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La voz dormida

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La voz dormida
Название: La voz dormida
Автор: Chac?n Dulce
Дата добавления: 16 январь 2020
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La voz dormida - читать бесплатно онлайн , автор Chac?n Dulce

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—Está perfectamente, ha sido un simple desmayo. Si queréis estar un rato a solas, os podéis quedar aquí, yo os esperaré fuera.

—No hace falta, papá.

Don Fernando cubrió a Pepita con el abrigo y le ofreció la mano para levantarse:

—Vámonos.

—¿Va a sacarme de aquí, señorito?

—A eso he venido. Vámonos.

Ya en la calle, don Fernando le explicó que habían requisado la carta que llegó de Francia. Y que si recibiera otra, ella misma debía comunicarlo de inmediato en Gobernación, sin esperar a que lo hiciera el cartero. Pepita caminaba en silencio, flanqueada por padre e hijo, lívida aún, sin recuperarse del pánico. Don Fernando se despidió de su padre con un abrazo, preguntándole cuándo debía incorporarse a su nuevo trabajo. El padre lo retuvo en sus brazos un instante, después lo separó de él y acarició la mejilla de Pepita:

—Es muy guapa, sí. Mañana mismo empiezas, en eso habíamos quedado, llevan una semana sin médico. Ven a mi consulta a las cuatro y media, te diré lo que tienes que hacer. Muy guapa, pero sácala hoy mismo de tu casa, hombre, por Dios.

Don Fernando y Pepita se encaminaron hacia la pensión Atocha. Cuando habían dado unos pasos, él se giró para comprobar que su padre se encontraba alejado de ellos, y entonces quiso indagar si Pepita había mencionado su nombre en el interrogatorio; comenzó por preguntarle si le habían hecho daño:

—¿Te han hecho daño?

—No, señorito.

—¿Qué querían saber?

—No sé, señorito.

—¿Qué te han preguntado?

—Nada.

—¿No te han hecho ninguna pregunta?

—No, señorito.

—Pero algo habrás dicho tú.

—Yo no he dicho nada.

La insistencia de don Fernando inquietó a Pepita. El continuó haciéndole preguntas.

—¿Has mencionado mi nombre?

—Yo no he dicho nada, señorito, perdí el sentido.

—¿No les has dicho nada de mí?

—Se lo juro que perdí el sentido y que yo no he dicho nada, por mis muertos. Por mi madre y mi padre que en Gloria estén le juro que no he dicho nada.

Ella comenzó a sospechar que don Fernando la había sacado de Gobernación para salvarse a sí mismo. Sus sospechas la llevaron a desconfiar de él.

—¿De quién es la carta? ¿Te ha escrito El Chaqueta Negra? Es él quien te ha escrito, ¿verdad?

—No, señorito, ha sido mi novio.

—¿Qué novio? ¿No es tu novio Paulino González? Piénsalo bien, Pepita, no me engañes. Os vi juntos, vi cómo os mirabais cuando fui a curarle la herida a tu cuñado. A mí no tienes por qué engañarme. Ellos se fueron a Francia y tú has recibido una carta de Francia. Tu novio nos está poniendo en peligro a todos, ¿no lo entiendes?

Los temores de don Fernando confirmaron las sospechas de Pepita.

—Ya le he dicho que Paulino no es mi novio. Mi novio se llama Jaime.

—Pero bueno, ¿quién es ese Jaime?

—Jaime Alcántara.

—¿Y qué decía en la carta?

—Cosas de amor.

—¿No mencionaba mi nombre?

—No, señorito.

Nadie podría descubrir al leer aquella carta que Jaime ocultaba a Paulino. Nadie, excepto Pepita. Ahora sabe por qué utilizó unas claves que sólo ella podía descifrar. Y sabe por qué ha inventado una historia, lo sabe con certeza cuando se dispone a contarla, y descubre que él no la inventó para protegerse, sino para protegerla a ella.

—¿Seguro que no mencionaba mi nombre?

—Seguro, señorito. Mi novio no le conoce a usted. Mi novio se fue a Francia de maquinista de tren hace cinco años, antes de que empezara la guerra, y como ahora es allí donde hay guerra, me dice que se va a volver. Eso es lo que me dice en la carta, que se va a volver, y que nos vamos a casar cuando vuelva.

La memoria funcionó como estrategia, Pepita recordó las palabras que su novio había escrito, y don Fernando dejó de preguntar.

10

El hacinamiento en la enfermería de la prisión provincial de Ventas produjo en el doctor Ortega un extraño sentimiento de horror, mezcla de impotencia, repugnancia y lástima. Todas las camas se encontraban ocupadas por dos presas. Las enfermas compartían los lechos de sábanas escasas en limpieza, y faltos de mantas. Pelagra, disentería, sífilis, desnutrición, tuberculosis, todo tipo de enfermedades, contagiosas o no, aquejaban a las mujeres que respondieron en un hilo de voz a las preguntas de don Fernando, cuando éste recorrió la primera sala que le mostró La Zapatones. Al pasar a la segunda sala, contigua a la anterior, el médico se detuvo espantado. Colchones en el suelo y somieres sin colchones acogían a las pacientes en parejas.

—¿Cuántas enfermas hay aquí?

La Zapatones no supo contestar:

—De un día para otro cambian, doctor.

—¿Cómo es eso?

—Unas se mueren, otras no.

La desidia de La Zapatones señaló el estado de aquel lugar donde los quejidos se confundían con la debilidad de las toses.

—¿Quién cuida de esta gente?

—Hace una semana que se murió el médico.

—Eso ya lo sé, pero alguien habrá que atienda a las enfermas, ¿no?

—Hay dos funcionarias allí, en control.

La Zapatones señaló las rejas de una puerta situada al fondo de la segunda sala.

—Quiero verlas inmediatamente.

Detrás de la cancela, en una pequeña habitación amueblada con una mesa, dos sillas y una camilla de reconocimiento, las dos funcionarias jugaban a las cartas ajenas a la llegada del médico.

—Abran esta puerta.

El grito de don Fernando les hizo abandonar los naipes sobre la mesa. No guardaron la baraja, se pusieron en pie, una de ellas cogió un manojo de llaves y cumplió la orden del médico.

—¿Se puede saber qué están haciendo?

Las dos funcionarias se miraron con un gesto de extrañeza.

—Nada.

Nada, replicó la que había abierto la cancela, y la otra añadió que ya les habían dado de comer a las presas.

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