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Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus читать книгу онлайн

Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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– ¡Nos aplastarán las rocas, padre! -opuso Jonás en mi oído.

– ¡Empujad los dos con todas vuestras fuerzas! ¡Empujad esa roca, vivediós, o moriremos aquí dentro como gusanos!

Nos abalanzamos los tres contra la losa marcada con el signo solar y empujamos con todas nuestras fuerzas. Pero la roca no se movió. No sé cómo se me ocurrió empujar directamente sobre el símbolo, y la puerta de piedra se deslizó, no sin dificultades, hacia el exterior, y ni uno solo de los sillares que se sostenían en el aire sobre nuestras cabezas se movió un ápice. Salimos al exterior y corrimos como almas que lleva el diablo, ascendiendo una de las vertientes cercanas para quedar fuera del alcance del torrente que, como una serpiente enloquecida, en su ansia por salir al exterior había derribado la franja de rocas milagrosamente sostenida sobre nosotros mientras atravesábamos el vano de la puerta.

– ¿Cómo supisteis que podíamos salir sin peligro de morir aplastados? -me preguntó Sara poco después, mientras contemplábamos cómo se deslizaba el agua entre los picachos del extraño paisaje de Las Médulas.

– Por el sol -les expliqué sonriendo-. Si hubiera sido de noche, habríamos muerto sin remedio. Las piedras se hubieran desmoronado sobre nosotros al empujar la losa con la intención de salir. Pero el calor, el calor del sol en este caso, produce un extraño fenómeno en los cuerpos: los dilata, los hace más anchos, mientras que, por el contrario, el frío los encoge. Sine lumine pereo, sin luz perezco, como dice el adagio… Los sillares de la pared rocosa, al calentarse, se han expandido, manteniéndose íntegra la estructura aunque hayamos retirado la puerta con el símbolo solar. Por la noche, sin embargo, sólo se sujeta gracias a ella -me quedé pensativo unos instantes-. Algo así debía ocurrir en San Juan de Ortega, sin duda, aunque no lo comprendí a tiempo. Probablemente, si hubiéramos poseído todas las claves, la cripta no se hubiera venido abajo.

– ¿Y adónde iremos ahora? -preguntó Sara.

– En busca de los míos -repliqué-. Somos una presa fácil para los milites Templi: un hombre alto, una judía de pelo blanco y un muchacho larguirucho. ¿Cuánto pensáis que tardarían en darnos alcance si no encontramos pronto un refugio seguro…? Y puesto que es evidente que mi misión ha terminado, lo mejor es buscar la primera casa de sanjuanistas que haya por estos pagos para pedir protección y esperar instrucciones.

– Debemos marcharnos pronto, padre… -apuntó Jonás con preocupación-. Los templarios no tardarán en venir a buscar nuestros cuerpos.

– Tienes razón, muchacho -convine poniéndome en pie y ofreciendo mi mano a Sara para ayudarla a incorporarse.

La mano de la judía alteró el pulso de mi corazón, ya de por si bastante alterado por los recientes acontecimientos. La luz del sol (de ese sol que nos había salvado la vida) le daba de lleno en sus ojos negros, haciéndoles desprender reflejos mágicos y, ciertamente, hechiceros.

Tardamos dos días con sus noches en llegar a Villafranca del Bierzo, la primera localidad donde hallamos, por fin, presencia hospitalaria. El trecho resultó incómodo y fatigoso porque, amén de viajar desde la caída del sol hasta el amanecer (durmiendo de día en improvisados escondites), el frío y la humedad nocturna provocaron una dolorosa afección de oídos a Jonás, que se retorcía de sufrimiento como un penado en el tormento. Intentando evitar el flujo de purulencia, le apliqué con rapidez compresas muy calientes que le aliviaron un poco, sabiendo que hubiesen hecho mucho más efecto si el chico hubiera podido descansar en un cómodo jergón de paja en lugar de caminar bajo el relente de la noche a la luz de una fría luna de principios de octubre.

Un freire capellán -o freixo, como él prefería ser llamado nos recibió al alba en la puerta de la iglesia de San Juan de Zíz, situada al sur de Villafranca, en cuyos muros ondeaba el gallardete de mi Orden. Esta localidad, rica en vides desde que los «monjes negros» de Cluny trajeron las cepas de Francia, era famosa por una extraordinaria peculiaridad: en su iglesia de Santiago los peregrinos enfermos, incapaces de llegar hasta Compostela, podían obtener la Gran Perdonanza como si realmente hubiesen alcanzado la tumba del Apóstol. Es por ello que gran cantidad de gentes de todas las nacionalidades, clases y procedencias se arracimaban junto a sus muros sintiéndose allí un poco más cerca del final del Camino.

El freixo hospitalario, un hombre robusto y torpe de escasa cabellera y ningún diente, se puso a mi disposición en cuanto le di mi nombre y mi cargo en nuestra común Orden. Rápidamente me ofreció su casa, una humilde vivienda de techo de paja pegada a los recios muros de la iglesia de San Juan, en la que desde hacía muchos años habitaban en hermandad un freixo lego de pocas luces y él. Ambos formaban una especie de destacamento o avanzadilla religiosa del Hospital en las puertas orientales de Galicia, reino este en el que mi Orden disponía, al parecer, de abundantes encomiendas, castillos y prioratos que, desde la desaparición de os bruxos templarios, no hacían más que progresar e incrementarse. La casa principal, una hermosa fortaleza levantada en Portomarín y dedicada a san Nicolás, se hallaba a unas sesenta millas de distancia en dirección a Santiago. Con buenos caballos, dijo, no se tardaba más allá de dos días en realizar cómodamente el viaje. Sin ofrecerle demasiados detalles le hice saber que no estábamos en situación de comprar ni buenos ni malos caballos y que esperaba de su generosidad y compasiva disposición ese pequeño regalo. Cuando le vi titubear y balbucir unas tímidas excusas, tuve que ejercer todo el poder que mi rango de caballero hospitalario me otorgaba para borrar cualquier duda de su mente: necesitábamos esos animales y no había pretexto posible. No le dije que nuestras vidas corrían peligro y que sólo en San Nicolás, el chico, Sara y yo podríamos estar a salvo. Además, tenía que quedarme en alguna parte a la espera de órdenes de Juan XXII y de frey Robert d‘Arthus-Bertrand, gran comendador de Francia, que a no dudar estarían ansiosos por conocer los enclaves del oro templario, y la fortaleza de Portomarín parecía el lugar adecuado para ello. Abandonamos Villafranca esa misma tarde a lomos de tres buenos jamelgos pardos y atravesamos el estrecho desfiladero del río Valcarce, bordeando escarpados repechos llenos de castaños, que exhibían orgullosos sus punzantes y amenazadores frutos verdes. El dolor de oídos de Jonás no menguaba, y el muchacho presentaba un aspecto macilento y afiebrado. Ni siquiera pareció alegrarse cuando alcanzamos, después de grandes dificultades, la cumbre del monte O Cebreiro, desde donde vislumbramos, a la luz de la luna, el magnífico descenso que nos esperaba en dirección a Sarria. Durante dos noches atravesamos húmedos y lóbregos bosques de robles centenarios, hayas, avellanos, tejos, pinos y arces, y un sinfín de hoscas aldeas cuyos habitantes dormían silenciosamente en sus pallozas de cuelmo mientras los perros ladraban al paso de nuestras cabalgaduras. Mi temor a ser capturados nuevamente por los freires templarios se desvanecía ante la certeza de que sólo unos locos como nosotros se atreverían a viajar de noche por aquellos pagos infestados de zorros, osos, lobos y jabalíes. No es que no tuviera miedo de sufrir el ataque de alguna de esas peligrosas criaturas, es que conocía sus hábitos de caza y sueño, y procuraba que nuestra ruta se alejara lo más posible de sus madrigueras para no alertarles ni provocarles con nuestros sonidos o nuestro olor, al mismo tiempo que mantenía en ristre, por si acaso, la vieja espada de hierro que también me había regalado el freixo.

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