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Habla memoria

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Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
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Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

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«L'air transparent fait monter de la plaine...», cantaba con su voz de tenor alto, sentado al blanco piano de nuestra casa de campo; y si en ese momento me encontraba regresando apresuradamente hacia mi casa por las arboledas adyacentes (poco después de haber visto su alegre sombrero de paja, y el busto forrado de terciopelo negro de su guapo cochero en perfil asirio, extendidos los brazos de escarlatas mangas, deslizándose por encima del borde superior del seto que separaba el parque de la avenida) los quejumbrosos sonidos.

Un vol de tourterelles strie le ciel tendre,

Les chrysanthémes se parent pour la Toussaint

nos llegaban a mí y a mi verde cazamariposas hasta el sendero fresco y tembloroso, al final del cual había una panorámica de arena rojiza y la esquina de nuestra recién repintada casa, del color de las pinas jóvenes de abeto, con la ventana del salón abierta por la que salía la herida música.

7

Parece que durante toda mi vida y con el mayor celo he estado realizando el acto de recordar vivamente algún fragmento del pasado, y tengo motivos para creer que esta casi patológica agudización de la facultad retrospectiva es un rasgo hereditario. Había cierto rincón del bosque, un puentecillo que cruzaba un pardo riachuelo, en donde mi padre hacía una piadosa pausa para recordar la rara mariposa que, el 17 de agosto de 1883, cazó para él su preceptor alemán. La escena ocurrida treinta años atrás era revivida otra vez de punta a cabo. El y sus hermanos se habían detenido bruscamente, desvalidos y excitados ante la aparición del codiciado insecto, que se había posado sobre un tronco muerto y hacía subir y bajar, como si respirase en estado de alerta, sus cuatro alas rojo cereza con una mancha ocular payoniana en cada una de ellas. En tenso silencio, sin atreverse a proyectar él mismo su cazamariposas, se lo dio a herrRogge, que tanteaba el aire para cogerlo mientras su mirada permanecía fija en la espléndida mariposa. Mi vitrina heredó ese espécimen al cabo de un cuarto de siglo. Un detalle conmovedor: las alas se le habían «encogido» por culpa de que la sacaron de la tabla de secado antes de hora.

En una villa que alquilamos el verano de 1904 con la familia de mi tío Ivan de Peterson en el Adriático (se llamaba «Neptuno» o «Apolo»; todavía puedo identificar su torre almenada y pintada de color canela en las fotos antiguas de Abbazia), cuando yo tenía cinco años, estaba un día soñando despierto en mi cama después de comer cuando me puse boca abajo y, con todo el cuidado, el cariño y la desesperación, de un modo artístico y detallado que era difícil de conciliar con el ridículamente corto número de temporadas que habían llegado a formar la inexplicablemente nostálgica imagen de «mi casa» (que no había visto desde septiembre de 1903), dibujé con el índice, sobre la almohada, el camino carretero que subía hasta la casa de Vyra, con la escalera de piedra a la derecha, el esculpido respaldo de un banco a la izquierda, el paseo de robles jóvenes que comenzaba al otro lado del seto de madreselva, y una herradura recién forjada, un ejemplar de coleccionista (mucho más grande y brillante que esas otras tan herrumbrosas que solía encontrar en la playa), centelleando en el polvo rojizo de la avenida. El recuerdo de este recuerdo tiene sesenta años más que este último, pero es mucho menos raro. Una vez, en 1908 o 1909, tío Ruka se entusiasmó por la lectura de unos libros franceses para niños que había encontrado casualmente en nuestra casa; con un gemido de éxtasis, localizó un fragmento que le había encantado de pequeño, y que empezaba así: «Sophie n'était pas jolie...», y al cabo de muchísimos años mi propio gemido repitió el suyo como un eco, con ocasión de haber vuelto a descubrir, en unas habitaciones infantiles, y por azar, aquellos mismos volúmenes de la «Bibliothèque Rose», con sus historias de niños y niñas que vivían en Francia una idealizada versión de la vie de châteauque mi familia llevaba en Rusia. Los relatos en sí ( Les Malheurs de Sophie, Les Petites Modeles, Les Vacancesy todos los demás) son, tal como ahora he nodido comprobar, una espantosa mezcla de afectación y vulgaridad; pero la sentimental y presumida Mme. de Segur, née Rostopchine, no hacía otra cosa al escribirlos que afrancesar el verdadero ambiente de su infancia rusa, que precedió la mía exactamente en un siglo. En mi propio caso, cuando vuelvo a encontrarme con los problemas de Sophie —sus despobladas cejas y su pasión por la nata— no sólo experimento el mismo dolor y el mismo placer que mi tío, sino que además tengo que sobrellevar una carga adicional: el recuerdo que conservo de él, en el momento en que revivió su propia infancia con ayuda de estos mismos libros. Vuelvo a ver nuestra aula de Vyra, las rosas azules del empapelado, la ventana abierta. El reflejo de ésta llena por completo el espejo ovalado que se encuentra encima del diván de cuero en el que está sentado mi tío, recreándose en un libro muy deteriorado. Cierta sensación de seguridad, de bienestar, de calor veraniego empapa mi memoria. Aquella robusta realidad convierte el presente en un fantasma. El espejo rebosa de luminosidad; un abejorro acaba de penetrar en la habitación y choca contra el techo. Todo es tal como debería ser, nada cambiará jamás, nadie morirá nunca.

CAPITULO CUARTO

1

El tipo de familia rusa al que yo pertenecía —un tipo actualmente extinguido— tenía, entre otras virtudes, una tradicional afición a los confortables productos de la civilización anglosajona. El jabón Pears, negro como el alquitrán cuando estaba seco, y parecido al topacio cuando lo alzabas a la luz entre tus dedos húmedos, se encargaba de la higiene matutina. Nada tan agradable como el peso menguante de la bañera plegable inglesa cuando le sacabas su labio inferior para que vomitase por allí su espumoso contenido. «No podíamos mejorar la pasta —decía el dentífrico inglés—, de modo que hemos mejorado el tubo.» A la hora del desayuno, el Golden Syrup importado de Londres envolvía con sus brillantes anillos la cucharilla, después de que ésta hubiera dejado una porción de melaza en el pan con mantequilla ruso. De la English Shop de la Avenida Nevski nos llegaban toda clase de agradables y dulces artículos: pasteles de frutas, sales de olor, barajas, rompecabezas, americanas a listas, pelotas de tenis tan blancas como el talco.

Aprendí a leer inglés antes de saber leer en ruso. Mis primeros amigos ingleses fueron los cuatro simplones personajes de mi gramática: Ben, Dan, Sam y Ned. Solía haber terribles embrollos en relación con sus identidades y los lugares en donde se encontraban: «¿Quién es Ben?»; «Este es Dan»; «Sam está en la cama», y así sucesivamente. Aunque todo resultaba envarado y fragmentario (el autor se había visto obligado a utilizar, en las primeras lecciones, palabras de no más de tres letras), mi imaginación logró, no sé cómo, obtener los datos necesarios. Con sus rostros macilentos, sus largos miembros, su silenciosa imbecilidad, su orgullo por la posesión de ciertas herramientas («Ben tiene un hacha»), avanzan ahora a la deriva, deslizándose en cámara lenta, por el más remoto telón de foro de la memoria; y, como el loco alfabeto de los oculistas, las letras de mi gramática se elevan portentosas ante mí.

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