Tratado De Culinaria Para Mujeres Tristes
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Tratado de culinaria para mujeres tristes: Los apetitos de la imaginaci?n.
Esta singular obra es un conjunto de textos breves dirigidos a unas interlocutoras an?nimas a quienes formula para aliviarlas de las cargas de la existencia. Cerca de setenta recetas componen el tratado que el autor ofrece a ese t? femenino que espera anhelante la f?rmula salvadora de la tristeza, de los celos, de los cambios de temperamento, de las desventuras org?nicas del sexo, de las tentaciones de las mujeres casadas, de los antojos, de la solter?a, del luto, etc.
No todas las recetas tienen el componente gastron?mico que inventa este chef del esp?ritu. Algunas son consejos para salir de aprietos existenciales o sentimentales, pero dados en un tono conciliador que hace parte del remedio, pues el experto destila comprensi?n, acercamiento, dulzura. He aqu? una receta que posee ingredientes naturales: `Si est? nerviosa, a?n sirve manzanilla, m?s no debes cortarla con lim?n ni con dulce. No funciona si lo que te preocupa es m?s fuerte que t?. Y si es as?, conviene estar nerviosa`.
En cambio, ?ste, vuelve el inter?s hacia s? mismo. Se trata de una autoreceta: `Muchas veces, al borde hallar la receta de la inmortalidad, me distrajo la presencia de la muerte`.
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Héctor Abad Faciolince
Tratado De Culinaria Para Mujeres Tristes
Nadie conoce las recetas de la dicha. A la hora desdichada vanos serán los más elaborados cocidos del contento. Incluso si en algunas la tristeza es motor del apetito, no conviene en los días de congoja atiborrarse de alimento. No se asimila y cría grasa la comida en la desdicha. Los brebajes más sanos desprenden su ponzoña cuando son apurados por mujer afligida.
Sana costumbre es el ayuno en los días de desgracia. Sin embargo, en mi largo ejercicio con frutos y verduras, con hierbas y raíces, con músculos y vísceras de las variadas bestias silvestres y domésticas, he hallado en ocasiones caminos de consuelo. Son cocimientos simples y de muy poco riesgo. Tómalos, sin embargo, con cautela: los mejores remedios son veneno en algunas. Pero haz la prueba, intenta. No es bueno que acaricies, pasiva, tu desdicha. La tristeza constipa. Busca el purgante de las lágrimas, no huyas del sudor, tras el ayuno prueba mis recetas.
Mi fórmula es confusa. He hallado que en mi arte pocas reglas se cumplen. Desconfía de mí, no cocines mis pócimas si te asalta la sombra de una duda. Pero lee este intento falaz de hechicería: el conjuro, sí sirve, no es más que su sonido: lo que cura es el aire que exhalan las palabras.
En las tardes de lluvia menuda y persistente, si el amado está lejos y agobia el peso invisible de su ausencia, cortarás de tu huerto veintiocho hojas nuevas de hierba toronjil y las pondrás al fuego en un litro de agua para hacer infusión. En cuanto hierva el agua deja que el vapor moje las yemas de tus dedos y gírala tres veces con cuchara de palo. Bájala del fuego y deja que repose dos minutos. No le pongas azúcar, bébela sorbo a sorbo de espaldas a la tarde en una taza blanca. Si al promediar el litro no notas cierto alivio detrás del esternón, caliéntala de nuevo y échale dos cucharadas de panela rallada. Si al terminar la tarde el agobio persiste, puedes estar segura de que él no volverá. O volverá otra tarde y muy cambiado ya.
Haces volteretas con el cuerpo y la imaginación para evadir la tristeza. ¿Pero quién te ha dicho que se prohíbe estar triste? En realidad, muchas veces, no hay nada más sensato que estar tristes; a diario pasan cosas a los otros, a nosotros, que no tienen remedio, o mejor dicho, que tienen ese único y antiguo remedio de sentirnos tristes.
No dejes que te receten alegría, como quien ordena una temporada de antibióticos o cucharadas de agua de mar a estómago vacío. Si dejas que te traten tu tristeza como una perversión, o en el mejor de los casos como una enfermedad, estás perdida: además de estar triste te sentirás culpable. Y no tienes la culpa de estar triste. ¿No es normal sentir dolor cuando te cortas? ¿No arde la piel si te dan un latigazo?
Pues así el mundo, la vaga sucesión de los hechos que acontecen (o de los que no pasan) crean un fondo de melancolía. Ya lo decía el poeta Leopardi: “como el aire llena los espacios entre los objetos, así la melancolía llena los intervalos entre un gozo y otro”.
Vive tu tristeza, pálpala, deshójala entre tus ojos, mójala con lágrimas, envuélvela en gritos o en silencio, cópiala en cuadernos, apúntala en tu cuerpo, apúntala en los poros de tu piel. Pues sólo si no te defiendes huirá, a ratos, a otro sitio que no sea el centro de tu dolor íntimo.
Y para degustar tu tristeza he de recomendarte también un plato melancólico: coliflor en nieblas. Se trata de cocer esa flor blanca y triste y consistente, en vapor de agua. Despacio, con ese olor que tiene el mismo aliento que desprende la boca en los lamentos, se va cociendo hasta ablandarse. Y envuelta en niebla, en su vapor humeante, ponle aceite de oliva y ajo y algo de pimienta y sálala con lágrimas que sean tuyas. Y paladéala despacio, mordiéndola del tenedor, y llora más y llora todavía, que al final esa flor se irá chupando tu melancolía sin dejarte seca, sin dejarte tranquila, sin robarte tu tristeza, pero con la sensación de haber compartido esa flor inmarchitable, con esa flor absurda, prehistórica, con esa flor que los novios jamás piden en las floristerías, con esa flor de col que nadie pone en los floreros, con esa anomalía, con esa tristeza florecida, tu misma tristeza de coliflor, de planta triste y melancólica.
El peso de los años, como una piedra antigua, un día caerá del insondable tiempo hasta tus pies. Siéntate si estás echada; levántate si estás sentada y corre a un arroyo de aguas (si las encuentras) puras y transparentes. Inclínate y bebe en la cuenca de tu mano hasta sentir, irrefrenable, la invertida sed del vómito. No manches el arroyo, enjuágate la cara sin ensuciar su cauce. Regresa a tu casa y ayuna hasta el alba siguiente. Guarda toda la orina de la noche y muy temprano riega, con ella, la mata de albahaca. Sin recobrar la juventud, serás más joven.
Alguna vez querrás, por motivos que sabes y me sé, que a ese tu austero huésped se le suelte la lengua y pronuncie recónditas palabras. Te advierto que si quieres hacerle tanta fuerza, fuerza será también usar la sangre.
Una vez decidida, pedirás al verdugo de las reses un lomo algo maduro de novillo adulto (al menos de tres años). Cortarás las rodajas tan anchas como los cuatro dedos de tu mano, excluyendo el pulgar. Las dejarás de sol a sol al aire libre y a la sombra, apenas cubiertas con un enmallado que rechace las moscas. Conseguirás también mucha pimienta negra que, poco antes del convite, triturarás en el mortero sin dejarla muy fina.
Huesos y menudencias del bovino servirán para hacer un caldo fuerte. Cada rodaja recibirá una cucharada grande de pimienta molida.
Ya el huésped en la mesa, entretenido con alguna lechuga, pondrás en la sartén aceite y mantequilla y delicadamente posarás los trozos de lomo sin moverlos, sin siquiera tocarlos, a fuego vivo, un minuto y medio por cada lado. A los tres minutos, pues, los bajarás del fuego y puestos en un plato les esparcirás la cantidad de pimienta convenida.
Una copa de brandy bien colmada pondrás en la sartén de la fritura, y un poco de ese caldo preparado, como dije, muy fuerte. Deposita los trozos del lomito nuevamente en la olla y deja que el líquido se merme muy despacio por Otros tres minutos. Al cabo de este tiempo añade una cucharada de crema por rodaja de carne y deja que la salsa se haga densa sin permitir que hierva.
Pon todo en una fuente y llévalo a la mesa. Se acompaña con pan y con puré de papas. El vino ha de ser tinto de unas uvas que habrán tenido la vendimia antes del quinto año y después del tercero. Este líquido rojo más la rojísima sangre de la res aflojarán la lengua del huésped más prudente y taciturno.
La receta es segura. Pero una condición tendrás en cuenta para que sea infalible: la crema de la salsa se hará con la leche de la misma vaca que parió a la res sacrificada. Si no es así, el huésped de todas forma hablará, pero quizá no diga aquello que pretendes.
Si quieres que otros labios te sean generosos, abre también los tuyos.
Pocas mujeres desconocen el arte de los ojos: la mirada. O lo aprenden mirando o ya nacen con él del vientre de sus madres. Para la brillantez de la mirada he de darte una receta de probable eficacia y de improbable daño. Consiste en enjuagarte los ojos con una solución de dos pizcas de sal por litro de agua hervida. Ya sé que algo tan simple no te sonará mágico. La sencillez inspira desconfianza; es esta la razón por la que brujos, curanderos y médicos viven inventando palabras y con juros bastante altisonantes: nadie cree en lo simple. Lávate pues los ojos con lo dicho, y mientras te los lavas pronuncia esta plegaria de misterioso embrujo: Inocuo antojo, inicuo abrojo, dame la luz del ojo!