Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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—No quiero ningún buen chico, no quiero ningún otro —murmuró, desesperado, con acento feroz—. «Si lo olvido, Jerusalén, que la lengua se me pegue al paladar...»

No pudo seguir, le faltó la voz y se echó de bruces en un banco de madera que tenía a su lado. Con la cabeza entre los puños empezó a sollozar y gemir, ahogando sus lamentos para que no llegaran a la habitación de Iliucha. Kolia corrió hacia la puerta.

—¡Adiós, Karamazov! —dijo rudamente—. ¿Vendrás tú también?

—Al atardecer, sin falta.

—¿Qué ha dicho de Jerusalén?

—Es una frase inspirada en la Biblia. «Si lo olvido, Jerusalén...». Ha querido decir que si olvida lo que más ama, se le castigue con la muerte.

—Comprendido. No dejes de venir. ¡Vamos, Carillón! —ordenó, furioso, a su perro.

Y se alejó a largos pasos.

LIBRO XI

IVÁN FIODOROVITCH

.

CAPITULO PRIMERO

En casa de Gruchegnka

Aliocha se dirigió a la plaza de la Iglesia, donde vivía Gruchegnka, que aquella mañana le había enviado a Fenia para rogarle que fuera a verla lo antes posible. Aliocha supo por la sirvienta que Gruchegnka estaba agitadísima desde el día anterior.

Durante los dos meses que llevaba Mitia detenido, Aliocha había visitado con frecuencia la casa de Morozov, unas veces por impulso propio y otras atendiendo a los deseos de su hermano. Tres días después del drama, Gruchegnka cayó enferma de gravedad y hubo de guardar cama durante cinco semanas, la primera sin conocimiento.

Gruchegnka había cambiado mucho. Estaba más delgada y había perdido el color. Hasta quince días después de haberse puesto enferma no pudo salir a la calle. Para Aliocha, Gruchegnka estaba entonces más seductora. Durante sus conversaciones con ella, le encantaba que las miradas de los dos se cruzasen. Los ojos de la enferma habían cobrado un matiz de resolución, una expresión serena pero inflexible, que se manifestaba en todo su ser. Entre sus cejas había aparecido un ligero pliegue vertical que daba a su hermoso rostro una expresión reconcentrada y algo severa a primera vista. De su reciente frivolidad no quedaba el menor rastro.

Para asombro de Aliocha, Gruchegnka conservaba la alegría de siempre, a pesar de su infortunio —su compromiso matrimonial con un hombre al que momentos después detendrían como presunto culpable de un crimen horrendo— y pese también a su enfermedad y a que la condena del acusado parecía segura. De su mirada había desaparecido la altivez, para ceder su puesto a una especie de brillante dulzura a la que a veces se mezclaban maléficos resplandores. Esto ocurría cuando la asaltaba cierta inquietud, que, lejos de calmarse, se avivaba en su corazón. La causante del mal era Catalina Ivanovna, a la que Gruchegnka nombraba durante su enfermedad, en los momentos de delirio. Aliocha comprendió que la enferma estaba celosa, aunque Catalina no había visitado ni una sola vez a Mitia en la cárcel, cosa que podía haber hecho perfectamente. Todo esto ponía a Aliocha en un verdadero compromiso. Gruchegnka le confiaba todos sus problemas, cosa que no hacía con nadie, y le pedía consejo tras consejo. A veces, él no sabía qué decirle.

Aliocha llegó a casa de Gruchegnka visiblemente preocupado. Hacía media hora que la joven había vuelto de la prisión, y a él le bastó ver la prisa con que ella se levantaba e iba a su encuentro para deducir que lo estaba esperando con impaciencia.

En la mesa había una baraja y en el diván de cuero arreglado para servir de cama estaba recostado Maximov, enfermo, desfallecido, pero sonriente. Este viejo sin hogar había llegado hacía dos meses de Mokroie con Gruchegnka y no se había separado de ella desde entonces. Después del viaje sobre el barro y bajo la lluvia, se había sentado en el diván, petrificado por el frío y el miedo. Luego había dirigido a Gruchegnka una mirada silenciosa, acompañada de una sonrisa de imploración. La joven, abrumada por el pesar y por la fiebre que ya se había apoderado de ella y dominada por otras preocupaciones, no le hizo caso al principio; pero después, de pronto, le miró fijamente, y él le correspondió con un gesto de turbación y una sonrisa lastimosa. Gruchegnka llamó a Fenia y le dijo que le diera de comer. Durante todo el día, Maximov guardó una inmovilidad casi completa. Al anochecer, Fenia cerró las ventanas y preguntó a su ama:

—¿Ha de quedarse a dormir este señor?

—Sí —respondió Gruchegnka—; hazle la cama en el diván.

Por las respuestas que recibió a sus preguntas, Gruchegnka comprendió que Maximov no tenía adónde ir.

—El señor Kalganov, mi protector, me ha dicho francamente que no volverá a recibirme. Y me ha dado cinco rublos.

—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó Gruchegnka con una sonrisa de compasión.

Esta sonrisa conmovió al viejo, cuyos labios temblaron de emoción. Así fue como Maximov se quedó en casa de Gruchegnka en calidad de parásito. Ni siquiera durante la enfermedad de la joven dejó la casa. Fenia y su abuela —la cocinera— no lo echaron, sino que siguieron dándole de comer y haciéndole la cama en el diván. Gruchegnka se acostumbró a él, y cuando volvía de visitar a Mitia, al que había empezado a ir a ver apenas se repuso de su enfermedad, se entretenía comentando nimiedades con «Maximuchka» para olvidar sus penas. Resultó que el viejo tenía cierto talento narrativo; así que incluso llegó a no poder pasar sin él. Aparte Aliocha, cuyas visitas eran siempre breves, Gruchegnka apenas recibía a nadie. El viejo comerciante Samsonov estaba gravemente enfermo, «se iba», según la expresión que circulaba por la ciudad. Efectivamente, falleció tres días después de verse la causa contra Mitia.

Tres semanas antes de su muerte, presintiendo su próximo fin, Samsonov llamó a sus hijos, que acudieron con sus familias, y les pidió a todos que no se separasen de su lado. Seguidamente ordenó a los domésticos que no permitiesen la entrada a Gruchegnka, en caso de que se presentara con la intención de verle, y que le dijeran de su parte que le deseaba muchos años de vida feliz y que no lo olvidara por completo.

Pero Gruchegnka se limitaba a enviar casi todos los días a preguntar por él.

—¡Al fin has llegado! —exclamó la joven alegremente al ver aparecer a Aliocha—. Maximuchka me ha asustado diciéndome que no vendrías más. No te puedes figurar la falta que me haces. Siéntate. ¿Quieres café?

—Desde luego —repuso Aliocha sentándose—. Estoy hambriento.

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