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Habla memoria

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Habla memoria
Название: Habla memoria
Дата добавления: 15 январь 2020
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Habla memoria - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»

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Uno de los más felices recuerdos adolescentes de mi madre fue el del viaje que hizo un verano con su tía Praskovia a la península de Crimea, donde su abuelo paterno tenía una finca cerca de Feodosia. Su tía y ella salieron a dar un paseo con él y con otro anciano caballero, Ayvazovski, el conocido pintor de marinas. Mi madre recordaba que el pintor dijo (tal como había sin duda dicho en otras muchas ocasiones) que en 1836, durante una exposición de pintura en San Petersburgo, vio a Pushkin, «un feo tipejo bajito con una esposa alta y guapa». Eso ocurrió más de medio siglo antes, cuando Ayvazovski era estudiante de bellas artes, y menos de un año antes de la muerte de Pushkin. Mi madre recordaba también la pincelada que, con su propia paleta, añadió la naturaleza: la marca blanca dejada por un pájaro en el gris sombrero de copa que llevaba el pintor. Tía Praskovia, que la acompañaba, era la hermana de su madre, y estaba casada con el famoso sifilólogo V. M. Tarnovski (1839-1906), y era también médica y autora de obras sobre psiquiatría, antropología y política social. Un atardecer, en la villa que tenían los Ayvazovski cerca de Feodosia, tía Praskovia invitó a cenar al doctor Anton Chekhov, a quien, durante el transcurso de una conversación sobre medicina, ofendió. Ella era una mujer muy erudita, muy amable, y muy elegante, y resulta difícil imaginar cómo pudo exactamente haber provocado el estallido increíblemente tosco que Chekhov se permite tener en una carta dirigida a su hermana, que fue publicada el 3 de agosto de 1888. Tía Praskovia, o tía Pasha, como la llamábamos nosotros, nos visitaba a menudo en Vyra. Tenía una forma encantadora de saludarnos cuando entraba en las habitaciones de los niños y pronunciaba un sonoro «Bonjour les enfants!» Murió en 1910. Mi madre estaba junto a su lecho de muerte, y las últimas palabras de tía Pasha fueron:

—Qué interesante. Ahora lo entiendo. Todo es agua, vsyovoda.

Vasiliy, el hermano de mi madre, era miembro del cuerpo diplomático, pero no se lo tomaba tan en serio como mi tío Konstantin. Para Vasiliy Ivanovich aquello no era una carrera sino un más o menos plausible ambiente. Sus amigos italianos y franceses, igualmente incapaces de pronunciar su largo apellido ruso, lo redujeron a «Ruka» (con acento en la última sílaba), que le sentaba mucho mejor que su nombre entero. Tío Ruka me parecía en mi infancia formar parte del mundo de los juguetes, los alegres libros ilustrados, y los cerezos cargados de relucientes frutos negros: había construido un invernadero de cristal para todo un huerto situado en un rincón de su finca campestre, que estaba separada de la nuestra por el serpenteante río. Durante el verano, casi todos los días, a la hora del almuerzo, veíamos su coche cruzando el puente y luego acelerando hacia nuestra casa siguiendo un seto de jóvenes abetos. Cuando yo tenía ocho o nueve años, todos y cada uno de los días me sentaba sobre sus rodillas cuando terminaba de comer, y (mientras un par de criados despejaban la mesa en el vacio comedor) él me acariciaba, canturreando y diciendo extrañas palabras cariñosas, y yo sentía vergüenza ajena por él ante los criados, y me sentía muy aliviado cuando mi padre, desde la terraza, le llamaba: «Basile, on vous attend». Una vez fui a buscarle a la estación (debía de tener yo once o doce años) y, cuando se apeaba del largo coche cama internacional, me lanzó una mirada y dijo:

—Qué cetrino y feo ( jaune et laid) te has vuelto, pobrecito.

El día de mi decimaquinta onomástica, se me llevó a un lado y con su francés brusco, preciso y un tanto anticuado me informó que pensaba nombrarme su heredero.

—Y ahora ya puedes irte —añadió—, l'audience est finie. Je n'ai plus rien a vous dire.

Le recuerdo como un hombre flaco y pulcro de tez oscura, ojos verdegrís moteados de manchitas color herrumbre, oscuro y boscoso mostacho, y móvil nuez que asomaba conspicuamente por encima del pasador con un ópalo y una serpiente de oro que sostenía el nudo de su corbata. También llevaba ópalos en los dedos y en los gemelos. Una cadenilla de oro ceñía su frágil y peluda muñeca, y solía llevar un clavel en el ojal de su traje de verano de color gris paloma, gris rata o gris plateado. Yo sólo le veía en verano. Tras una breve estancia en Rozhestveno regresaba a Francia o Italia, a su castillo (llamado Perpigna) cerca de Pau, a su villa (llamada Tamarindo) cerca de Roma, o a su adorado Egipto, desde donde me enviaba postales (palmeras y sus reflejos, puestas de sol, faraones con las manos apoyadas en las rodillas) escritas con su gruesa letra. Luego, al llegar otra vez junio, cuando la fragante cheryomuha(variante europea del cerezo aliso, o simplemente «racemosa», tal como la bautizo en mi obra sobre el «Onegin») estaba en plena y espumosa floración, su bandera personal era izada en lo alto de su bella casa de Rozhestveno. Viajaba con media docena de enormes baúles, sobornaba al Nord-Express para que hiciese una parada especial en nuestra pequeña estación campestre, y tras prometerme un maravilloso regalo, avanzaba con sus pequeños pies de remilgado paso calzados con zapatos blancos de tacón bastante alto hasta el árbol más próximo, le arrancaba una hoja, me la ofrecía y decía:

— Pour mon neveu, la chose la plus belle du monde: une feuille verte.

O bien me traía solemnemente de Norteamérica la colección del Foxy Grandpa, y la de Buster Brown, un olvidado muchacho de traje rojizo: mirando detenidamente se veía que el color era en realidad un denso amontonamiento de puntos rojos. Cada episodio terminaba con una tremenda paliza para Buster, administrada por su Mamá, mujer de cintura de avispa pero muy fuerte, que utilizaba una zapatilla, un cepillo del pelo, un frágil paraguas, cualquier cosa —hasta la cachiporra de un servicial policía—, y arrancaba nubes de polvo de las posaderas del pantalón de Buster. Como a mí no me han azotado nunca, aquellos dibujos me daban la misma impresión que cualquier otra extraña y exótica tortura como, por ejemplo, aquel enterramiento hasta la barbilla en la tórrida arena del desierto de un infeliz de ojos desorbitados, que vi en la portada de un libro de Mayne Reid.

4

Tío Ruka llevó al parecer una vida ociosa y curiosamente caótica. Su carrera diplomática era muy poco clara. Se enorgullecía, sin embargo, de ser un experto en la descodificación de mensajes cifrados en cualquiera de los cinco idiomas que conocía. Un día le sometimos a una prueba, y en un abrir y cerrar de ojos transformó la frase «5.13 24.11 13.16 9.13.5 5.13 24.11» en los primeros versos de un famoso monólogo de Shakespeare.

Vestido con una chaqueta rosa, cabalgaba tras los lebreles en Inglaterra o Italia; envuelto en un abrigo de piel, intentó hacer en coche el recorrido de San Petersburgo a Pau; cubiertos los hombros por una capa de las de ir a la ópera, estuvo a punto de perder la vida en un accidente de aviación ocurrido en una playa cerca de Bayona. (Cuando le pregunté cómo se lo había tomado el piloto del destrozado Voisin, tío Ruka se lo pensó un momento y luego contestó con absoluto aplomo: «II sanglotait assis sur un rocher.») Cantaba barcarolas y tonadillas de moda ( «Ils se regardent tous deux, en se mangeant les yeux... » «Elle est morte en Février, pauvre Colinette!... » «Le soleil rayonnait encore, j'ai voulu revoir les grands bois...», y decenas más). También escribía música, de tipo dulzón y sentimental, y versos en francés, que curiosamente se podían medir como yámbicos ingleses o rusos, y caracterizados por su principesco desdén por las facilidades que ofrece la emuda. Era un extraordinario jugador de poker.

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