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Iacobus

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Iacobus
Название: Iacobus
Автор: Asensi Matilde
Дата добавления: 16 январь 2020
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Iacobus читать книгу онлайн

Iacobus - читать бесплатно онлайн , автор Asensi Matilde

La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.

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– ¿Creéis que la judía os dio la vela envenenada?

– Por supuesto. Estaría dispuesta a jurarlo.

– ¿Y por qué no la denunciasteis, por qué no contasteis la verdad?

– ¿De veras pensáis que alguien me hubiera creído? Con razón venís de un reino tan bárbaro como el de Castilla. Escuchad, señor físico, prestad mucha atención a lo que os voy a decir: la persona que mató a Guillermo fue la misma que me dio las cenizas. ¡Y que Dios me perdone por lo que acabo de decir!

– ¿Mafalda d‘Artois?

– ¡Basta -gritó-, se acabó la conversación! No diré ni una palabra más. Vos ya tenéis lo que queríais. Espero que cumpláis el sagrado juramento que habéis hecho por vuestra vida ante Dios y ante la Santísima Virgen.

Beatriz d‘Hirson se equivocaba; yo no tenía aún todo lo que quería. A pesar del largo camino recorrido para llegar hasta allí, todavía no disponía de pruebas que presentar a Su Santidad respecto a las muertes que me había mandado investigar. Las posibilidades de encontrar el rastro de los médicos árabes de Aviñón y de los campesinos libres de Rouen eran inexistentes, pero aquella judía existía, estaba en algún lugar del gueto, y, por descontado, había conocido a los asesinos de Nogaret.

– Lo cumpliré, señora, no sintáis temor. Pero necesito algo más, sólo un poco más para resolver este enigma y poder libraros para siempre de cualquier acusación. Decidme cómo se llama la hechicera y dónde vive.

– Con otra condición -repuso Beatriz-. Que no le digáis que yo os envío; si se lo dijerais, mi señora Mafalda estaría enterada mañana mismo a primera hora, y podríais desencadenar una serie de acontecimientos en los que vuestra propia vida podría correr peligro. ¡No olvidéis nunca el poder de Mafalda d‘Artois! La vida para ella sólo tiene un objeto: ver a sus futuros nietos coronados como reyes de Francia, y por ello sería capaz… Por ello ha sido y es capaz de cualquier cosa.

– Estad tranquila a ese respecto, mi señora Beatriz. Sé que no me conocéis lo suficiente para confiar en mí y, sin embargo, lo habéis hecho, y sé que sólo contáis con mi juramento para vivir tranquila de ahora en adelante. Pues bien, sabed que también os juro completo silencio sobre vos cuando esté con la hechicera y que no deseo que perdáis ni una hora de sueño tranquilo por temor a mis palabras: jamás hablaré, y tampoco lo hará mi joven compañero.

– Gracias, sire Galcerán. Espero que cumpláis vuestra palabra, eso es todo.

La dueña golpeó con la mano el techo del carruaje y éste se detuvo en mitad de la noche.

– El nombre, mi señora Beatriz, el nombre de la hechicera -le urgí viendo que Jonás y yo debíamos bajarnos.

– ¡Ah, sí!… Sara, se llama Sara. Vive en lo que queda del barrio judío después de la expulsión, en la calle de los plateros. Preguntad por ella. Todo el mundo la conoce.

Instantes después el carruaje se alejaba de nosotros, dejándonos abandonados en mitad del Quai des Celestins. Debía faltar una hora u hora y media para completas, y hacía un frío muy desagradable.

– Volvamos a la hostería, sire -me pidió Jonás rechinando los dientes-. Tengo frío, tengo hambre y tengo sueño.

– Pues lo siento por ti, muchacho, pero todavía tardarás un poco en calentarte al fuego, en cenar y en tumbarte en el jergón -le avisé utilizando el mismo orden en que él había presentado sus necesidades-. Antes que nada vamos al barrio judío, y me temo que la noche va a ser muy larga.

Me miró con los ojos desorbitados.

– ¿Al barrio judío?

No hallé ninguna diferencia entre las callejuelas limpias, estrechas y aromáticas (canela, orégano, clavo…) del gueto de Paris y las de las aljamas castellanas que había conocido en mi juventud, o incluso las de los calls de Aragón y Mallorca que había visitado durante mi infancia. Caminábamos alumbrados por la azulada luz de la luna, completamente perdidos entre hileras de casuchas apiñadas unas con otras, deshabitadas la mayoría, confiando en que, antes o después, alguien terminara por asomarse a una puerta o a una ventana para poder preguntarle por la casa de Sara la hechicera. Los judíos habían sido expulsados en 1306 de todos los reinos de Francia, pero siempre persistían grupos de rezagados que terminaban por adaptarse a las nuevas condiciones.

Justo cuando dejábamos la ruinosa sinagoga a nuestra derecha y nos internábamos hacia lo que parecía el auténtico corazón del barrio judío, tropezamos con un anciano que salía de una vivienda en ruinas y que nos miró atemorizado.

– «Bendito sea el Señor por siempre, amén» -le dije en hebreo. Este versículo del salmo es algo parecido a un saludo ritual entre judíos, una fórmula de reconocimiento que el viejo acogió de inmediato con agrado.

– «Bendito sea por siempre, amén» -me respondió esbozando una amable sonrisa-. ¿Qué buscáis por aquí, gentiles, a estas horas?

– Buscamos la casa de Sara, la hechicera. Quizá tú puedas ayudarnos.

– Pues no busquéis más. Su puerta es aquélla, la que está cubierta por un pequeño toldo. Sara ha debido olvidarse esta noche de quitarlo.

– Que la paz sea contigo -me despedí.

– ¿Era hebreo esa lengua que hablabais con el judío? -me preguntó Jonás en cuanto nos hubimos alejado unos pasos del anciano.

– En efecto.

– ¿Y por qué conocéis vos la lengua hebrea?

– ¡Ay, Jonás, Jonás…! ¡Cuántas cosas quieres saber antes de tiempo! Mira, ésta es la calle de los plateros, en efecto, ¿ves los dibujos de las paredes? Llamemos a la puerta. Tuve que golpear varias veces la madera antes de que alguien se dignara a abrir. Una mujer de edad indefinida -no se veía bien en la oscuridad-, cubierta por una túnica negra desceñida sobre la que llevaba un mandil de cuero, se asomó por un resquicio.

– ¿Qué queréis? -preguntó con rudeza.

– Queremos hablar con Sara, la hechicera.

– ¿Para qué?

– Necesitamos su ayuda.

– ¿Quién os envía?

– Un comerciante muy satisfecho con un antiguo trabajo que hizo para él.

La mujer nos observó con curiosidad durante unos segundos que se hicieron eternos y terminó por abrir la puerta y franquearnos el paso.

– Entrad, pero no se os ocurra tocar nada.

Al principio, sus extraños y abundantes cabellos blancos, que le caían sueltos sobre los hombros, me confundieron por unos instantes al estimar su edad, pero pronto me di cuenta que no se trataba, ni mucho menos, de una anciana, ya que no debía tener aún los treinta años. Me fijé que iba con los pies descalzos sobre el frío suelo y, cuando se giró para dejarnos paso, observé a la luz de las velas que su piel era blanca como la leche y que estaba cubierta por una constelación de pecas y lunares de todos los tamaños, tonalidades y formas. Los tenía a cientos por todas partes, incluso en los pies. Era la mujer de belleza más extraña con la que había topado en mi vida.

Inesperadamente, la estancia en la que entramos me conmovió: buscando, sin duda, lograr la apariencia de un lugar en el que se practicaba la hechicería, aquella misteriosa Sara la había decorado exageradamente con los elementos más absurdos que se pueda imaginar. Por más que yo buscaba con la mirada, aparte del caldero en el que bullía un brebaje espumoso, no podía encontrar las genuinas señales de los verdaderos brujos. En una de las paredes se hallaba dispuesto un altar en el que ardía el fuego de varios cirios y, entre ellos, decenas de cuencos, vasos, jarras, vasijas, tazones y cálices de mil colores y envergaduras contenían sustancias líquidas, sólidas, granuladas, muertas e, incluso, vivas, de variada procedencia: mercurio, raíces, azufre, gusanos, semillas, flores, extraños jugos, piedras, arena, picos y patas de aves, hierbas… Otra de las paredes reproducía en grandes dimensiones un gran círculo mágico con un hexagrama azul en su centro, en cuyas puntas, a su vez, brillaban seis estrellas doradas. Así, claro, a la fuerza le tenía que sobrar uno de los siete días de la semana: en el exterior del círculo, siguiendo idealmente los radios del hexagrama, había dibujado los símbolos de la Luna (lunes), de Marte (martes), de Mercurio (miércoles), de Júpiter (jueves), de Venus (viernes) y de Saturno (sábado), pero no había tenido estrellas suficientes para añadir el Sol (domingo). Para ello hubiera necesitado un heptagrama, y ya no hubiera sido exactamente lo mismo.

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