Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Como tartamudeaba y le costaba pronunciar las labiales, le cambió el nombre a su cochero, que de llamarse Pyotr pasó a ser Lev; y mi padre (que siempre le trataba con cierta mordacidad) le acusó de tener mentalidad de esclavista. Aparte de esto, su forma de hablar era una quisquillosa combinación de francés, inglés e italiano, idiomas que hablaba infinitamente mejor que su lengua materna. Cuando recurría al ruso, siempre cometía equivocaciones, o bien canturreaba alguna expresión especialmente castiza o incluso folklórica, como aquellas veces que en la mesa, soltando un tremendo suspiro (porque siempre tenía motivos de queja: un ataque de fiebre del heno, la muerte de un pavo real, la pérdida de un borzoi):
— Je suis triste et seul comme une bylinka v pole[tan triste y solitario como una «hoja de hierba en un campo»].
Siempre repetía que padecía una afección cardíaca incurable y que, cuando tenía los ataques, sólo conseguía cierto alivio tendiéndose en el suelo. Nadie le tomaba en serio, y después de que muriese de una angina de pecho, encontrándose solo, en París, a finales de 1916, y con cuarenta y cinco años de edad, todos recordamos con una especial punzada de dolor aquellos incidentes que solían producirse en el salón, después de comer, cuando el criado entraba desprevenido con el café turco, mi padre miraba (con burlona resignación) a mi madre, y luego (con desaprobación) a su cuñado, que yacía tendido con las piernas y los brazos abiertos en mitad del camino del criado, y después (con curiosidad) a la graciosa vibración que estremecía el servicio de café que sostenía en la bandeja el criado con sus manos enguantadas.
De otros y más extraños tormentos que le asediaron en el curso de su breve vida, buscó alivio —si es que entiendo correctamente estos asuntos— en la religión, primero en ciertos ramales sectarios de origen ruso, y al final en la iglesia católica. La suya era una de esas pintorescas neurosis que suelen ir acompañadas de la genialidad, pero no en su caso, y de ahí su búsqueda de una sombra viajera. Durante su juventud fue objeto de una intensa antipatía por parte de su padre, aristócrata campestre de la vieja escuela (cacerías de osos, un teatro particular, unos pocos cuadros de viejos maestros rodeados de un buen montón de porquerías), cuyo incontrolable mal carácter llegó a constituir, según los rumores, una auténtica amenaza para la vida del muchacho. Mi madre me habló más adelante de la tensión que se vivió en la Vyra de su adolescencia, de lo atroces que fueron las escenas que se desarrollaban en el despacho de Ivan Vasilievich, una sombría habitación de una esquina de la casa que daba a un viejo pozo con una herrumbrosa rueda de bombeo bajo cinco chopos lombardos. Nadie, aparte de mí, utilizó esa habitación. Yo guardaba mis libros y mis tablas de secado en sus negros estantes, y posteriormente induje a mi madre a que trasladara parte de los muebles de ese cuarto a mi pequeño y soleado estudio del lado del jardín, y hasta allí llegó tambaleante, una mañana, aquel tremendo escritorio, sobre cuyo forro de cuero negro no había más que un enorme abrecartas curvado, una auténtica cimitarra de marfil amarillo hecha con el colmillo de un mamut.
Cuando a finales de 1916 murió tío Ruska, me dejó lo que en la actualidad ascendería a un par de millones de dólares, más su finca campestre, con su mansión de blancas columnas en lo alto de una verde y escarpada colina, y sus ochocientas hectáreas de bosques y turberas. La casa, me han dicho, seguía en pie el año 1940, nacionalizada pero fría y distante, convertida en una pieza de museo para cualquier turista que busque paisajes por la carretera de San Petersburgo a Luga que pasa a sus pies, atraviesa el pueblo de Rozhestveno y cruza los diversos brazos del río. Debido a sus islas flotantes de nenúfares y a sus brocados de algas, el bello Oredezh tenía en este punto un aire festivo. Bajando un poco más por su curso sinuoso, allí donde los aviones zapadores salen disparados de sus agujeros de la elevada orilla roja, sus aguas se adornaban con los reflejos de altos y románticos abetos (los primeros márgenes de Vyra); más abajo todavía, el interminablemente tumultuoso fluir de un molino daba al espectador (acodado en la barandilla) la sensación de estar retrocediendo interminablemente, como si se encontrara en la popa del mismísimo tiempo.
5
Este párrafo no es para el lector en general, sino para el idiota en particular que, porque ha perdido su fortuna en alguna quiebra, cree comprenderme.
Mi antigua (desde 1917) querella con la dictadura soviética no tiene relación alguna con asuntos de propiedad. Mi desprecio para el emigréque «odia a los rojos» porque le «robaron» su dinero y sus tierras no puede ser más absoluto. La nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es el dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida.
Y finalmente: me reservo para mí mismo el derecho de añorar un nicho ecológico:
... Bajo el cielo
De mi América,
en donde suspirar
Por un lugar de Rusia.
El lector en general puede ahora continuar.
6
Estaba aproximándome a los dieciocho años; luego ya tenía más de dieciocho años; los amoríos y la escritura de poemas ocupaban la mayor parte de mis ratos libres; las cuestiones materiales me dejaban indiferente, y, de todos modos, vista contra el telón de foro de nuestra prosperidad, ninguna herencia podía llamar mucho la atención; y, sin embargo, cuando vuelvo la vista atrás para mirar hacia el otro lado del abismo transparente, me resulta extraño y un poco desagradable pensar que, durante el breve año en el que poseí esa fortuna personal, estuve demasiado absorto en los placeres corrientes de la juventud —una juventud que perdía rápidamente su primer e inusual fervor— tanto para extraer ninguna satisfacción especial de la herencia como para experimentar fastidio alguno cuando la Revolución Bolchevique la abolió de la noche a la mañana. Este recuerdo me produce la sensación de no haberle sido agradecido a mi tío Ruka; de haber participado en esa actitud general de sonriente superioridad que solían adoptar hacia él incluso aquellos que más le apreciaban. Sólo con el más profundo rechazo me obligo a recordar los comentarios sarcásticos que MonsieurNoyer, mi preceptor suizo (por lo demás, un alma amabilísima), solía hacer en relación con la mejor composición de mi tío, un romance de cuya letra y música era autor. Un día, en la terraza de su castillo de Pau, con los ambarinos viñedos al pie y las purpúreas montañas a lo lejos, en una época en la que se sentía asendereado por el asma, las palpitaciones, los temblores y una excoriación proustiana de los sentidos, se débattant, por así decirlo, bajo el impacto de los colores otoñales (descritos en sus propias palabras como una «chapelle ardente de feuilles aux tons violents»), de las lejanas voces del valle, de una bandada de palomas que estriaban el delicado cielo, compuso ese romance (y la única persona que se aprendió de memoria la música y todos los versos fue mi hermano Sergey, en quien él apenas si se fijó nunca, que también tartamudeaba y que ahora también ha muerto).