La voz dormida

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La voz dormida
Название: La voz dormida
Автор: Chac?n Dulce
Дата добавления: 16 январь 2020
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Como las «rosas», sí.

Y Tomasa recuerda a Julita Conesa, alegre como un cascabel, a Blanquita Brissac tocando el armonio en la capilla de Ventas, y las pecas de Martina Barroso. Y acaricia en su bolsillo la cabecita negra que guarda desde la noche del cuatro de agosto de mil novecientos treinta y nueve. Pertenecía al cinturón de Joaquina. Tomasa quiso regalársela a Reme, porque Reme no tenía ninguna. Pero Reme no la aceptó.

—Guárdala tú.

—Bueno, la guardo yo pero es de las dos.

—Traga deprisa, Tomasa, que el puré no baja, y me van a pillar.

—Hoy no tengo ganas.

Sole retira la sonda, y Tomasa busca refugio en un rincón. Se sienta en el suelo abrazada a las rodillas, y se niega a llorar. Se niega, no conseguirán desmoralizarla. Ella no debe llorar, pero teme que no volverá a ver a Hortensia. Sabe, como saben todas las reclusas del pabellón número dos derecha, que el cumplimiento de la condena puede ejecutarse en unos días. Conocen el trámite. El auditor de guerra ratificará la sentencia, y se cumplirá cuando llegue el enterado del Generalísimo. Generalísimo, masculla Tomasa entre dientes abrazándose las rodillas con rabia. Generalito lo llamaban en África, al que fuera nombrado jefe del Gobierno del Estado y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, el día uno de octubre de mil novecientos treinta y seis. No perdió el tiempo en quitarse el nombre de Generalito. Dicen que no le tiembla la mano. Y dicen que el enterado de Las Trece Rosas llegó el día doce, cuando llevaban una semana bajo tierra. Nunca se sabe cuánto tarda en llegar. Y Tomasa acaricia la cabecita negra. Repártelas entre las mejores, hasta donde llegue, le dijo Joaquina a una compañera al deshacer los eslabones de su cinturón. Y la compañera repartió las cabecitas negras. Joaquina era muy guapa, tenía el pelo liso, los ojos negros, y grande la boca. Y a ella le dieron una cabecita de su cinturón. A ella. Ni dos días tardaron en fusilarlas. Un escarmiento, eso dijeron que buscaban. Y les cargaron en las costillas el atentado del comandante Isaac Gabaldón, que era también inspector de la policía militar de la Primera Región, y el encargado del Archivo de Masonería y Comunismo. En un coche iba con la hija, una niña de diecisiete años. La niña, el padre y el conductor murieron a balazos en la carretera de Extremadura, a la altura de Talavera, cuando se dirigían a Madrid. Tres muertos. Y quisieron veinte por uno. Sesenta jóvenes de las juventudes Socialistas Unificadas fueron juzgados y condenados por atentar contra el Movimiento Nacional Triunfante. Un escarmiento, y en dos días los llevaron a todos a la tapia. Hay presos que han vivido meses pendientes de su ejecución, y años, como ella. Ella estuvo más de dos años en la cárcel de mujeres de Olivenza con La Pepa colgándole del pescuezo, hasta que le llegó la conmutación de la pena y se la trajeron aquí. Quizá a Hortensia le pase lo misino, o no, eso nunca se sabe. Nada se sabe. Tampoco sabe nadie por qué juzgaron a Joaquina, porque Joaquina estaba en Ventas cuando pasó lo de Gabaldón. Estaba en Ventas con dos hermanas suyas, juzgadas y condenadas las tres por ser de las juventudes. Las tres estaban en Ventas, aunque nunca les dejaron estar juntas en la misma celda. Dos veces fue juzgada Joaquina. Dos veces condenada a muerte. De la primera condena se salvó, se la conmutaron por veinte años. Y en dos días, cumplieron la segunda. Dos días.

Unos años, unas semanas, unos meses, unos días.

Unos días, tal vez dos, tal vez tres.

Reme y Elvira permanecerán junto a Hortensia fingiendo calma. Elvira dará sus clases de alfabetización sólo cuando las dé Hortensia. Reme no irá al taller de costura para no dejar sola a su compañera ni un solo instante, y las tres dejarán de acudir a la ventana para ver a Tomasa.

Y Tomasa echará de menos sus cabezas pegadas al cristal.

13

—Mal fario, que seamos trece en el expediente, mal fario. Trece, el número de la mala sombra, y el de las menores.

Hortensia deja de escribir y se lleva el extremo del lápiz a la boca.

—No te hagas sangre pensando en eso, Hortensia.

Pero Reme no puede dejar de pensar en las trece menores, aunque le pida a Hortensia que no piense en ellas. Se las llevaron a la capilla en la medianoche del día siguiente al juicio, el cuatro de agosto. Ya podemos acostarnos, había dicho Anita después de esperar hasta las doce. Anita no se durmió, pero a Victoria y a Martina las tuvieron que despertar para llevárselas. Reme piensa en aquel cuatro de agosto. Recuerda la palidez de la funcionaria que fue a buscarlas, el susto que llevaba en el cuerpo tapado con la capa azul marino. Recuerda que Victoria comenzó a llorar cuando la despertaron. Abrazó a una compañera y lloró el desconsuelo de su madre, su hijo mayor acababa de morir en comisaría, y ella y Gregorio, los dos hijos que le quedaban, morirían al alba. Primero Juan, ahora Goyito y yo, repetía llorando.

Hortensia guarda el cuaderno y el lápiz debajo de su petate. Saca de su bolsa de labor un faldón y lo coloca sobre su vientre para mostrarlo a sus compañeras.

—Ya te queda muy poco.

—No te creas, hay que hacer muchas filas de punto de cruz, para que esté bien fruncidito. Mira.

La niña pelirroja mira el faldón, pero no se atreve a mirar a Hortensia. No la mira a los ojos desde que regresó del juzgado. No se atreve a mirarla. Y no sabe por qué. Quizá tema que Hortensia descubra su miedo a la muerte. O quizá teme descubrir la mirada de la muerte en los ojos de la mujer que va a morir. O tal vez sea pudor y no se atreve a mirarla simplemente por eso, por pudor. Retira la vista de la prenda infantil y se sienta de espaldas a Hortensia. Reme ha sacado también su bolsa de labor, y teje una mantilla blanca.

—Elvirita, hija, nos estamos quedando sin lana. Vete al economato y trae una madeja blanca, anda.

Mientras camina hacia el economato, Elvira se toca la cabeza. Pudor. Sí, siente pudor al mirar a Hortensia. Ella no tiene derecho a descubrir qué hay en sus ojos. Tampoco a Julita Conesa la miró a los ojos. Ni a Virtudes González. Ella no se atrevió a mirar a los ojos a ninguna de las trece menores. Camina mirando hacia el suelo. Los juicios rápidos son peligrosos, acaban siempre en condenas largas. Se alegra de que el suyo no se haya celebrado aún, y se toca la cabeza recordando a Virtudes González. También a ella le raparon el pelo, en la comisaría de Jorge Juan, antes de llevarla a Ventas. Su novio se llamaba Vicente. Él estaba en su mismo expediente, entre los sesenta condenados a muerte, y Virtudes tenía la esperanza de verlo ante el piquete de fusilamiento, quería despedirse de él. Pero no se lo permitieron. Tampoco Victoria pudo ver a su hermano Gregorio.

Con la madeja en la mano, Elvira regresa junto a sus compañeras y vuelve a sentarse de espaldas a Hortensia sin dejar de pensar en los sesenta jóvenes que habían pedido que los fusilaran juntos. Querían despedirse. Deseaban verse por última vez. A los varones los llevaron a las seis de la mañana al cementerio del Este, y murieron a las seis contra la tapia. A ellas las llevaron a las seis y media.

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