La dadiva
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El Berl?n de entreguerras, visto con los ojos altaneros y nost?lgicos de los emigrados rusos, forma un mundo huidizo y fantasmal, pero tambi?n una inagotable fuente fuente de insospechadas evidencias. Fiodor, el joven poeta protagonista, es seguramente, en alguna medida, el propio autor; pero tambi?n lo es el padre de Fiodor, entom?logo errabundo. ?Qui?n ignora la pasi?n por la entomolog?a de Nabokov, y su destino de perenne emigrado? La inolvidable descripci?n de una librer?a rusa en Berl?n se nos presenta como afectuoso testimonio de otra inmutable vocaci?n de Nabokov: su amor por la literatura rusa.
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—Sí, creo que la habitación me conviene —dijo Fiodor, tratando de no mirarle—. De hecho, me gustaría trasladarme el miércoles.
—Como guste —repuso Shchyogolev.
¿Ha sentido usted alguna vez, lector, esa tristeza sutil al separarse de una vivienda no amada? El corazón no se destroza como ocurre al separarse de objetos queridos. La mirada húmeda no se pasea reteniendo una lágrima, como si quisiera llevar consigo un tembloroso reflejo del lugar abandonado; pero en el mejor rincón de nuestros corazones nos compadecemos de las cosas que no hemos animado con nuestro aliento, que apenas hemos advertido y que ahora dejamos para siempre. Este inventario ya muerto no resucitará después en la memoria: la cama no nos seguirá, cargando consigo misma; el reflejo de la cómoda no se levantará de su ataúd; sólo la vista desde la ventana vivirá algún tiempo con nosotros, como la fotografía descolorida, clavada a una cruz de cementerio, de un caballero bien peinado, de ojos serenos y cuello almidonado. Me gustaría decirte adiós, pero tú ni siquiera oirías mi saludo. No obstante, adiós. He vivido aquí exactamente dos años, he pensado muchas cosas, las sombras de mi caravana han pasado por este papel de la pared, han crecido lirios de la ceniza de cigarrillo caída sobre la alfombra —pero ahora el viaje ha terminado. Los torrentes de libros han vuelto al océano de la biblioteca. Ignoro si leeré algún día los borradores y extractos amontonados bajo la ropa interior de la maleta, pero sé que nunca volveré a ver esta habitación.
Fiodor se sentó sobre su maleta y la cerró; dio la vuelta por la habitación; repasó por última vez los cajones y no encontró nada: los cadáveres no roban. Una mosca subió por el cristal de la ventana, resbaló con impaciencia, cayó y voló a medias, como si sacudiera algo, y de nuevo empezó a trepar. La casa de enfrente, que había encontrado cubierta de andamios en el antepasado abril, necesitaba evidentemente nuevas reparaciones: en la acera había preparadas varias pilas de tablones. Sacó sus cosas, fue a despedirse de su patrona, estrechando su mano por primera y última vez, mano que resultó ser fuerte, seca y fría, le devolvió las llaves y se marchó. La distancia entre la antigua residencia y la nueva era más o menos la misma que, en un lugar de Rusia, separa la avenida Pushkin de la calle Gogol.
CAPÍTULO TERCERO
Todas las mañanas, justo después de las ocho, le sacaba de su sueño el mismo sonido de detrás de la delgada pared, a medio metro de su sien. Era el tintineo limpio, de fondo redondo, de un vaso que alguien volvía a dejar sobre un estante de cristal; tras lo cual la hija del patrón carraspeaba. Entonces venía el espasmódico trk-trk de un cilindro giratorio, luego el sonido de agua corriente, que se ahogaba, gemía y cesaba de pronto, luego el grotesco quejido interno de un tapón de bañera que al final cedía el paso al susurro de la ducha. Se abría un cerrojo y sonaban unos pasos frente a su puerta. De la dirección opuesta venían otros pasos, oscuros y pesados, que se arrastraban un poco: era Marianna Nikolavna que iba de prisa a la cocina para preparar el café de su hija. Se oía el gas que, al principio, se negaba a encenderse con ruidosos estallidos; una vez apaciguado, ardía y silbaba con regularidad. Los primeros pasos volvían, ahora con tacones; en la cocina se iniciaba una conversación rápida y agitada. Del mismo modo que algunas personas hablan con pronunciación del sur o moscovita, la madre y la hija lo hacían invariablemente con acento de pelea. Su voces eran similares, ambas suaves y profundas, pero una más aguda y como entorpecida, la otra más libre y pura. En el murmullo de la madre había una súplica, incluso una súplica culpable; en las réplicas cada vez más breves de la hija sonaba la hostilidad. Con el acompañamiento de esta confusa tormenta matutina, Fiodor Konstantinovich volvía a quedarse beatíficamente dormido.
A través de su ligero sueño intermitente percibía sonidos de limpieza; la pared se derrumbaba bruscamente encima de él: esto significaba que el mango de una escoba se había apoyado precariamente contra su puerta. Una vez por semana la mujer del portero, gorda, de respiración pesada y con olor a sudor rancio, venía con un aspirador, y entonces se desencadenaba un gran estruendo, el mundo se hacía pedazos, un rugido infernal invadía el alma de uno, la destruía, y sacaba a Fiodor de la cama, de su habitación y de la casa. Pero en general, alrededor de las diez, Marianna Nikolavna entraba en el cuarto de baño y tras ella, arrancando flema de su garganta mientras se aproximaba, Ivan Borisovich. Tiraba hasta cinco veces de la cadena del retrete pero no usaba el baño, se contentaba con el murmullo del lavabo pequeño. A las diez y media todo era el silencio en la casa: Marianna Nikolavna se había ido de compras, Shchyogolev a sus dudosos negocios. Fiodor Konstantinovich descendía a un abismo de dicha donde los cálidos restos de su sueño se mezclaban con una sensación de felicidad, tanto por el día anterior como por el que empezaba.
Muy a menudo ahora iniciaba la jornada con una poesía. Tendido boca arriba con el primer cigarrillo, largo, de gusto satisfactorio y prolongada duración, entre los labios resecos, componía de nuevo, tras un lapso de casi diez años, aquella determinada clase de poesía de la cual se hace un regalo al atardecer a fin de verse reflejado en la onda que la ha llevado a cabo. Comparó la estructura de estos versos con la de los otros. Las palabras de los otros ya estaban olvidadas. Sólo aquí y allí entre las letras borradas se habían preservado algunas rimas, las suntuosas mezcladas con las mediocres: beso-embeleso, asilo-tilo, hojas-enojas. Durante aquel decimosexto verano de su vida empezó a escribir poesía con seriedad; antes, excepto trivialidades entomológicas, no había habido nada. Pero hacía mucho tiempo que cierto ambiente de composición le era conocido y familiar: en su casa, todos garabateaban algo —Tania escribía en un pequeño álbum provisto de un diminuto candado; su madre escribía poesías en prosa, conmovedoras en su sencillez, sobre la belleza de sus bosques nativos; su padre y tío Oleg componían versos ocasionales —y estas ocasiones eran bastante frecuentes; y tía Xenia escribía poemas, sólo en francés, temperamentales y «musicales», con total desconsideración hacia las sutilezas del verso silábico; sus efusiones eran muy populares entre la sociedad de San Petersburgo, en particular el largo poema La Femme et la Panthèrey también una traducción de Una pareja de bayosde Apujtin —una de cuyas estrofas decía así:
« Le gros grec d'Odessa, le juif de Varsovie,
Le jeune lieutenant, le general age,
Tous ils cherchaient en elle un peu de folle vie,
Et sur son sein révait leur amour passager .»
Y, finalmente, había habido un «verdadero» poeta, el príncipe Voljovskoy, primo de su madre, que publicó un caro volumen de papel aterciopelado, grueso y exquisitamente impreso, de lánguidos poemas, Auroras y estrellas, lleno de viñetas italianas de vides y enredaderas, con una fotografía del autor en la primera página y una monstruosa lista de erratas en la última. Los versos estaban agrupados en capítulos: Nocturnos, Motivos otoñales, Las cuerdas del amor. La mayoría de ellos llevaba el realce de un lema y bajo todos ellos había la fecha y el lugar exactos: Sorrento, Ai-Todor, o En el tren. No recuerdo nada de estas piezas, salvo la reiterada palabra «transporte», que incluso entonces me sonaba como un medio de trasladarse de un lugar a otro.