro yámbico con el chichón de una sílaba extra después del segundo pie, en el cual, que yo sepa, no se ha escrito jamás una sola poesía buena. Yo daba a este jorobado saltarín una puesta de sol o una nave y me asombraba al ver que la primera se desvanecía y la última naufragaba. Las cosas eran más fáciles con el soñador tartamudeo de los ritmos de Blok, pero en cuanto empecé a usarlos, en mi verso se infiltró imperceptiblemente un medievo estilizado —pajes azules, monjes, princesas—, similar al de aquel cuento alemán en que la sombra de Bonaparte visita, por la noche, al anticuario Stolz para buscar el fantasma de su tricornio.
A medida que progresaba mi caza, las rimas se fueron clasificando en un sistema práctico algo semejante al de un fichero. Se distribuyeron en pequeñas familias —racimos de rimas, paisajes de rimas. Letuchiy(volador) se agrupó inmediatamente con tuchi(nubes) sobre las kruchi(pendientes) del shguchey(ardiente) desierto y del neminuchey(inevitable) destino. Nebosklon(el cielo) abría el balkon(balcón) a la musa y le enseñaba un klyon(arce). Tsvety(las flores) y ty(tú) convocaban mechty(sueños) en medio de la temnoty(oscuridad). Svechi, plechi, vstrechi y rechi(velas, hombros, encuentros y discursos) creaban el antiguo ambiente de un baile en el Congreso de Viena o en el cumpleaños del gobernador de la ciudad. Glasa(ojos) brillaban, azules, en compañía de biryusa(turquesa), grosa(tormenta) y strekosa(libélula), y era mejor no enredarse con esta serie. Derevya(los árboles) estaban debidamente emparejados con kochevya(campamentos nómadas), como ocurre en el juego que consiste en coleccionar cartas con nombres de ciudades y sólo se tienen dos de Suecia (¡pero una docena al tratarse de Francia!). Veter(viento) no tenía pareja, excepto de un setterno muy atractivo que corría en la lejanía, pero cambiando al genitivo se podían obtener palabras que terminasen en «metro» y lograr así ( vetra-geometra). Había también ciertos monstruos muy apreciados cuyas rimas, como sellos raros en un álbum, estaban representadas por espacios en blanco. Así pues, me costó mucho tiempo descubrir que ametistovyy(de amatista) podía rimar con perelistyvay(vuelve las páginas), con neistovyy(furioso), y con el genitivo de un totalmente inapropiado pristav(policía). En suma, era una colección muy bien clasificada que conservaba siempre a mano.
No dudo de que incluso entonces, en la época de esta escuela y deformadora (de la que apenas me hubiera ocupado de haber sido un poeta típico jamás tentado por las zalamerías de una prosa armoniosa), yo conocía la verdadera inspiración. La agitación que me dominaba no tardaba en cubrirme con una helada sábana, comprimirme las articulaciones y tirarme de los dedos. La lunática peregrinación de mi pensamiento, que por medios ignotos encontraba entre mil puertas la que conducía a la ruidosa noche del jardín, la expansión y contracción del corazón, ahora vasta como el cielo estrellado y en seguida pequeña como una gota de mercurio, los brazos abiertos de una especie de abrazo interior, los sagrados susurros, lágrimas y emoción del clasicismo —todo era genuino. Pero en aquel momento, en una tentativa torpe y atolondrada de resolver la agitación, me agarraba a las primeras palabras fáciles disponibles, a sus nexos ya confeccionados, por lo que en cuanto me embarcaba en lo que yo consideraba creación, en lo que debiera haber sido la expresión, la conexión viva entre mi divina excitación y mi mundo humano, todo expiraba en un fatal torrente de palabras, mientras yo continuaba alternando epítetos y ajustando rimas sin advertir la grieta, la degradación y la traición —como un hombre que relata su sueño (infinitamente libre y complejo como todos los sueños, pero cuajándose como la sangre al despertar) y sin que él ni su auditorio se dé cuenta, lo redondea, lo depura y lo viste a la moda de la realidad vulgar, y si comienza así: «He soñado que estaba en mi habitación», vulgariza monstruosamente los planes del sueño al dar por sentado que la habitación estaba amueblada exactamente igual que su habitación de la vida real.
Adiós para siempre: un día de invierno en que caían grandes copos de nieve desde la mañana, en todas direcciones —verticalmente, en diagonal, incluso hacia arriba. Sus grandes chanclos y su manguito minúsculo. Se lo llevaba todo consigo, absolutamente todo —incluido el parque donde solían encontrarse en verano. A él sólo le quedaba el inventario rimado y la cartera bajo el brazo, la gastada cartera de un alumno del último curso que había dejado la escuela. Una timidez extraña, el deseo de decir algo importante, silencio, vagas e insignificantes palabras. El amor, dicho simplemente, repite en la última despedida el tema musical de la timidez que precede a la primera confesión. El tacto reticulado de sus salados labios a través del velo. En la estación había un vil alboroto animal: ésta era la época en que las semillas blancas y negras de la flor de la dicha, el sol y la libertad se sembraban liberalmente. Ahora ha crecido. Rusia está poblada de girasoles, que es la flor más grande, más estúpida y de cara más gruesa.
Poesías: sobre la separación, sobre la muerte, sobre el pasado. Es imposible definir (pero parece que ocurrió en el extranjero) el período exacto de mi cambio de actitud hacia la poesía, cuando me cansé del taller, de la clasificación de palabras y de la colección de rimas. Pero qué dolorosamente difícil fue romper, esparcir y olvidar todo aquello: las costumbres defectuosas persistían con firmeza, las palabras habituadas a ir juntas no querían quedarse sin pareja. En sí mismas no eran malas ni buenas, pero su combinación en grupos, la garantía mutua de las rimas, los ritmos en hilera —todo esto las hacía impuras, feas y muertas. Considerarse una mediocridad era apenas mejor que creerse un genio: Fiodor dudaba de lo primero y concedía lo segundo, pero, lo que es más importante, procuraba no rendirse a la cruel desesperación de una hoja en blanco. Puesto que había cosas que quería expresar de modo tan natural y espontáneo como los pulmones quieren dilatarse, las palabras apropiadas para respirar tenían que existir. Las reiteradas lamentaciones de los poetas de que, ay, no existen palabras disponibles, de que las palabras son cadáveres exangües, de que las palabras son incapaces de expresar nuestros sentimientos cotidianos (y para probarlo se da rienda suelta a un torrente de hexámetros trocaicos), se le antojaban tan insensatas como el firme convencimiento del habitante más viejo de una aldea de montaña de que aquella cumbre no ha sido jamás escalada ni nunca lo será; una mañana fría y soleada aparece un inglés largo y delgado —y trepa alegremente hasta la cima.
El primer sentimiento de liberación se despertó en él cuando trabajaba en el pequeño volumen Poemas, publicado hacía ya dos años. Permanecía en su conciencia como un ejercicio agradable. Era cierto que ahora se avergonzaba de una o dos de aquellas cincuenta octavas —por ejemplo, la que trataba de la bicicleta, o del dentista—, pero, por otro lado, había fragmentos vivos y genuinos: la pelota perdida y encontrada, por ejemplo, había salido muy redondeada, y el ritmo de los dos últimos versos aún seguía cantando en su oído con la misma inspirada expresividad de antes. Había publicado el libro por cuenta propia (después de vender un vestigio casual de su antigua riqueza, una pitillera de oro plana con la fecha de una distante noche de verano rascada en su superficie —¡oh, aquel crujido de la puerta de torniquete de ella, húmeda de rocío!) y del total de quinientos ejemplares impresos, cuatrocientos veintinueve seguían en el almacén del distribuidor, polvorientos y sin cortar, formando una buena montaña. Había regalado diecinueve a diferentes personas y reservado uno para sí mismo. A veces se preguntaba sobre la identidad exacta de las cincuenta y una personas que habían comprado el libro. Se imaginaba a todo el grupo en una habitación (como una reunión de accionistas —«lectores de Godunov-Cherdyntsev») y todos eran iguales: ojos pensativos y un pequeño volumen blanco en sus manos afectuosas. Sólo conocía con seguridad el destino de un único ejemplar: lo había comprado hacía dos años Zina Mertz.