Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—¡Hace un siglo que no lo veo! ¡Una semana entera! ¡Ah! Sé que vino usted hace cuatro días, el miércoles pasado. Ahora va usted a ver a Lise. Estoy segura de que habrá entrado de puntillas para que yo no le oyese. ¡Si supiera usted lo inquieta que estoy por ella, mi querido Alexei Fiodorovitch! Esto es lo principal, pero ya hablaremos de ello después. Le confío enteramente a mi Lise. Desaparecido el staretsZósimo, que descanse en paz —y se santiguó—, usted es para mí un asceta, aunque le sienta muy bien su nueva ropa. ¿Cómo ha podido encontrar un sastre tan bueno en nuestra localidad? Ya hablaremos de esto después; es un asunto sin importancia. Perdóneme que me permita llamarlo de vez en cuando, Aliocha. A una vieja como yo, todo se le puede consentir.
Sonrió, coqueta, y continuó:
—Pero dejemos también esto para después. Lo que más me interesa es no olvidarme de lo principal. Le ruego que me avise si divago. Desde el momento en que Lise ha retirado su promesa..., una promesa infantil, Alexei Fiodorovitch..., de casarse con usted, habrá comprendido que su palabra fue un capricho de muchacha enferma, de jovencita que ha permanecido largo tiempo en un sillón. Gracias a Dios, ahora ya puede andar. El nuevo médico que Katia ha hecho venir de Moscú para el asunto de su infortunado hermano, al que mañana... ¿Qué pasará mañana? Sólo de pensarlo, me siento morir. Sobre todo, de curiosidad... El caso es que ese doctor vino ayer a ver a Lise... Le pagué cincuenta rublos por la visita. Pero esto no importa ahora. Como ve, me he armado un lío. No sé por qué he de apresurarme. Ya no me acuerdo de dónde estaba. Lo veo todo como una enredada madeja. Temo enojarlo y que usted se vaya. No hablo con nadie más que con usted... ¿Dónde tengo la cabeza, Dios santo? Ante todo, hemos de tomar café. ¡Trae café, Julia!
Aliocha se apresuró a darle las gracias y a decirle que acababa de tomarlo.
—¿Dónde?
—En casa de Agrafena Alejandrovna.
—¿Ha tomado café con esa mujer? Ella es la causante de todo. Bien es verdad que he oído decir que su conducta actual es irreprochable; pero ya es un poco tarde. Esa conducta debió seguirla antes, cuando pudo serle de provecho. Ahora ya no le sirve para nada. Cállese, Alexei Fiodorovitch, pues tengo tantas cosas que decirle, que acabaré no diciendo ninguna... ¡Ese horrible proceso!... Yo iré sin falta; estoy dispuesta. Me llevarán en un sillón; puedo estar sentada. Ya sabe que estoy citada como testigo. ¿Qué diré? Lo ignoro. Hay que prestar juramento, ¿verdad?
—Sí, pero me parece que no podrá usted ir.
—Ya le he dicho que puedo estar sentada. ¡Oh, usted me aturde! Ese proceso, ese acto salvaje, esas personas que se van a Siberia, esas otras que se casan... ¡Y todo deprisa, deprisa! Y al fin todo el mundo envejece y mira hacia la tumba... ¡Ay, qué fatigada me siento! Esa Katia, cette charmante personne, me ha decepcionado. Se marchará con uno de sus hermanos a Siberia; el otro la seguirá y se instalará en la ciudad más próxima. Y todos ellos se amargarán la vida mutuamente. Todo esto me tiene trastornada. Pero lo que más me preocupa es la publicidad que se le ha dado. Se ha hablado del asunto miles de veces en los periódicos de Petersburgo y Moscú. E incluso se ha mezclado mi nombre con el de los protagonistas del suceso. Se ha dicho que yo era... una «buena amiga» de su hermano..., y digo «buena amiga» para no repetir el vil calificativo que se me ha aplicado.
—¡Es increíble! ¿Dónde se ha publicado eso?
—Lo va usted a ver. Ha aparecido en un periódico de Petersburgo que recibí ayer. Se titula Sloukhi, Rumores... Estos Rumores empezaron a publicarse hace meses. Como a mí me encanta la murmuración, me suscribí. Y ya lo ve: he quedado bien servida de rumores... Mire; aquí lo tiene; lea...
Entregó a Aliocha un periódico que sacó de debajo de la almohada.
La señora de Khokhlakov no estaba indignada, sino abatida. Como ella misma había dicho, en su cerebro reinaba la más completa confusión. El suelto era un buen ejemplo de murmuración periodística, y se comprendía que la hubiera impresionado. Pero, afortunadamente, en aquel momento era incapaz de concentrarse en nada; podía incluso olvidarse del periódico y pasar a otra cosa.
Aliocha estaba al corriente desde hacía tiempo de la resonancia que había adquirido el asunto en toda Rusia, y sólo Dios sabe las noticias imaginarias que, entre otras verídicas, había tenido ocasión de leer en los dos meses últimos sobre su hermano, sobre todos los Karamazov y acerca de él mismo. Un periódico incluso llegó a decir que Aliocha, aterrado por el crimen de su hermano, se había recluido en un convento. Otro desmentía este rumor y afirmaba que, en alianza con el staretsZósimo, había fracturado la caja del monasterio, tras lo cual se había dado a la fuga.
El suelto publicado en Sloukhi se titulaba: «Noticias de Skotoprigonievsk (éste es el nombre, que hemos ocultado hasta ahora, de la localidad en cuestión) sobre el proceso Karamazov.» La noticia era breve y el nombre de la señora de Khokhlakov no figuraba en ella. Se decía simplemente que el criminal al que se estaba a punto de juzgar con tanta ceremonia era un capitán retirado, insolente, holgazán y partidario de la esclavitud; que tenía enredos amorosos y contaba con la influencia de «ciertas damas a las que pesaba su soledad». Una de ellas, «viuda abrumada por el tedio» y que pretendía ser joven aunque tenía una hija mayor se había encaprichado de él hasta el extremo de ofrecerle, dos horas antes del crimen, tres mil rublos para partir en su compañía hacia las minas de oro. Pero el desalmado había preferido procurarse los tres mil rublos matando a su padre —contaba con la impunidad— que pasear por Siberia los encantos cuadragenarios de la dama. El alegre suelto terminaba, ¿cómo no?, con palabras de noble indignación contra la inmoralidad del parricida y de la servidumbre. Después de haber leído la noticia atentamente, Aliocha dobló el periódico y se lo devolvió a la señora de Khokhlakov.
—Como usted ve —dijo la dama—, el corresponsal se refiere a mí. En efecto, poco antes del crimen le aconsejé que se fuera a las minas de oro. ¿Pero quiere esto decir que le ofreciera mis «encantos cuadragenarios», como afirma ese informador? ¡Que el Juez Soberano le perdone esta calumnia como se la perdono yo! ¿Pero sabe usted de dónde ha salido todo esto? De su amigo Rakitine.
—Es posible —convino Aliocha—. Pero yo no he oído decir nada sobre ello.
—No me cabe duda de que todo ha sido cosa suya. Por algo le eché de mi casa. ¿Está usted enterado de esto?
—Sé que usted rogó que dejara de visitarla, pero los motivos exactos los ignoro. Por lo menos, no los sé por usted.
—Entonces, lo sabe por él. Por lo visto, va hablando mal de mí.
—En efecto; pero hay que tener en cuenta que él habla mal de todo el mundo. Rakitine no me ha dicho por qué lo echó usted de casa. Hablo con él raras veces. No somos amigos.
—Bien. Se lo voy a contar todo. Hay un punto sobre el que estoy arrepentida, porque me siento culpable. ¡Claro que es un detalle insignificante!
La señora de Khokhlakov adoptó un aire juvenil y dejó escapar una sonrisa enigmática.