Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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– Sois un cobarde, Perquisitore -susurró-. Estáis dejando todo el trabajo en mis manos.
La idea de que pronto me separaría de ella para siempre me laceraba el corazón.
– No puedo ayudaros, Sara. Os juro que si hubiera una puerta por la que escapar para reunirme con vos, la cruzaría sin dudarlo ni un segundo.
– ¡Pero esa puerta existe, sire! -protestó.
Mi cuerpo gritaba de deseos de abrazarla y el aire no llegaba a mis pulmones. La sentía tan cerca, tan próxima, tan cálida, que el dolor punzaba mis sienes y el corazón me latía enloquecido en el pecho.
– Esa puerta existe… -repitió acercando sus labios a los míos.
Allí, bajo el sol poniente, pude sentir el sabor de su boca y recibir su aliento, dulce y abrasador. Sus besos, al principio secos y tímidos, se fueron convirtiendo en un torrente que me arrastró hacia lugares olvidados. La amaba, la amaba más que a mi vida, la deseaba hasta dolerme el cuerpo, no podía soportar la idea de perderla por unos votos absurdos. Desesperado, la estreché ansiosamente entre mis brazos hasta casi romperla y rodamos por la hierba.
Durante horas sólo existí en el cuerpo de Sara. Vino la noche, y el frío, y no lo noté. De aquellos instantes puedo recordar el brillo de su piel moteada y sudorosa bajo la luz de la luna, la curva de sus caderas, el perfil puntiagudo de sus pechos pequeños y la tersura de su espalda, de su vientre, de sus muslos, que mis manos acariciaban sin descanso. Ella me fue guiando, me fue enseñando, y nos unimos apasionadamente una o mil veces, no lo recuerdo, nos besamos hasta que los labios nos dolieron, hasta que no pudimos más y, aun así, seguía vivo el delirio, el ansia, el deseo, el pobre e inútil anhelo de permanecer allí para siempre con nuestros cuerpos fundidos en uno solo.
Todo había empezado en medio de la tristeza y, sin embargo, terminó entre risas y murmullos de placer. Le repetí incansablemente, una y otra vez, que la amaba y que la amaría siempre, y ella, que suspiraba de satisfacción al escucharme, mordisqueaba mi oreja y mi cuello con una sonrisa de felicidad que yo notaba dibujada en mi piel. Nos dormimos sobre la hierba, abrazados, agotados, pero el húmedo frío de la alborada nos despertó y, recogiendo nuestras ropas del suelo y echándonoslas por encima, entramos sonrientes en el desvencijado molino y nos acomodamos juntos en uno de los dos jergones, cubriéndonos con las mismas pieles. Nuestros cuerpos encontraron rápidamente la postura para dormir unidos, se adaptaron de una forma natural, como sí siempre lo hubieran hecho, como si cada esquina, relieve y turgencia encajara perfectamente en los ahuecamientos del otro. Y así descansamos hasta el día siguiente. Si Jonás oyó, vio o adivinó algo aquella primera noche, lo disimuló muy bien con su inmovilidad y sus ojos cerrados, pero, curiosamente, cuando poco después se repuso de su mal, decidió que deseaba dormir solo en el piso inferior.
Yo sabía que mi amor por Sara no acabaría jamás, pero no quería plantearme qué sería de nosotros en cuanto la vida real entrara a la fuerza en aquel pequeño paraíso. Mi mente y mi cuerpo rechazaban la idea de que cada segundo que pasaba junto a ella era un segundo robado, un segundo amenazado, y que ambos habríamos de pagarlo más tarde con creces. El amor de mocedad que había sentido por la madre de Jonás era como un sueño lleno de pureza, como una tarde plácida junto a una fuente tranquila; el amor que sentía por Sara nada tenía que ver con todo aquello, pues la pasión más ardiente desbordaba los cauces de aquel río de locura. Sabía que no había ninguna forma de poder conjugar mi estado de hospitalario con aquella maravillosa judía que había devuelto a mi vida el pulso y la dicha, mas no quería pensar en ello, no quería desperdiciar ni una sola gota de aquel bebedizo de euforia.
Pero el destino, ese misterioso y supremo destino del que habla la Qabalah, el que teje los hilos de los acontecimientos sin contar con nosotros -aunque encaminándonos suavemente hacia lo inexorable-, decidió una vez más que yo debía afrontar la realidad de la forma más brusca para así llegar más rápido hasta la verdad. El día que se cumplían los dos meses justos del comienzo de nuestra peregrinación, el noveno día de octubre, la desgracia se presentó de improviso en el molino.
Sara y yo habíamos estado haciendo el amor durante buena parte de la noche y luego habíamos caído profundamente dormidos uno en brazos del otro, con nuestras piernas entrelazadas como cuerdas anudadas bajo las pieles. Su cabeza reposaba contra mi pecho mientras mis brazos la rodeaban con un gesto avaro y protector. Mi nariz se apoyaba directamente sobre su pelo plateado, pues me había acostumbrado a las cosquillas que me producía con tal de respirar su fragancia durante toda la noche. Sara cuidaba mucho su cabello. Continuamente lo lavaba y lo peinaba con cuidado porque decía que no soportaba llevarlo pegado a la cabeza, lleno de grasa y suciedad. Lo cierto es que le gustaba mantener el brillo argentado de su excepcional cabellera, herencia, al parecer, de la familia de su madre, en la que todos, hombres y mujeres, lucían un hermoso y abundante cabello blanco desde la más tierna mocedad.
Unos pasos violentos y unos golpes bruscos en la escalera de madera que daba acceso al segundo piso me sacaron a duras penas de mí reciente sueño, pero seguía aturdido cuando las pisadas se detuvieron junto a mi cara.
– Soy el hermano Valerio de Villares, comendador de León -dijo una voz firme y maciza-, y éste es mi lugarteniente, el hermano Ferrando de Çohinos. Levantaos, hermano De Born.
Abrí los ojos, espantado, y salté del jergón completamente desnudo. Los muchos años de disciplina militar me impidieron pensar.
– Poneos las ropas, hermano -me ordenó el comendador-. Por respeto a la mujer, os esperaremos abajo.
Los ojos atemorizados de Sara buscaron los míos que, aunque reflejaron culpabilidad durante unos breves instantes, enseguida mostraron la firmeza de mis pensamientos.
– No te preocupes, amor mío -le dije con una sonrisa, inclinándome a besarla-. No debes temer nada en absoluto.
– Te separarán de mí -balbució.
Cogí sus manos entre las mías y la miré directamente a los ojos.
– Nada hay en este mundo, mi amor, que pueda separarme de ti. ¿Me oyes? ¡Acuérdate siempre, Sara, porque es importante! Pase lo que pase, confía en este juramento que ahora te hago: no nos separaremos nunca. ¿Me crees?
Los ojos de la judía se llenaron de lágrimas.
– Sí.
Jonás apareció en ese momento por la boca de la escalera.
– ¿Quiénes son esos freires, padre? -preguntó vacilante.
– Son grandes dignatarios de mi Orden -le aclaré mientras me vestía-. Escucha, Jonás, quiero que te quedes aquí con Sara mientras yo hablo con ellos. Y no quiero que ninguno de los dos os preocupéis por nada.
– ¿Os obligarán a volver a Rodas? -En la voz de Jonás sonaba un acento de temor que me sorprendió. Mientras yo vivía la más plena felicidad, el chico había estado dándole vueltas a la idea de mi más que probable regreso a la isla. No me atreví a mentirle.
– Es probable que así me lo ordenen, en efecto.
Y dándome media vuelta les dejé solos. Abajo, en el exterior del molino, frey Valerio y frey Ferrando me esperaban. Un pesado silencio nos envolvió a los tres cuando me paré frente a sus miradas acusadoras.
– La situación ya es bastante complicada, hermano -me recriminó friamente frey Valerio.