Diario de la Guerra de Espana
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Esta es la traducci?n castellana de la edici?n definitiva. Koltsov, corresponsal extraordinario de Pravda en Espa?a, fue testigo ocular de los acontecimientos que narra. Estrechamente ligado a la pol?tica contempor?nea del partido comunista ruso y periodista fuera de lo com?n, uni? a una gran valent?a personal dotes pol?ticas y militares excepcionales, una innegable profundidad de an?lisis y una lengua exacta y po?tica. Su papel en Espa?a fue mucho m?s importante que el que se puede esperar de un simple corresponsal de guerra, y sus actividades le situaron en m?s de una ocasi?n en el plano m?s elevado de la acci?n pol?tica. Su maravillosa fuerza descriptiva es patente en los pasajes m?s duros del Diario: la muerte de Lukacs, la conversaci?n con el aviador moribundo, el tanquista herido, el asalto frustrado al Alc?zar... Pero nada supera, sin duda, la maestr?a de los retratos de Koltsov. Su pluma arranca los rasgos esenciales de los nombres m?s significativos del campo republicano: Largo Caballero, Durruti, Alvarez del Vayo, Rojo, Malraux, Garc?a Oliver, Kleber, La Pasionaria, Casares Quiroga, L?ster, Checa, Aguirre, Jos? D?az, junto a gentes de importancia menos se?alada, con frecuencia an?nimas: oficiales, soldados, mujeres, ni?os... Es ?ste, en definitiva, un documento literario y pol?tico de un periodo crucial —1936-1937—, que ayuda no s?lo a revivirlo sino a comprenderlo.
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—Comprendido. ¿Carácter del ejército, estructura?
—El Ministerio de la Guerra ha encargado al Estado Mayor Central elaborar en todos sus detalles y llevar a la práctica íntegramente, un plan completo de ejército regular republicano estableciendo contingentes exactos y normas numéricas. Se hará una comprobación de los destacamentos de milicias, ante todo en lo que respecta a armamento y finanzas. Recibimos enormes demandas de armas y de dinero para las pagas a los combatientes. Las sumas alcanzan cifras grandiosas. El tesoro no es un tonel sin fondo, tenemos un presupuesto, un plan y una contabilidad.
—Comprendido. ¿Cómo se resolverá la cuestión del mando de las unidades de milicias al entrar éstas en el ejército regular? ¿Conservarán sus mandos electos?
—Esto dependerá del Ministerio de la Guerra. Aún está por ver si las unidades de milicias entrarán a formar parte del ejército.
—Así, pues, ¡¿es posible aún la existencia paralela de dos sistemas de tropa?!
—Esto lo resolverá el Ministerio de la Guerra.
—¿Continuarán en las unidades los delegados políticos? ¿Es posible la organización de los comisarios como instituto permanente?
—Esto lo resolverá el Ministerio de la Guerra.
—¿Es posible, en un futuro inmediato, la movilización de quintas?
—Lo siento, pero sobre cuestiones militares por ahora no puedo ser más concreto.
—Me interesa el estado del transporte.
—Ahora me ocupo sólo de cuestiones militares. Pero el ministro de Comunicaciones, probablemente, de buena gana...
—Comprendido. Muchas gracias.
Después de llamar al oficial, se sumió en el mapa de Extremadura. Pero no lo he comprendido todo, ni mucho menos. Qué hombre es éste, ¿un Clemenceau o un Goremikin? [2]
En la sala de espera, el viejo con brazalete en la manga sisea a una delegación que se ha presentado con banderas a saludar al jefe del gobierno.
—¡Silencio, os digo! ¡El camarada Largo Caballero recibe sólo por lista de inscripciones! Aquí no recibe. Id a la Unión General de Trabajadores, allí se hace una recepción especial para los que quieran transmitir saludos al camarada Largo Caballero. Aquí estamos en el Ministerio de la Guerra, aquí no es posible armar ruido.
De todos modos, en el piso inferior se arma ruido. Aquí hay el mismo desorden, la misma confusión, la misma Babel que antes.
10 de septiembre
Otra vez en la carretera Madrid-Lisboa. Hasta Santa Olalla, ningún movimiento, casi no se ve gente. Santa Olalla está colmada de automóviles, cañones, soldados, sanitarios. En el Estado Mayor están comiendo, reina el buen humor porque el enemigo hace dos días que no molesta. El coronel —no, ahora ya el general— Asensio, airoso, tranquilo, sonríe. Ahora manda en todo el frente central, que comprende todos los sectores que cubren Madrid. La prensa exalta con ampulosa frase sus pasados méritos, sobre todo en las tropas marroquíes, su rápida carrera (tiene cuarenta y cuatro años). Se le considera un militar inteligente y entendido, el más inteligente de todos los oficiales que están del lado de la República; mas, por otra parte, es un hombre poco definido, dudoso en el aspecto político y moral.
Asensio ha sacado dos mil hombres de sus unidades de la sierra de Guadarrama, une a esos dos mil hombres cuatro mil catalanes y quiere dar un golpe sobre Talavera. Pero esta operación se va aplazando de un día a otro. Según palabras de Asensio, carece por completo de medios de dirección y enlace, el trabajo del Estado Mayor se reduce a que tres oficiales corren hacia adelante y hacia atrás por la carretera, recogen información y transmiten órdenes que los jefes de las columnas no aceptan ni cumplen. La línea de contacto con el enemigo pasa a diez kilómetros de Talavera. Más allá, se han atrincherado los marroquíes y la legión extranjera. Y nosotros, ¿nos hemos atrincherado o no? Asensio sonríe, dice que para esto las unidades no tienen ni fuerzas, ni instrumentos, ni paciencia. Ha informado al ministro de la Guerra de que es necesario atrincherarse alrededor de Madrid, pero el señor Largo Caballero considera que las trincheras no son para la mentalidad del soldado español. Del fuego enemigo el español se cubre, en último término, tras un árbol. Meterse en una zanja le desagrada. Por lo menos se necesita un año para que se acostumbre a ello; en este tiempo, la guerra se habrá acabado tres veces.
Dejo a Asensio y sigo avanzando. La carretera se halla atestada de autobuses —los mismos que hace una semana salían a toda velocidad de Talavera—. Los vehículos están situados de cara a Madrid; esto ya se ha convertido en una costumbre. En torno a los coches, por las cunetas de la carretera, se apretujan los milicianos —se echan sobre la hierba, fuman, comen. Sigo más adelante, más adelante—, las unidades se terminan, pero al enemigo ni con los gemelos se le ve. Dámaso aprieta el acelerador como un loco y se limita a mirarme levemente de reojo —si no le paro, se mete en la ciudad a ciento treinta kilómetros por hora—. Ya hemos pasado el poste con la indicación «A Talavera —4 Km». Digo al chófer que pare. En torno, silencio absoluto; en el horizonte se ven las chimeneas de las casas de Talavera y la aguja de la iglesia. A la izquierda, en el campo, se destaca una figura, pero no es un soldado, sino un campesino; se inclina, por lo visto, sobre un cadáver.
De regreso en Santa Olalla, digo a Asensio que a tres kilómetros frente a Talavera no hay enemigo. Él lo discute. Cuando le explico que yo mismo lo he visto, queda un poco confuso. Y sale del apuro diciendo:
—Quería engañarle para que no se pusiera usted en peligro. Naturalmente, el Estado Mayor sabe que los facciosos se han atrincherado casi en la misma Talavera.
A mi juicio, miente. Pero una cosa es extraña: disponiéndose a contraatacar, por qué este capitán ha situado sus posiciones de partida a siete kilómetros de las del enemigo ¿Para tomar carrerilla, quizá? ¿O eso corresponde también a la mentalidad del soldado español?
Damos la vuelta por Torrijos, llegamos de noche a Toledo. En la entrada comprueban soñolientamente los documentos —por la noche, la vigilancia, aquí, se debilita en alto grado—. Profundas tinieblas, y cuando Dámaso apaga los faros, los siglos medievales nos aprietan estrechamente en callejones, recalentados aún por el sol. Está claro, aquí no hay modo de prescindir de la espada, ¡adonde ir con el máuser! Con la espada se puede atravesar al enemigo o por lo menos su sombra, si avanza sigilosamente desde detrás de una esquina. Toledo sangriento, terrible, ya te habías convertido, al envejecer, en objeto de curiosidad para los ociosos badulaques de allende los mares, pero he aquí que otra vez los españoles luchan entre las estrecheces de tus paredes, otra vez atruena el capón, otra vez los moros arden en deseos de romper el asedio del Alcázar. Junto a las viejas piedras de Europa, la humanidad por enésima vez discute sobre la libertad y la esclavitud, sobre la independencia y la opresión.