Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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– Lo sé, mi señor -respondí con humildad. No era el momento de mostrarse digno.
– Sin duda, tenéis un claro conocimiento de lo que significa para vos haberos metido en la cama con esa mujer.
– Así es, mi señor.
Ambos hombres me clavaron una mirada fija y lacerante. Para ellos debía resultar incomprensible que un hospitalario de mi rango y formación estuviera dispuesto a perder el manto y la casa, a ser expulsado de la Orden sin honor, por una vulgar aventura de faldas con una judía. Cruzaron una mirada de inteligencia entre sí, y guardaron un seco silencio.
– Está bien -soltó por fin frey Valerio-. No podemos perder el tiempo ahora con estas cosas. Urge que continuéis vuestra misión, hermano Galcerán. Eso es lo único que interesa y lo más importante. Este pequeño incidente debe ser olvidado aquí y ahora. Dejaréis al chico y a la judía en esta fortaleza de Portomarín a cargo de don Pero y culminaréis el trabajo que os encomendó Su Santidad.
Tardé unos segundos en reaccionar y la sorpresa debió reflejarse en mi rostro porque frey Ferrando hizo un gesto de impaciencia, como un padre cansado de soportar impertinencias de su hijo.
– ¿Acaso no habéis comprendido vuestras órdenes? -pregunto irritado.
– Perdonadme, frey Ferrando -repuse recobrando el control-, pero no creo que quede ninguna misión por cumplir. El asunto está zanjado desde que fui capturado por los templarios en Castrojeriz.
– En eso erráis, hermano -denegó-. El oro encontrado no cubre en modo alguno la suma calculada por los procuradores de las comisiones de investigación. Apenas alcanza la ridícula cifra de cincuenta millones de francos.
– ¡Pero eso es una inmensa fortuna! -exclamé. Por un instante estuve tentado de contar lo que había visto en Las Médulas, de hablar sobre la inmensa basílica, el Arca de la Alianza, el cuero lleno de dibujos herméticos…, pero algo me contuvo, un fuerte instinto irracional selló mi boca.
– Eso no es más que una miseria, una insignificancia. Debéis saber que nuestra Orden se encuentra fuertemente endeudada con el rey de Francia por culpa de las costas del proceso (que por estúpidos artificios legales han venido a recaer sobre nosotros), y que las rentas pagaderas de por vida a los antiguos templarios, el mantenimiento de los presos y la administración de los bienes están arruinando nuestras arcas y las arcas de la Iglesia. Así que, vos, hermano, debéis continuar buscando ese maldito oro y hallarlo para vuestra Orden y para el Santo Padre. Cueste lo que cueste.
– ¿Aunque lo que cueste sea mi propia vida?
– Aunque cueste vuestra vida y la de cincuenta como vos, Perquisitore -dejó escapar frey Valerio con una voz fría como el hielo. No tenía mucho tiempo para pensar y necesitaba hacerlo desesperadamente. No negaré ahora que fue durante aquellos escasos minutos (en los que hice mil preguntas irrelevantes para mantener distraídos a frey Valerio y frey Ferrando) cuando organicé, al menos en bosquejo, todos los pasos subsiguientes. En mi corazón, además del amor por Sara y por mi hijo, albergaba el cadáver de mi fidelidad a la Orden sanjuanista. Aquellos a quienes había respetado y admirado no eran más que sombras de una vida pasada a la que no regresaría jamás. Por descontado, no pensaba separarme de la mujer y del chico, que ahora eran mi única Orden, mi único destino y mi único hogar, pero escapar de los hospitalarios, de los templarios y de la Iglesia al mismo tiempo era demasiado para un monje renegado. No podía pensar ni remotamente en imponer a mi noble y viejo padre la infamante carga de esconder en su castillo y sus tierras a un hijo sin honor acompañado por un vástago ilegítimo y una hechicera judía. Era sencillamente impensable. Así que no tenía muchas posibilidades: el mundo era demasiado pequeño y debía meditar con calma las escasas alternativas que se me ofrecían.
– No debéis preocuparos, hermano -añadió frey Ferrando-. Llevaréis una escolta permanente de caballeros sanjuanistas, como antes llevabais una escolta de soldados del Papa. Yo mismo estaré al frente del grupo y hablaréis conmigo como antes lo hacíais con el desaparecido conde Le Mans. Estaréis bien protegido contra los templarios.
– No iré a ninguna parte sin la judía y el muchacho.
– ¿Cómo? -bramó-. ¿Qué habéis dicho?
– He dicho, mi señor, que no iré a ninguna parte ni haré ninguna cosa sin la mujer y el chico.
– ¿Os dais cuenta que seréis severamente castigado por esta desobediencia, hermano?
– No quise ofenderos, mi señor, ni a vos tampoco, frey Valerio, pero no podría encontrar el oro sin ellos. Sería incapaz de continuar la búsqueda yo solo, por eso os pido que les permitáis acompañarme.
– No lo habéis pedido, hermano, lo habéis exigido, y no os quepa ninguna duda de que seréis sancionado por vuestro superior y vuestro capítulo en cuanto volváis a Rodas.
– Muy poco debéis apreciarlos cuando tanto deseáis ponerlos en peligro -apuntó sañudo el de Villares.
No, no deseaba ponerlos en peligro, deseaba sacarlos de aquella capitanía de Portomarín donde sin duda serían retenidos a la fuerza hasta que yo terminase la tarea y luego enviados a remotos lugares donde no pudiese encontrarlos. La incapacidad demostrada para hallar los tesoros templarios sin mi colaboración demostraba bien a las claras que no me dejarían escapar fácilmente aunque me acostara con mil mujeres o incumpliera todos mis votos y todos los preceptos de la Regla hospitalaria.
– Sin ellos no puedo hacerlo -repetí machaconamente.
Frey Valerio y su lugarteniente intercambiaron de nuevo miradas de inteligencia, aunque esta vez había en ellas un algo de desesperación. Debían estar tan presionados como yo y tan preocupados como yo lo estaba minutos antes.
– Está bien -concedió el comendador-. ¿Cómo deseáis continuar? ¿Queréis regresar a Castrojeriz para reemprender la búsqueda desde allí?
– No me parece oportuno -apunté pensativo-. Eso es precisamente lo que los templarios esperan que hagamos. Creo que deberíamos continuar hacia Santiago, ganar la Gran Perdonanza, y regresar sobre nuestros pasos como unos pacíficos concheiros que vuelven a casa con las bien ganadas vieiras en los sombreros y las ropas. La mujer, el chico y yo deberíamos adoptar unos disfraces realmente buenos, muy diferentes a los que hemos utilizado hasta ahora, y eso nos llevará algún tiempo de preparación.
– Tiempo es lo que no tenemos, hermano. ¿Qué necesitáis?
– Cuando lo sepa, mi señor, os lo diré.
Nos separaron. Durante la semana que tardamos en preparar las nuevas personalidades y apariencias, me impidieron dormir con Sara, obligándome a pernoctar en el interior de la fortaleza. La echaba terriblemente de menos, pero me decía que, si quería conseguir un futuro para ambos, un largo futuro, debía someterme con aparente docilidad a los dictados de mis superiores. Frey Valerio desapareció al día siguiente de nuestra conversación, pero el hermano Ferrando de Çohinos se convirtió en mi maldita sombra. Don Pero, por su parte, estaba molesto y se le notaba; no le gustaba verse apartado de un asunto de importancia que se cocía en sus propios dominios, y de muy mala gana permanecía al margen de nuestros tejemanejes sin atreverse a preguntar por miedo a otra desagradable respuesta de frey Ferrando, que no refrenó su lengua cuando el prior de Portomarín intentó meter las narices. Con la ayuda de mucha cerveza, excremento de golondrinas, raíces de avellano, hiel de buey e infusiones de manzanilla, Jonás y yo tornamos rubios nuestros cabellos negros, así como las cejas, que nos dieron bastantes problemas. La barba, para mí, también fue un asunto difícil, pues crecía como una discrepante sombra oscura que delataba el tinte, de modo que tendría que dejarla crecer e ir aclarándola con gran cuidado todos los días. Para Sara, sin embargo, fue mucho más sencillo. Su pelo blanco embebió el cocimiento de bulbos de puerro de una sola vez, y quedó convertida en una hermosa mujer morena, de piel lechosa e inmaculada gracias a los polvos blancos que ocultaron sus lunares. Pasó a ser una gran dama francesa que acudía a Compostela para suplicar por la salud de su esposo enfermo, y que viajaba en un rico carruaje guiado por un palafrenero contrahecho y desdentado (para lo cual añadí giba y cojera a mi figura deforme y pinté de negro alguno de mis dientes) y por su prudente y solícito hermano. Dos hospitalarios de la mesnada de acompañamiento (uno, joven, de mandíbula firme y ojos vacíos, y otro de mediana edad que, aunque hablaba poco, cuando lo hacía mostraba un par de hileras de dientes mal formados y podridos), se convirtieron en soldados al servicio de la distinguida señora, la cual, le expliqué asimismo a frey Ferrando, se detendría a rezar en todos los santuarios del Camino para permitirme realizar cómodamente mis observaciones y estudios, y sería muy generosa en limosnas con los pobres peregrinos y los enfermos, de manera que los ojos del Temple, que esperaban descubrir un trío de fugitivos mendicantes, quedasen cegados por el perfil de un grupo de cinco que dejaba abundantes rastros de riquezas.