Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—¡Fenia, Fenia; café! Hace rato que está hecho... ¡Trae también empanadillas calientes...! Tengo que contarte algo sobre estas empanadillas, Aliocha. Se las he llevado a Mitia a la cárcel, y las ha rechazado. Incluso ha pisoteado una. Yo le he dicho: «Se las dejo a tu guardián. Si no las aceptas, habrás de alimentarte de tu maldad.» Luego me he marchado. Una vez más hemos reñido: cada visita una riña.
Gruchegnka hablaba con agitación. Maximov bajó los ojos, sonriendo tímidamente.
—¿Pero cuál ha sido la causa de la riña de hoy? —preguntó Aliocha.
—Algo completamente inesperado para mí. ¡Está celoso de mi primer amor! Me ha dicho que no sabe por qué he de alimentarlo, de gastar dinero con él. ¡Siempre está celoso! La semana pasada lo estuvo hasta de Kuzma.
—Pero mi hermano conoce al polaco.
—Claro que lo conoce. Está enterado de nuestras relaciones desde el principio. Hoy me ha insultado. Me da vergüenza repetir sus palabras. ¡El muy imbécil! Rakitka se marchaba cuando yo he llegado. Él debe de haber sido el causante de su excitación. ¿No lo crees también tú?
—Te ama y ha perdido el dominio de sus nervios.
—¿Cómo podía conservarlo sabiendo que lo van a juzgar mañana? Precisamente he ido a darle ánimos. Pues lo confieso, Aliocha, que me aterra pensar lo que mañana puede ocurrir. Dices que está nervioso. ¡También lo estoy yo! ¡Pensar en el polaco! ¡Qué imbecilidad! ¡Menos mal que Maximuchka no tiene celos!
—También mi mujer estaba celosa —observó Maximov.
Gruchegnka se echó a reír sin poder contenerse.
—¿Celosa de ti? ¿Y de quién tenía celos?
—De las sirvientas.
—¡Calla, Maximuchka! No tengo humor para bromas. Y no mires las empanadillas: te podrían sentar mal. Mi casa se ha convertido en un hospital.
Gruchegnka dijo esto sonriendo. Maximov lloriqueó:
—No merezco sus cuidados; soy un ser insignificante. Dedique sus atenciones a quien pueda serle más necesario que yo.
—¡Calla, Maximuchka! ¡Todos somos necesarios! Pero es muy difícil saber quién lo es más y quién lo es menos. ¡Si no existiera ese polaco...! También él dice que hoy está enfermo. He ido a visitarlo. Le mandaré empanadillas. Nunca lo había hecho, pero ya que Mitia me ha acusado de hacerlo, lo haré. Aquí viene Fenia con una carta. Será de los polacos; volverán a pedirme dinero.
Era el panMusalowizc, en efecto, el que le escribía. En una larga y ampulosa carta le rogaba que le prestase tres rublos. Con la carta le enviaba un recibo en el que se comprometía a devolver en el plazo de tres meses la cantidad solicitada. El panWrublewski firmaba también. Gruchegnka había recibido ya de Musalowizc muchas cartas con reconocimientos de deuda semejante. Las peticiones habían empezado hacía dos semanas, al iniciarse la convalecencia de Gruchegnka. Ésta sabía que los dos panowiese habían presentado en la casa para preguntar por ella durante su enfermedad. La primera carta fue escrita en una hoja de gran tamaño y en ella figuraba un sello familiar. Era larga y prolija. Gruchegnka sólo leyó la mitad y la tiró sin haberla comprendido. Acabó por reírse de estas cartas. A la primera siguió otra un día después, en la que el panMusalowizc pedía un préstamo de dos mil rublos. Gruchegnka la dejó, como la anterior, sin respuesta. A continuación recibió una serie de misivas en las que la suma solicitada iba disminuyendo gradualmente. De cien rublos bajó a veinticinco, y de veinticinco a diez. Finalmente, Gruchegnka recibió una carta en la que los panowiemendigaban un rublo y le enviaban un recibo firmado por los dos. La joven se compadeció de pronto y, al atardecer, fue a casa de los polacos. Los encontró en la más negra miseria: hambrientos, sin fuego, sin tabaco y en deuda con la patrona. Los doscientos rublos ganados a Mitia se habían esfumado rápidamente. Sin embargo, Gruchegnka fue recibida por los panowie—cosa que le sorprendió, como es natural— con gentil arrogancia. Esto le hizo gracia. Dio diez rublos a su «ex amor» y, entre risas, se lo contó todo a Mitia, que no demostró ni sombra de celos. Desde entonces, los panowieno dieron tregua a Gruchegnka: la bombardearon a diario con sus demandas de dinero, y ella siempre les enviaba algo. Y he aquí que, inesperadamente, Mitia se había mostrado ferozmente celoso.
Gruchegnka continuó, trivial y voluble:
—Como una tonta, he pasado por casa de Musalowizc al saber que estaba enfermo, y luego se lo he contado entre risas a Mitia. «Mi polaco —le he dicho— me ha cantado, acompañándose con la guitarra, las mismas canciones que me cantaba en otro tiempo. Por lo visto, quería enternecerme.» Y entonces Mitia ha empezado a insultarme... Por eso voy a mandar ahora mismo empanadillas a los polacos... Fenia, da tres rublos a la muchacha que han enviado y entrégale también una docena de empanadillas envueltas en un papel. Y tú, Aliocha, ya le contarás esto a Mitia.
—¡Eso nunca! —dijo Aliocha sonriendo.
—¿Crees que le importa? —exclamó Gruchegnka, amargada—. Se finge celoso, pero en el fondo se burla de mí.
—¿De modo que sus celos te parecen una ficción?
—¡Pues claro! ¡Qué ingenuo eres, Aliocha! Con todo tu talento, no comprendes nada. Sus celos no me ofenderían; lo que me ofende es que no los tenga. Yo soy así. Admito los celos, porque yo misma soy celosa. Lo que me molesta es que no me ame y, sin embargo, quiera darme celos. ¿Crees que soy ciega? No hace más que alabar a Katia en mi presencia: que si ha hecho venir de Moscú a un especialista famoso, que si ha llamado al mejor abogado de Petersburgo para que lo defienda... Estos elogios en mi presencia demuestran que la ama. Se siente culpable ante mí y se anticipa a acusarme para ocultar su culpa. «Has tenido relaciones con el polaco antes que conmigo. Por lo tanto, bien puedo tenerlas yo ahora con Katia.» No es más que esto. Quiere echar toda la culpa sobre mí. Por eso me insulta. Y yo...
No pudo continuar. Se llevó el pañuelo a los ojos y se echó a llorar.
—Mitia no quiere a Catalina Ivanovna —dijo Aliocha firmemente.
—Pronto sabré si la quiere o no —replicó Gruchegnka con voz amenazadora.
Su rostro se transfiguró. Ante su gesto de sombría indignación, Aliocha se sintió profundamente apenado.
—¡No más tonterías! —exclamó Gruchegnka de pronto—. No te he hecho venir para que soportes mis lágrimas. ¿Qué pasará mañana, mi querido Aliocha? Esto es lo que me inquieta. Estoy sola. Los demás no piensan en el juicio de Mitia: no les interesa. Pero a ti sí que debe interesarte. ¿Cuál será el resultado, Señor? El asesino es ese lacayo. ¿Es posible que se permita condenar a Mitia, que nadie salga en su defensa? ¿Se ha pensado en Smerdiakov?
—Lo han interrogado largamente, y todos han llegado a la conclusión de que no es el culpable. Desde que tuvo los últimos ataques está gravemente enfermo.
—¡Dios mío! Debes ir a ver al abogado e informarlo de todo. Creo que ha costado tres mil rublos hacerlo venir de Petersburgo.