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La voz dormida

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La voz dormida
Название: La voz dormida
Автор: Chac?n Dulce
Дата добавления: 16 январь 2020
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La voz dormida - читать бесплатно онлайн , автор Chac?n Dulce

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—¿No tienen nada más que hacer? ¿Y ustedes se consideran enfermeras?

—Nosotras no somos enfermeras.

Desde el patio llegaba un rumor de risas, a través de los cristales de la ventana se escuchó una voz en falsete cantando La tarántula:

... es un bicho mu malo.

No se mata con piedra ni palo...

Era una mañana de sol, de frío y viento. La alegría que subía con el aire llamó la atención al médico.

Bailando se cura tan hondo dolor.

¡Ay! ¡Mal haya la araña que a mí me picó!

La Zapatones advirtió su sorpresa y se acercó a una ventana.

—Se distraen así, unas cantan y otras bailan. ¿Le molesta el ruido, doctor?

—No, por Dios.

—¿No quiere que las haga callar?

—Lo que quiero son sábanas limpias, y más mantas.

—Eso no sé si va a poder ser.

Pero sí pudo ser. El doctor Ortega consiguió sábanas limpias, y mantas suficientes para todas las enfermas. Y exigió además una ayudante con experiencia, cuando La Zapatones le informó de que las funcionarias que había encontrado jugando a las cartas no poseían ningún conocimiento de enfermería, simplemente trabajaban allí porque les habían asignado ese puesto, y permanecerían en él durante un mes, cumpliendo un turno rotatorio que obligaba a todas las funcionarias del penal. Su función era dar de comer a las enfermas, y a las presas que cumplían castigo, que se encontraban en las celdas de aislamiento situadas dos pisos más abajo, al final de la escalera que salía de una de las esquinas del puesto de control.

—Habrá que buscar una voluntaria entre las internas, doctor.

—Pues búsquela.

Y habría que buscarla entre las internas porque La Zapatones supuso que ninguna funcionaria ejercería de enfermera por voluntad propia.

Esa misma tarde, una ayudante se presentó como voluntaria de enfermería y le dijo al doctor Ortega que se llamaba Sole.

—Para servirle.

Le dijo que se llamaba Sole, para servirle, y que era comadrona, y que en su pueblo, en Peñaranda de Bracamonte, en Salamanca, ayudaba al médico en lo que hiciera falta. Pero Sole no iba sola, en contra de las conjeturas de La Zapatones. La acompañaba una funcionaria que expuso su deseo de trabajar con el doctor Ortega. No era otra que Mercedes, que se colocó las horquillas de su moño antes de entrar a hablar con don Fernando.

—Yo no tengo experiencia, doctor, pero mi marido era practicante, y le he visto poner muchas inyecciones.

La falta de carácter de Mercedes la llevó a tomar aquella decisión. Ella supo que era incapaz de imponer su autoridad cuando preguntó de quién era la silla donde Hortensia estaba sentada. Lo supo, con la más absoluta de las certezas, cuando se dio la vuelta y sintió las miradas de las presas, dirigidas como flechas a su espalda. Las risas le dolieron como heridas abiertas, y se le saltaron las lágrimas. No tardarían en despedirla si continuaba comportándose así. De modo que, al escuchar a La Zapatones que buscaban voluntarias para la enfermería, pensó que quizá con las enfermas podría conservar su trabajo.

No fue necesario mucho tiempo para que don Fernando tomara aprecio a las voluntarias. La energía de las dos mujeres hizo posible que el aspecto de las enfermas se convirtiera en un poco menos lamentable. Ellas se bastaron solas para organizar las dos salas de la enfermería siguiendo las indicaciones del médico. Acomodaron en la primera sala a las pacientes contagiosas y en la segunda a las que no lo eran. Las lavaron, las peinaron, y suministraron a las que tosían pañuelos limpios que ellas mismas confeccionaron con las sábanas viejas que don Fernando ordenó desechar. Las funcionarias que jugaban a las cartas dejaron de jugar. Las miraban con desprecio cuando el médico se dirigía a ellas para dar instrucciones, recelosas de su confianza, y se turnaron para recorrer el pasillo custodiando a las presas, y vigilando a Sole y a Mercedes. Tan sólo las perdían de vista cuando bajaban, una vez al día, a las celdas de castigo. No era un trabajo agradable, llevar la comida a las que estaban castigadas sin comer más que un rancho escaso y pestilente; por eso una mañana, cuando se dispusieron a bajar quejándose de tener que hacerlo, y Mercedes se ofreció a sustituirlas, cedieron a la novata, con gusto y para siempre, aquel cometido enojoso. Para siempre, o hasta que se cansara de un servicio del que abominaban todas las demás. Y Mercedes se llevó a Sole con ella. La comadrona cargó con el cesto de chuscos de pan y con la olla de una sopa que las presas se negaban a comer, caldo tibio y sucio donde flotaba la repugnancia. Sole les entregaba el hambre llenando sus cazos, y el consuelo de un chusco de pan. Mercedes abría las puertas metálicas de las celdas y entregaba una escoba a las presas. Así fue como se alarmaron al ver a Tomasa, sentada en su petate, desnutrida y cubierta de sabañones, sin fuerzas para levantarse a barrer su celda, mirando fijamente la canasta del pan.

Mercedes se estremece y pregunta por el tiempo que lleva allí:

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

—No llevo la cuenta.

La comadrona lo sabe, y le recuerda a Mercedes el día de Navidad, el dedito del Niño Dios.

—Le dieron «cubo» para tres meses, va para un mes.

—Barra usted la celda, Sole.

Sole barre la celda de Tomasa. Después regresa a la enfermería decidida a hablar con el doctor Ortega. Decidida a impedir que Tomasa se muera.

11

—Tiene sabañones en las piernas, y en las rodillas. Hasta en la cara tiene sabañones. La nariz parece un pimiento morrón, tal cual.

—¿Qué le dijiste al médico?

—Que bajara a verla.

—¿Y fue?

—No. Pero la vio, en cuanto le dije cómo estaba la Tomasa. Está en el puro pellejo, doctor. Baje a verla, si no quiere que se la suban muerta para que sea usted el que diga que está muerta, le dije, que tiene una ictericia que la cara se le ha quedado como la bandera de los nacionales, escuchimizada, amarilla en los lados y en el medio rojo sangre de pimiento morrón.

—¿Así le dijiste?

—Menos lo de la bandera, tal cual.

—La bandera es al revés, el amarillo lo lleva en el medio.

—Qué más da.

—¿Y qué dijo él?

—Nada.

Se dio media vuelta y le ordenó a la guardia civila que estaba en control que subieran a Tomasa. Nada más verla, le echó ungüento en los sabañones de la cara, que estaban a punto de estallar como los de las manos, que ya los llevaba abiertos como bocas en grito, y dijo que esa mujer tenía avitaminosis, que le dieran bien de comer y la sacaran a que tomara el aire. La guardia civila fue a pedirle permiso a La Veneno, y volvió diciendo que La Veneno había dicho que la sacaran al patio diez minutos al día, pero que comer ya había comido bastante. Se ve que pensaba en el dedito.

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