Los hermanos Karamazov
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Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
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—Yo sospecho que... Le advierto que le hablo como una madre... No, no; todo lo contrario: le hablo como una hija, pues una madre no pinta nada aquí... Mejor dicho, le hablo como le hablaría al staretsZósimo en confesión. La comparación es exacta, ya que acabo de llamarle asceta... Pues bien, he aquí que ese pobre muchacho... ¡Ah, no puedo enojarme con él!... En fin, en una palabra, ese atolondrado creyó..., por lo menos así me parece..., enamorarse de mí. Yo no me di cuenta de ello hasta algún tiempo después, hasta hace un mes aproximadamente. Entonces fue cuando empezó a visitarme con frecuencia. Antes ya nos conocíamos. Total, que yo no sospechaba nada, y de pronto tuve como un relámpago de clarividencia... Ya sabe usted que hace unos dos meses empecé a recibir en mi casa a Piotr Ilitch Perkhotine, ese hombre joven, cortés y modesto que es funcionario y desempeña su cargo en nuestra localidad. Usted se ha encontrado con él más de una vez. ¿Verdad que es un hombre inteligente y que va siempre bien vestido? A mí me encanta la juventud, Aliocha, cuando en ella se reúnen las dos cualidades de talento y modestia, como en usted... Perkhotine es poco menos que un hombre de Estado; hay que ver cómo habla. Lo recomendaría a cualquiera sin vacilar. Es un futuro diplomático. Aquel fatídico día casi me salvó la vida al venir a verme por la noche. En cambio, Rakitine va siempre arrastrando sus pesados zapatos por las alfombras... Bueno, el caso es que un día empezó a hacer ciertas alusiones. Una vez, mientras charlábamos, me apretó la mano con fuerza. Desde entonces tengo el pie malo. Ya se había encontrado con Piotr Ilitch en mi casa, y siempre, no sé por qué, sin motivo alguno, hablaba mal de él, lo censuraba implacablemente. Yo me limitaba a observarlos a los dos, riendo para mis adentros y preguntándome cómo terminaría la cosa. Un día en que me hallaba sola, más que sentada, echada, Mikhail Ivanovitch vino a verme, ¿y sabe usted lo que me trajo? Unos versos. Eran muy cortos y se referían a la enfermedad de mi pie. Escuche... ¿Cómo eran?... Me parece que...
»Ese piececito encantador
está un poco hinchado...
»o algo parecido. No me acuerdo bien. Los tengo allí; ya se los enseñaré. Son muy bonitos. No hablan de mi pie solamente. Son muy decentes y tienen un algo delicioso que en este momento no recuerdo. En fin, que son dignos de figurar en un álbum. Naturalmente, le di las gracias, y él se sintió halagado. Aún no había terminado de dárselas, cuando entró Piotr Ilitch. Mikhail Ivanovitch se puso tan sombrío como la noche. Advertí que Piotr Ilitch le molestaba. Mikhail Ivanovitch quería decirme algo, no cabía duda, después de leerme los versos..., sí, lo presentí, y he aquí que en ese momento entra Piotr Ilitch. Yo mostré a éste los versos sin decir de quién eran, pero él lo supuso en el acto, estoy segura, aunque lo ha negado siempre. Piotr Ilitch se echó a reír y empezó a criticar. Los versos eran malos; parecían escritos por un seminarista audaz. Entonces su amigo, en vez de echarse a reír, se encolerizó. ¡Dios mío, creí que iban a llegar a las manos!
»—Son míos —dijo el autor—. Los he escrito por puro entretenimiento, pues a mí me parece ridículo escribir versos... Pero éstos son buenos. Se quiere levantar una estatua a Pushkin por haber cantado los pies de las mujeres. Mis versos tienen un matiz moral. Usted, en cambio, no es más que un reaccionario, un ser refractario al progreso de la humanidad, ajeno a la evolución de las ideas, un burócrata que toma propinas.
»Entonces yo empecé a gritar, a suplicarles que se reportaran. Piotr Ilitch, bien lo sabe usted, no es un hombre asustadizo. Adoptó una actitud digna, lo miró irónicamente y le presentó excusas.
»—Ignoraba que fuera usted el autor —le dijo—. De lo contrario, me habría expresado de otro modo: habría alabado sus versos. Sé que los poetas son personas irascibles.
»En resumen, ironías expresadas con toda seriedad. Él mismo me confesó más tarde que ironizaba, pero yo me dejé engañar. Entonces yo estaba echada como estoy ahora y pensaba: “¿Debo poner en la calle a Mikhail Ivanovitch por las palabras groseras que, ha dirigido a un amigo mío en mi casa?” Puede creerme: estaba echada, con los ojos cerrados y sin conseguir tomar una decisión. Estaba desesperada, mi corazón latía con violencia. ¿Debía gritar o no debía gritar? Una voz me decía: “Grita.” Y otra me aconsejaba: “No grites.” Apenas oí esta segunda voz, empecé a gritar. Después perdí el conocimiento. Naturalmente, fue una escena espantosa. De pronto me levanté y dije a Mikhail Ivanovitch:
»—Lo lamento mucho, pero no quiero volver a verlo en mi casa.
»Éstas fueron las palabras con que lo puse en la calle. ¡Oh, Alexei Fiodorovitch! Sé muy bien que obré mal. Mentí: yo no estaba enojada contra él. Le despedí porque me pareció que la escena era muy apropiada a la situación... Desde luego, fue una escena muy natural, pues yo lloraba de veras, e incluso estuve varios días llorando. Al fin, un día después del desayuno me olvidé de todo. Hacía dos semanas que su amigo había dejado de visitarme. Yo me preguntaba: “¿Será posible que no vuelve más?” Esto fue ayer. Y he aquí que ayer mismo, por la tarde, recibí este ejemplar de Rumores. Lo leí y me quedé boquiabierta. ¿De dónde habría salido la noticia?... ¡De él! Apenas volvió a su casa, escribió esto y lo mandó al periódico. Reconozco que hablo atolondradamente, Aliocha; pero no lo puedo remediar...
—Se me va a hacer tarde para ir a ver a mi hermano —balbució Aliocha.
—Eso me recuerda una pregunta que quería hacerle. Dígame: ¿qué es la obsesión?
—¿A qué obsesión se refiere? —preguntó Aliocha, sorprendido.
—A la obsesión judicial, esa obsesión que da lugar a que todo se perdone. Cualquiera que sea el delito que uno comete, se le perdona.
—¿Por qué me hace esa pregunta?
—Se lo explicaré. Esa Katia es una criatura encantadora, pero ignoro de quién está enamorada. Estuvo aquí el otro día y no lo pude averiguar. Se limita a hablar en términos generales y especialmente de mi salud. Incluso adopta cierto tonillo afectado. Y yo me he dicho: «¡Alabado sea Dios!»... Bueno, volvamos a la obsesión. Ya sabe que ha venido de Moscú un doctor. Tiene que saberlo, puesto que lo ha traído usted... No, no: lo ha traído Katia. ¡Ah, siempre esa Katia! Bueno, a lo que íbamos. Un hombre es normal, pero de pronto sufre una obsesión; su lucidez era completa, se daba perfecta cuenta de sus actos, pero sufre una obsesión. Pues bien, esto es seguramente lo que le ha ocurrido a Dmitri Fiodorovitch. Es un descubrimiento y una ventaja de la nueva justicia. Ese doctor vino a visitarme y me hizo una serie de preguntas relacionadas con la noche fatídica, o sea sobre las minas de oro. «¿Cómo estaba entonces el acusado?» Yo le dije que no cabía duda de que estaba bajo los efectos de una obsesión. Esto era seguro, pues gritaba: «¡Quiero dinero, quiero dinero! ¡Deme tres mil rublos!» Y después se marchó y cometió el asesinato. «¡No quiero matar! ¡No quiero matar!», decía. Y, sin embargo, mató. Pero, aunque tratara, se le perdonará por su deseo de no matar.
—Es que él no mató —replicó en el acto Aliocha, cuya agitación e impaciencia iban en aumento.
—Ya lo sé. El asesino fue el viejo Grigori.