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Guerra y paz

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Guerra y paz
Название: Guerra y paz
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Guerra y paz читать книгу онлайн

Guerra y paz - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.

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—Ya ves— decía la condesa, enseñando a su hijo una carta del príncipe Andréi, con esa oculta hostilidad de cada madre hacia la futura felicidad conyugal de su hija. —Ya ves, dice que no puede venir antes de diciembre. ¿Qué puede retenerlo tanto? Probablemente su enfermedad. No tiene buena salud. Pero no hables de eso con Natasha. Y no creas en su alegría: son sus últimos días de soltera, yo sé cómo se pone cuando recibe carta de él. Aunque con la ayuda de Dios, todo irá bien— terminaba siempre la condesa. —Es una persona excelente.

II

Desde su vuelta Nikolái andaba serio y hasta triste. La necesidad de intervenir en los enojosos asuntos de la administración, para lo cual lo había llamado su madre, lo agobiaba cada vez más. Y para acabar lo antes posible con semejante carga, al tercer día de su regreso se dirigió, malhumorado y cejijunto, sin responder a su madre, que le preguntaba adonde iba, al pabellón de Míteñka para pedirle cuentas de todo. En qué consistían esas cuentas de todo, Nikolái lo ignoraba tanto como Míteñka, que temblaba de miedo y perplejidad ante el hijo del conde. La conversación y el informe de Míteñka no duraron mucho tiempo. El stárostay los elegidos por la comunidad y el zemstvo, que esperaban en el vestíbulo, escucharon, con una mezcla de placer y temor, primero la voz del joven conde que subía de tono y después las temibles palabras injuriosas que caían seguidas una tras otra.

—¡Ladrón! ¡Bestia desagradecida...! ¡Perro, te haré pedazos!... ¡No estás hablando con mi padre...! ¡Nos has robado...!

Después aquella gente, con no menos placer y temor, vio cómo el joven conde, encendido el rostro, los ojos inyectados de sangre, sacaba a Míteñka por el cuello y, administrándole hábilmente, entre palabra y palabra, un puntapié en las posaderas, lo echaba fuera, gritando:

—¡Fuera! ¡Y que no vuelva a verte por aquí, canalla!

Míteñka bajó rodando los seis escalones y escapó corriendo por un plantío de arbustos. (Ese lugar servía de refugio a todos cuantos cometían en Otrádnoie alguna falta. El propio Míteñka se ocultaba allí cuando volvía borracho de la ciudad, y muchos habitantes del lugar, que se escondían de Míteñka, conocían la fuerza salvadora de aquel lugar.)

Las cuñadas y la mujer de Míteñka aparecieron asustadas en la puerta de una habitación donde hervía el reluciente samovar y se veía la alta cama del administrador; con un cobertor hecho con pequeños trozos de tela.

El joven Rostov, sofocado, sin reparar en ellas, volvió a su casa con paso enérgico.

La condesa, a quien las muchachas informaron inmediatamente de lo sucedido en el pabellón de Míteñka, por un lado se tranquilizó, pensando que la situación económica de la casa iba a mejorar, aunque la inquietó el efecto que el disgusto podía producir en su hijo. Varias veces, de puntillas, se acercó a la puerta de la habitación de Nikolái, oyendo cómo fumaba una pipa tras otra.

Al día siguiente el conde llamó aparte a su hijo y sonriendo tímidamente le dijo:

—Sabes, querido, te has acalorado por muy poca cosa. Míteñka me lo ha contado todo.

“Sabía bien que en este mundo imbécil no comprendería nada”, pensó Nikolái.

—Te enfadaste porque no había inscrito setecientos rublos, ¿verdad? Pues estaban apuntados en otra página, que tú no viste.

—Papá, ese hombre es un miserable y un ladrón, lo sé. Lo hecho hecho está; pero, si usted no quiere, no le diré nada más.

—No, no, querido— también el conde estaba turbado. Se daba cuenta de que no había administrado bien los bienes de su mujer y que era culpable con respecto a sus hijos, pero no sabía cómo remediar el mal. —Te ruego que lleves tú esos asuntos. Yo soy viejo, yo...

—No, papá, perdóneme si lo he disgustado. Yo entiendo menos que usted.

“¡Que el diablo se lleve a los mujiks, el dinero y las cuentas! —pensó—. No entiendo ni una palabra de todo eso. En otros tiempos entendía algo de cartas y apuestas pero da páginas con doble registro no sé nada”, se dijo a sí mismo. Y en adelante no volvió a meterse en aquellos asuntos. Sólo una vez la condesa llamó a su hijo para preguntarle qué pensaba hacer con un pagaré de dos mil rublos firmado por Anna Mijaílovna.

—Pues bien— respondió Nikolái rompiendo el papel.

—Usted me dijo que eso dependía de mí. No siento afecto ni por Anna Mijáilovna ni por Borís; pero fueron amigos nuestros y eran pobres. Esto es lo que hay que hacer— y rompió el pagaré.

El gesto de Nikolái provocó lágrimas de alegría en la condesa. Después, el joven Rostov, olvidándose por completo de los asuntos, se aficionó apasionadamente por algo nuevo para él: la caza con perros, un deporte que el viejo conde practicaba por todo lo alto.

III

Empezaban los primeros fríos. Las heladas matinales endurecían la tierra húmeda por las lluvias de otoño y los primeros brotes de las sementeras de invierno apuntaban ya con su verde intenso, destacándose entre los rastrojos amarillos de las siembras veraniegas, pisoteados por los animales, y las franjas rojizas del alforfón. Las copas de los árboles y los bosques, que a fines de agosto eran todavía islotes verdes en medio de los negros campos de cultivo, estaban ahora dorados y rojizos entre el verde de las sementeras de otoño. La liebre gris cambiaba el pelo; las crías de los zorros comenzaban a dispersarse por el campo y los lobos jóvenes eran ya más corpulentos que los perros. Era la estación ideal para la caza. Los perros de Rostov —cazador joven y fogoso— habían quedado flacos, y los ojeadores, reunidos en consejo, decidieron que deberían darles tres días de descanso, hasta el día 16, cuando comenzarían a seguir el rastro de una manada de lobos vista recientemente en Dubrava.

Así estaban las cosas el 14 de septiembre.

Todos permanecieron en casa todo el día. El frío había aumentado, pero al anochecer el aire se hizo más tibio y hasta comenzó a deshelar. El 15 de septiembre, cuando el joven Rostov, en batín, se acercó a la ventana, vio una mañana inmejorable para la caza: el cielo parecía fundirse y descender a la tierra; no soplaba viento. El único movimiento en el aire era el de la lenta caída de las microscópicas gotas de vapor o de niebla. De las ramas desnudas del jardín pendían unas gotas de agua transparentes que iban a caer sobre las hojas recién desprendidas. En la huerta, la tierra mojada y negra brillaba como la semilla de las amapolas y a cierta distancia se confundía con el velo deslucido y húmedo de la niebla. Nikolái salió al porche húmedo y con pisadas de barro. El aire olía a bosque marchito y a perros. Milka, una perra negra con manchas rojas, anchos cuartos traseros y negros ojos, grandes y saltones, se levantó al ver a su dueño, se estiró, se encogió como una liebre y saltó sobre Nikolái, lamiéndole la nariz y el bigote. Otro perro, un galgo, corrió rápidamente con el espinazo curvado desde un sendero del jardín y, alzando la cola, comenzó a restregarse contra las piernas de su Nikolái.

"¡Oh! ¡Hoy!”, se oyó la llamada inimitable de los cazadores, mezcla del bajo más profundo con el más agudo tenor; y Danilo, el montero mayor, apareció en un ángulo de la casa.

Con el pelo canoso cortado a rape, según la usanza ucraniana, el rostro de Danilo, surcado de arrugas, expresaba independencia y desprecio por todo cuanto hubiese en el mundo, expresión innata a los cazadores. Llevaba la fusta enrollada en la mano y se quitó el gorro circasiano delante del amo y lo miró con desdén, un desdén que no ofendía a Rostov. Nikolái sabía que ese Danilo, que despreciaba a todos y se sentía por encima de todos, era uno de sus hombres y cazador.

—¡Danilo!— dijo tímidamente Nikolái, sintiendo que al ver aquel tiempo tan favorable, los perros y el montero, lo invadía ya esa pasión invencible por la caza cuando el hombre parece olvidar todo lo demás, como el enamorado en presencia de su amada.

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