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Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus читать книгу онлайн

Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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Por fin, el decimosexto día de octubre, dejando atrás los robledales de la encomienda, partimos rumbo a Santiago de Compostela. Aunque sólo yo lo sabía, Portomarín había sido el último lugar hospitalario que pisaba en mi vida.

Mientras atravesábamos Sala Regina y Ligonde, mientras parábamos a rezar en la iglesilla de Villar de Donas, y seguíamos por Lestredo y Ave Nostre en dirección a Palas de Rei, en mi mente volaban y se cruzaban como pájaros enloquecidos los enredados elementos que componían nuestra difícil situación.

Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos posibles de la partida, y yo, mientras guiaba el espléndido tronco de animales del vistoso carruaje negro en cuyo interior viajaban cómodamente Sara y Jonás, con el pensamiento recorría arriba y abajo, abajo y arriba, todas las sendas posibles por donde podrían discurrir los acontecimientos en función de las decisiones que tomara o de las acciones que llevara a cabo. Cuando todo el plan estuvo sólidamente preparado, hice saber a Sara y a Jonás el cuándo, el qué y el cómo de las partes que a ellos les correspondían.

Conforme nos aproximábamos a Compostela, para la que apenas nos faltaban dos días de viaje, grupos incontables de humildes peregrinos avanzaban rápidamente en nuestra misma dirección con las caras rebosantes de entusiasmo, como si después de tan largo viaje -de cientos o miles de millas de andadura- no dispusieran de tiempo que perder ahora que se hallaban a tan escasa distancia de su objetivo. En verdad, incluso desde el pescante podía apreciarse el anhelo violento que brillaba en el fondo de sus ojos por llegar a la adorada ciudad de Santiago.

Aunque realmente no tenía ningún interés en encontrar pistas templarias en los lugares por los que íbamos pasando, tampoco hubiera disfrutado de mejor suerte de estar necesitado de hallarlas, pues parecía que por aquellos pagos gallegos los freires salomónicos poco o nada habían tenido o disfrutado. El Camino, que alternaba parajes de bosque con incontables aldeas en una sucesión rigurosa, se había vuelto recto como un palo y suavemente inclinado, con leves subidas y bajadas, como si estuviera decidido a ayudar amablemente a los peregrinos para que alcanzasen su ansiado destino, y como si ninguna otra cosa tuviera importancia en aquellas tierras verdes, húmedas y frías, en las que reinaba, soberano, el gloriosísimo hijo de Zebedeo (que, para otros, era el gloriosísimo hermano del Salvador, y, para unos pocos iniciados, el gloriosísimo hereje Prisciliano), llamado indistintamente Santiago, Jacobo, Jacques, Jackob o Iacobus.

En el cuarto siglo de nuestra era, Prisciliano, discípulo del anacoreta egipcio Marcos de Menphis y episcopus de Gallaecia, había sido el instaurador de una doctrina cristiana que la Iglesia de Roma condenó inmediatamente por herética. En poco tiempo, sus seguidores se contaban por miles (con numerosos sacerdotes y obispos entre ellos) y su hermosa herejía basada en la igualdad, la libertad y el respeto, así como en la conservación de los conocimientos y ritos antiguos, se extendió por toda la península hispana, e incluso allende sus fronteras. El ingenuo Prisciliano, que acudió confiadamente a Roma para pedir comprensión al papa Dámaso, fue torturado y condenado por los jueces eclesiásticos que le juzgaron en Tréveris, y, finalmente, decapitado sin misericordia. Sin embargo, sus seguidores, lejos de dejarse atemorizar por las amenazas de la Santa Iglesia de Roma, recuperaron el cuerpo descabezado de Prisciliano devolviéndolo a las Hispanias, y su herejía siguió propagándose por todas partes como un fuego griego. Muy pronto, la tumba del mártir hereje, que había sido un hombre bueno, se convirtió en lugar de masivas peregrinaciones y, como ni los siglos ni los enormes esfuerzos derrochados por la Iglesia consiguieron terminar con esta costumbre, el largo brazo eclesiástico hizo de nuevo aquello que tan magníficamente había demostrado saber hacer: del mismo modo que inventaba santos inexistentes, transformaba las celebraciones de los antiguos dioses de la humanidad en fiestas cristianas o maquillaba las vidas de personajes populares -casi siempre paganos o iniciados-, para ajustarlas a los cánones romanos de la santidad, aprovechando el transitorio olvido en el que había quedado el sepulcro de Prisciliano por la confusión, la muerte y el terror que supuso para la península la invasión árabe del siglo octavo, transformó el sepulcro de Prisciliano en el sepulcro del apóstol Santiago el Mayor, hermano de san Juan Evangelista, e hijo, como éste, del pescador Zebedeo y de una mujer llamada María Salomé, dotándole de una hermosa leyenda cargada de milagros que justificaran lo imposible, pues ni Santiago el Mayor había venido nunca a Hispania, como se demostraba en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, ni su cuerpo, curiosamente también decapitado, había regresado a ella desde Jerusalén en una barca de piedra empujada por el viento.

Tres días después de salir de Portomarín, bajo un sol blanco que apenas calentaba los huesos, entramos, cruzando la Porta Franca, en la muy noble e ilustre ciudad de Compostela, donde, según dicen, todos los milagros son posibles.

– ¡Al fin! -gritó Jonás varias veces, teniendo como fondo la risa alegre y chispeante de mi dama hechicera. Los dos freixos hospitalarios que cabalgaban a nuestro lado continuaron altaneramente impasibles.

Un enorme tráfago confuso de hombres de todas las razas y lenguas, y de animales de toda índole, taponaba las calles angostas, retorcidas, cenagosas y pestilentes de la ciudad. Para quien, como yo, había viajado por las grandes ciudades del orbe, tanto en Oriente como en Occidente, la población de Santiago, uno de los tres Axis Mundi, constituía el mayor desengaño que pudiera imaginarse. Ni siquiera la impresionante rúa de Casas Reais, flanqueada por ricos palacios y casas solariegas, presentaba mejor cariz en cuanto a suciedad y hedor que la populachera Vía Francígena, permanentemente abarrotada por una turba vociferante de mesoneros, mercaderes, mendigos, rameras, cambistas y vendedores de amuletos y reliquias. Pero cuando ya desesperaba de no hallar nada digno en aquel execrable lugar, ahogando mis arriesgados planes en una ciénaga de vacilaciones provocadas por el ambiente, el carruaje, torciendo por una calleja miserable, enfiló de lleno hacia la deslumbrante basílica del Apóstol, frente a la cual cientos de peregrinos se aglomeraban como una masa grotesca y maloliente de carne humana y harapos sucios, bien empujándose unos a otros para atravesar el pórtico, bien besando el suelo largamente deseado, o bien arrodillados en actitud fervorosa, con la cabeza inclinada y descubierta, y el bordón (¡compañero de tantos días!) caído en los adoquines y abandonado. Era imposible atravesar aquella muchedumbre con el tronco de cabalbs, así que dimos media vuelta y buscamos otras rúas por las que llegar hasta nuestro alojamiento, en el palacio de Ramirans. Bueno, en el palacio se alojarían Sara, Jonás y la escolta, porque yo, tal y como esperaba, descansaría mis huesos en un rincón del guadarnés de las caballerizas, entre sillas, arreos, correajes y jaeces. Era un detalle importante, porque si durante el día los ojos de frey Ferrando y de sus hombres no se apartaban de nosotros, de noche, y con las debidas precauciones, un hombre solo, un criado anónimo, podía abandonar silenciosamente el palacio sin

ser advertido. La tarde de nuestra llegada, Sara y Jonás salieron de compras por la ciudad mientras yo me quedaba en las cuadras limpiando y cepillando a los animales. Los freires hospitalarios de nuestra comitiva tuvieron, pues, que dividirse también, y uno de ellos, el más joven, permaneció a mi lado, primero sin despegar los labios y luego, después de un par de partidas de damas, hablándome incansablemente de las producciones agrícolas y las rentas anuales de nuestras capitanías. Le escuché con suma atención, como si aquello que me estaba contando, y que me aburría hasta el infinito, fuera lo más interesante que había oído en toda mi vida, de modo que le hice muchas preguntas atinadas, ahondé en los asuntos que más parecían importarle, y concluí con él en que nuestra Orden debería llevar a cabo una mejor gestión de los cultivos de cereales y vides para aumentar los rendimientos. A cambio de soportar pacientemente semejante monserga obtuve su agradecida estima y, con ella, el menoscabo de su vigilancia.

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