Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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Junto a él estaba su ayuda de cámara, Semión Chekmar, jinete veterano, pero ahora poco ágil. Sujetaba con una cadena a tres dogos magníficos, adiposos como el amo y el caballo. Otros dos perros, viejos y listos, que no iban con la jauría, se echaron al suelo; cien pasos más allá, en el lindero, estaba otro palafrenero del conde, Mitka, cazador entusiasta y jinete apasionado. Siguiendo su vieja costumbre, el conde bebió vodka en una copita de plata, después tomó unos entremeses y los acompañó con media botella de su burdeos favorito.
Iliá Andréievich estaba algo sonrosado a causa del vino y de la carrera. Sus ojos, húmedos, tenían un brillo especial. Envuelto en la pelliza de piel y montado en su caballo, parecía un niño a quien se saca de paseo.
Terminada su misión, Chekmar, flaco y de mejillas hundidas, lanzaba frecuentes ojeadas a su amo, con quien había convivido treinta años, sin que nada turbase sus relaciones de cariño y entendimiento; se daba cuenta de su buen estado de ánimo y esperaba mantener con él una conversación agradable. Un tercer personaje se acercó con cautela desde el bosque (se notaba que lo tenía bien aprendido) y se detuvo detrás del conde. Era un viejo de barba blanca, con un abrigo de mujer y un alto gorro. Se trataba del bufón, al que todos llamaban Nastasia Ivánovna.
—¡Ten cuidado, Nastasia Ivánovna! Si espantas a la loba, Danilo te hará pasar un mal rato— dijo a media voz el conde, guiñando un ojo.
—Tampoco yo soy manco— replicó Nastasia Ivánovna.
—¡Chitón!— impuso silencio el conde; y volviéndose a Semión. —¿Has visto a Natalia Ilínichna? ¿Dónde está?
—Con Piotr Ilich, cerca de los matorrales de Zhárov— sonrió Semión. —Es una dama, pero entiende mucho de caza.
—Te habrá sorprendido su manera de montar... ¿eh?— dijo el conde. —Nada tiene que envidiar a un hombre.
—¡Ya lo creo! Es muy valiente y diestra.
—¿Y dónde está Nikolái? ¿En Ladov?— siguió preguntando el conde, en voz baja.
—Así es. Él ya sabe dónde ponerse. Conoce tan bien la caza que, a veces, Danilo y yo nos quedamos admirados— comento Semión, sabiendo cómo agradar al amo.
—Monta bien, ¿eh? ¡Y qué apostura la suya!
—¡Para pintar un cuadro! Hace poco, cuando perseguía un zorro en los matorrales de Zavárzino, aventajó a todos. ¡Era una maravilla mirarlo! El caballo vale mil rublos, pero el jinete no tiene precio. ¡Habría que buscar mucho para encontrar un caballero como él!
—Como él...— repitió el conde, visiblemente descontento de que el discurso de Semión se hubiera terminado tan pronto. —Como él...— y levantando el faldón de su pelliza sacó la tabaquera.
—Y cuando salía de misa con su uniforme de gala, Mijaíl Sídorovich...
Semión no terminó. Se oyeron en el aire tranquilo los ladridos de dos o tres perros y el grito de los cazadores.
Semión inclinó la cabeza, se quedó a la escucha e hizo una señal al amo.
—Han dado con ella— murmuró. —La llevan a Ladov.
El conde se olvidó de borrar de su rostro la sonrisa y miró hacia el lugar de los ruidos, con la tabaquera en la mano y sin tomar rapé. Después del ladrido de los perros se oyó el ronco cuerno de caza de Danilo, que avisaba la presencia del lobo. Toda la jauría se había unido a los tres primeros perros y un prolongado aullido les dio a conocer que ya iban cerca. Los ojeadores ya no buscaban la fiera, se limitaban a gritar, excitando a los perros. Todas las voces eran dominadas por la de Danilo, tan pronto grave como aguda y estridente, que parecía llenar el bosque y extenderse a lo lejos por el campo.
El conde y su palafrenero escucharon en silencio unos segundos y comprendieron que la jauría se había dividido en dos grupos: uno grande, que aullaba con un ardor inusitado y se alejaba cada vez más, mientras que el otro corría a lo largo del bosque, enfrente de donde ellos estaban; en este segundo grupo se oía la voz de Danilo. Esa voz, así como los ladridos de ambos grupos, se confundieron en la lejanía. Semión suspiró y se inclinó para arreglar una correa en la que se había enredado un perro joven. También el conde suspiró; después, dándose cuenta de que tenía en la mano la tabaquera, la abrió y tomó rapé.
—¡Atrás!— gritó Semión a un perro que había salido del lindero.
El conde dio un respingo y dejó caer la tabaquera. Nastasia Ivánovna corrió a cogerla.
El conde y Semión se le quedaron mirando.
De pronto, el ruido y los gritos se acercaron con inusitada rapidez; los ladridos de los perros y las voces de Danilo parecían resonar delante de ellos mismos.
El conde se volvió y vio a su derecha a Mitka, que lo miraba, con los ojos desorbitados, y le indicaba con el gorro que mirase adelante, hacia la otra parte.
—¡Cuidado!— exclamó sin poderse contener más. Y aguijó al caballo, lanzando los perros en dirección al conde.
El conde y Semión abandonaron la linde y vieron a la izquierda al lobo, que, a pequeños saltos, se acercaba a ellos. Los perros aullaron furiosos soltándose de las correas y se lanzaron hacia el lobo pasando entre las patas de los caballos.
La fiera detuvo un instante su carrera. Volvió pesadamente, como si padeciese angina de pecho, su alargada cabeza hacia los perros y después, con el mismo balanceo, dio un salto, seguido de otro, y, moviendo la cola, desapareció en el bosque. Simultáneamente, con un aullido quejumbroso, surgieron uno, dos, tres perros, y toda la jauría corriendo a través del campo detrás de la bestia. A continuación de los perros se abrieron las matas de avellanos y apareció el caballo ennegrecido por el sudor. Danilo iba hecho una pelota, inclinado hacia adelante, sin gorro, con los blancos cabellos alborotados sobre un rostro encendido y sudoroso.
—¡Busca! ¡Busca!— gritaba. Cuando se dio cuenta de la presencia del conde, sus ojos relampaguearon.
—¡Mié...!— gritó, amenazándolo con la fusta en alto. —¡Han dejado escapar al lobo! ¡Menudos cazadores!
Y sin dignarse seguir hablando con el contuso y asustado conde con más palabras, descargó, con toda la rabia concentrada contra el amo, un fustazo sobre el flanco bañado en sudor de su cabalgadura y salió al galope detrás de los perros. El conde, como un niño castigado, miró en derredor, tratando de provocar con una sonrisa la compasión de su montero. Pero Semión no estaba allí. Daba la vuelta a los arbustos tratando de sacar fuera al lobo. Los ojeadores acosaban también a la bestia por otras partes, pero el fiero animal se escabulló entre los matorrales y ningún cazador consiguió cortarle el paso.
V
Entretanto, Nikolái Rostov seguía en su puesto esperando al lobo. Comprendía lo que estaba sucediendo en el bosque por el ladrido de los perros y las voces de los ojeadores, que indicaban la cercanía o lejanía del animal. Sabía que en el coto había lobos jóvenes y viejos, que los perros estaban divididos en dos jaurías y perseguían a la bestia por algún sitio y que había ocurrido algo desagradable. A cada momento esperaba la aparición del lobo. Hacía mil suposiciones sobre la dirección que traería y sobre el modo de atacarlo. La esperanza sucedía a la desesperación. Pidió a Dios varias veces que el lobo se pusiera a su alcance; lo imploró con una mezcla de fervor y vergüenza, como hacen las personas que rezan en un instante de gran emoción pero por un motivo ínfimo. "¿Qué te costaría concederme este favor? —decía a Dios—. Hazlo por mí. Sé que eres grande y que cometo un pecado al pedírtelo; pero, Dios mío, haz que un lobo viejo venga hacia aquí y que, ante los ojos de mi tío que nos está mirando desde allá, Karaile salte al cuello y lo mate.” Mil veces, en esa media hora, recorrieron los ojos de Rostov, obstinados, tenaces e inquietos, la linde del bosque, con sus dos solitarios robles que extendían las ramas sobre un macizo de pobos, el barranco, con sus orillas erosionadas por el agua, el gorro del tío, que sobresalía apenas entre los arbustos de la derecha.