Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—¿Por qué? —preguntó Aliocha con una sonrisa.
—Admito que soy un osado, una especie de enfant terrible, que no me detengo ante nada cuando una cosa me gusta y que digo las mayores tonterías... Pero, oye: estamos charlando desde hace un buen rato y ese doctor no termina su visita. A lo mejor, está reconociendo también a «mamá» y a Nina. Te confieso que Nina me ha encantado. Cuando he pasado junto a ella al salir de la habitación, me ha susurrado en un tono de reproche: «¿Por qué no has venido antes?» Me ha parecido que esa chica es toda bondad.
—Desde luego, tiene un gran corazón. Como desde ahora vendrás con frecuencia, ya la conocerás a fondo. Necesitas conocer personas así para aprender muchas cosas que sólo su compañía te puede enseñar.
Y Aliocha añadió calurosamente:
—No hay medio mejor para que te transformes.
—¡Qué arrepentido estoy de no haber venido antes! —exclamó Kolia amargamente.
—Sí, ha sido un error. Ya has visto la alegría que le has dado al pobre Iliucha. No puedes imaginarte cómo lo consumía el deseo de que vinieras.
—Calla: no aumentes mi pena... Pero lo tengo bien merecido. No he venido antes por culpa de mi orgullo, de mi egoísmo, de un bajo despotismo que nunca he podido acallar, pese a mi empeño en dominarlo. Ahora me convenzo de que soy un miserable en muchos aspectos.
—Nada de eso; posees excelentes prendas, pero las disfrazas —dijo Aliocha con calurosa franqueza—. Comprendo que hayas influido tan profundamente en ese muchacho de noble corazón y sensibilidad enfermiza.
—No esperaba oírte decir eso —declaró Kolia—. Desde que he llegado aquí, he pensado más de una vez que me despreciabas. Si supieras lo mucho que me importa tu opinión...
—¿Cómo es posible que seas tan desconfiado a tu edad? Hace un momento, viéndote y oyéndote hablar, me decía precisamente que debías de ser muy desconfiado.
—Lo creo. ¡Eres tan sagaz! Sin duda, ha sido cuando estaba refiriendo lo del ganso. Entonces me he dicho que debías de despreciarme profundamente al notar que me esforzaba por aparecer como un desalmado. Entonces te he detestado y he empezado a discursear. Después, cuando ya estábamos aquí y he dicho que si Dios no existía habría que inventarlo, me ha parecido que mi exhibición de cultura ha sido demasiado precipitada, ya que he leído esta frase en alguna parte. Pero te aseguro que no me ha impulsado la vanidad; lo he hecho no sé por qué, dejándome llevar de mi alegría... Sí, creo que mi alegría ha sido la culpable de todo. Claro que no es correcto molestar a las personas porque uno esté contento; esto ya lo sé. Pero también sé, y esto es una compensación para mí, que no me desprecias, que mis temores han sido falsos. ¡Oh, Karamazov! Soy profundamente desgraciado. A veces me imagino, sabe Dios por qué, que todo el mundo se burla de mí, y entonces me siento impulsado a trastornarlo todo.
—Y atormentas a los que te rodean —dijo Aliocha sin dejar de sonreír.
—Cierto, y sobre todo a mi madre. ¿Verdad, Karamazov, que te parezco ridículo?
—¡Eso ni pensarlo! —exclamó Aliocha—. Además, ¿qué es el ridículo? Nadie sabe cuándo un hombre es ridículo o lo parece. Además, actualmente casi todas las personas capacitadas temen demasiado al ridículo, y este temor las hace desgraciadas. Pero me asombra que tú padezcas de este mal que observo desde hace mucho tiempo sobre todo en los adolescentes. Es una especie de locura. El diablo se ha transformado en amor propio para apoderarse de la generación actual. Sí, el diablo —repitió Aliocha sin ironía, aunque Kolia, que lo miraba fijamente, creyó lo contrario—. Tú eres como todos, mejor dicho, como la mayoría. Y no hay que ser como todos.
—Pero si todos son así...
—Aunque todos sean así, tú debes procurar no ser como ellos. Bien mirado, tú no eres como todos, ya que no has vacilado en confesar un defecto, incluso un defecto ridículo. ¿Quién es hoy capaz de eso? Nadie, porque nadie siente la necesidad de condenarse a sí mismo. No seas como nosotros, aunque te quedes solo.
—Así lo haré... Te juzgué certeramente: sabes consolar. ¡Si supieras hasta qué punto me sentía atraído hacia ti, Karamazov! Hacía mucho tiempo que deseaba conocerte. ¿De veras deseabas también tú conocerme a mí? Hace un momento lo has dicho.
—Sí, oía hablar de ti y pensaba en ti... Y si es el amor propio el que te ha llevado a hacer esa pregunta, no importa.
—¿No has observado, Karamazov, que estas explicaciones parecen una declaración de amor? —preguntó Kolia en voz baja y como avergonzado—. ¿No es esto ridículo?
—De ningún modo —repuso Aliocha firmemente y con una radiante sonrisa—. Y aunque fuera ridículo no importaría, puesto que estamos obrando bien.
—Reconoce, Karamazov, que también tú estás un poco avergonzado. Lo veo en tus ojos.
Kolia sonreía, ladino y feliz.
—No sé por qué he de avergonzarme —dijo Aliocha.
—Sin embargo, has enrojecido.
—¡Porque tú me has hecho enrojecer! —exclamó Aliocha riendo y, en efecto, sonrojado. Un tanto aturdido, añadió—: En verdad, estoy un poco avergonzado, pero no sé por qué...
—En este momento te aprecio y te quiero mucho más —exclamó Kolia con vehemencia—, precisamente porque te sonrojas como yo, porque eres como yo.
Sus mejillas echaban fuego; sus ojos centelleaban.
—Oye, Kolia —dijo de pronto Aliocha—,vas a ser muy desgraciado en la vida.
—Lo sé, lo sé —respondió Kolia en el acto—. Todo lo adivinas.
—Sin embargo, la vida, el conjunto de la vida, merecerá tu bendición.
—¡De acuerdo! ¡Magnífico! ¡Eres un profeta! ¡Qué bien vamos a entendernos, Karamazov! ¿Sabes lo que más me gusta de ti? Que me trates como a un igual. Sin embargo, no somos iguales: tú eres superior a mí. Pero nos entenderemos. Hace un mes que me venía diciendo: «O nos haremos amigos enseguida y para siempre, o nos separaremos como enemigos para toda la vida.»
—Pensabas así porque ya me querías.
—Sí, sentía un gran afecto por ti, hasta soñaba contigo. Todo, todo lo adivinas... Mira, ya viene el doctor. Está diciendo algo al capitán. ¡Dios mío, qué cara pone!
CAPITULO VII
Iliucha
El doctor se dirigió a la puerta de la isba, bien envuelto en su abrigo y con el gorro encasquetado. En su semblante se reflejaba una contrariedad que estaba muy cerca de la indignación. Se diría que temía mancharse.
Paseó una mirada por el vestíbulo y la detuvo un momento, severamente, sobre Kolia y Aliocha. Éste hizo una seña al cochero, que acercó el coche a la puerta.