Iacobus
Iacobus читать книгу онлайн
La novela narra las peripecias de Galcer?n de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misi?n secreta: desvelar la posible implicaci?n de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disoluci?n de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intenci?n de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcer?n de Born debe encontrar.
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En fin, abreviaré mencionando que había un candelabro judío de siete brazos junto a un atanor de alquimista, una piel de serpiente junto a un pez-lobo flotando en un frasco, y un caldero para transmutaciones mágicas bajo una cruz ahorquillada en forma de U. Cortinajes brillantes y, sobre una rama de olivo, un grajo negro y vivo, y una blanca calavera, completaban el escenario.
Jonás no salía de su asombro mirando aquellos objetos incomprensibles para él, y un cierto temor infantil le hacia pegarse a mi costado más de lo normal. La hechicera se sentó en una silla, detrás de un pequeño altar cubierto por un mantel sembrado de puntos dorados, y nos indicó con un gesto de su mano que tomáramos también asiento en dos taburetes que se encontraban a nuestras espaldas.
– Os escucho. ¿Qué es lo que deseáis de mí? -preguntó.
– No me andaré por las ramas -comencé, llevando mi mano lenta y ostentosamente hasta la empuñadura de mi larga espada de doble filo-. Necesito sin tardanza una información que sólo vos poseéis y estoy dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguirla.
– ¡Valiente majadero! -exclamó ella echándose para atrás divertida; sus ojos y sus labios sonrieron con ironía-. No me importa que seáis burgués, caballero, noble o el mismísimo rey de Francia; sois un majadero, sire. Intentáis amedrentarme con el gesto de fuerza propio de un niño. Pero, mirad, estoy dispuesta a consentiros estas brabuconadas en mi casa si pagáis el precio que os pida por lo que sea que hayáis venido buscando.
Debo reconocer que me desconcertó. Por supuesto que no había pensado en ningún momento utilizar de veras mi arma, pero había creído que ese gesto la atemorizaría lo suficiente para colocarla en una posición vulnerable durante nuestra conversación. Me había equivocado; la había creído menos astuta de lo que era. Ella aprovechó mi desconcierto.
– Hablad de una vez. ¿Acaso queréis pasar aquí toda la noche?
– No lidiemos más, hechicera, acepto mi derrota -dije, y sonreí amistosamente con toda la gentileza que pude, llevando a cabo un rápido cambio de táctica. Sus rasgos semitas (ojos negros y pequeños, nariz aquilina, frente amplia) se conjugaban armoniosamente con esos otros rasgos sorprendentes (pelo blanco, piel lechosa e incontables lunares, pecas y lupias). Lo cierto es que la hebrea señoreaba una turbadora belleza. Me pillé a mí mismo disfrutando con estos pensamientos pecaminosos que iban contra mi voto de castidad, que me prohibía el trato con mujeres, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para alejarlos de mi mente. Entonces ella me miró largamente con desprecio y me volvió a desconcertar. Reaccioné a marchas forzadas-. Bien, veréis, he sabido que fuisteis vos quien preparó la vela envenenada que terminó con la vida de Guillermo de Nogaret.
No despegó los labios. Continuó mirándome despectivamente sin inmutarse.
– ¿Me habéis oído o es que sois sorda?
– Os he oído, ¿y qué? ¿Acaso pretendíais que me echara a llorar o que gritara de espanto?
En ese momento el grajo chilló: «¡Que gritara de espanto, que gritara de espanto!», y Jonás pegó tal brinco en su taburete que casi se cayó redondo al suelo.
– ¡Esto es cosa del diablo, sire! -exclamó arreglándose la ropa. -Vuestro joven hijo no es muy valiente que digamos… ¡Mira que asustarse de un pájaro!
Ahora fui yo quien dio un respingo delator. ¿Aquella maldita mujer no sería bruja de verdad? Estaba empezando a preocuparme.
– Jonás no es mi hijo, señora, es mi escudero, y, si no os importa, me gustaría volver a nuestro asunto, que me parece mucho más importante que vuestros comentarios y los comentarios de vuestro grajo.
– Ya os dije que os estaba escuchando.
– Muy bien, lo haremos a vuestra manera. ¿Preparasteis vos el veneno que mató a Guillermo de Nogaret?
– ¿Y por qué debería responder a esa pregunta?
– ¿Cuántas monedas queréis por la respuesta verdadera?
– ¿Escudos de oro o florines papales? -preguntó ladinamente.
– Escudos de oro.
– Dos.
– Muy bien. ¿Preparasteis vos el veneno que mató a Guillermo de Nogaret?
– No, yo no lo preparé. Y ahora dejad sobre la mesa los dos escudos.
Solté la bolsa de las monedas de mi cinto para que pudiera verla bien y puse cuatro escudos sobre el mantel de puntos dorados.
– Si no fuisteis vos, ¿quién fue?
Se quedó pensativa un momento, mirando el dinero con avidez, pero frenada por algo invisible.
– Coged dos de esos cuatro escudos, sire. Esa pregunta no la responderé.
– Está bien, la formularé de otra manera dentro de un rato.
Ella sonrió, arqueando las cejas con escepticismo, pero no dijo nada.
– ¿Trabajáis para Mafalda d‘Artois?
– Trabajo para mucha gente, pero si lo que queréis saber es si tengo con ella algún compromiso especial, la respuesta es no. Todos los que vienen aquí terminan pensando, no sé por qué, que estoy a su servicio -y se rió-, pero no es cierto. Yo no tengo amos ni dueños, así que repito la respuesta: no, no trabajo para Mafalda d‘Artois; he hecho algunos favores a esa dama y ella me los ha pagado generosamente, pero nada más.
Yo iba dejando sobre la mesa dos escudos por cada respuesta.
– Entre esos favores de que habláis, ¿estaba el de envenenar a Guillermo de Nogaret?
– No. Mafalda d‘Artois sabe mucho más sobre venenos que yo misma y no me hubiera necesitado para eso; ella sola habría podido hacerlo perfectamente. De hecho… Pero ¿es que no conocéis los acontecimientos más recientes de Francia, sire? -inquirió muy sorprendida-. No, ya veo que no. Claro, vos no sois francés. ¿De dónde sois? -Yo moví negativamente la cabeza-. ¡Ah, no me lo queréis decir! Bien, no es necesario, por vuestro acento diría que nacisteis al otro lado de los Pirineos, en alguno de los reinos de España, pero seguramente hace mucho tiempo que no vivís allí. Vuestra lengua habitual debe ser, dejadme adivinar, el… latín, sí, el latín. ¿Es que sois un monje camuflado? Decídmeloo, por favor, quiero saber si he acertado.
Y arrastró hacía mi dos de los seis escudos que tenía delante de ella. Me hizo gracia el juego y los cogí.
– Habéis acertado en todo -dije.
– Así que monje -sonrió-. Pero no un monje de convento ni un clérigo de iglesia. ¿Qué tipo de monje podéis ser? Alguien presto a sacar la espada -comenzó a enumerar-, alguien que pregunta sobre secretas intrigas palaciegas, alguien que viaja con un escudero… Sin duda, debéis pertenecer a alguna Orden Militar. ¿Sois templario? ¿Quizá hospitalario?
Arrastró otros dos escudos de oro hacia mí.
– Pertenezco a la Orden de Montesa, señora.
– ¿Montesa? No sé, no recuerdo haberla oído nombrar.
– Es una Orden creada recientemente por el rey Jaime II de Aragón en el reino de Valencia.
– ¡Ajá!… Bien, entonces estos dos escudos no los habéis ganado -y los recuperó atrayéndolos hacia ella-. No sabéis mentir, sire.
– Ahora me toca a mi -observé escamado-. ¿Vino a vuestra casa la dama de compañía de Mafalda d‘Artois, Beatriz d‘Hirson, para pediros algo que hiciera regresar a su lado a su amante Guillermo de Nogaret?
– Si. Vino -afirmó, ratificando sus palabras con un gesto de la cabeza-. Quería un hechizo que devolviera la paz al guardasellos real y que, al mismo tiempo, actuara como un filtro de amor.
– ¿Y le proporcionasteis ambas cosas?
– Sí.
– ¿En la vela?
– Si, en la cera de la vela.
– También le pedisteis cenizas de la lengua de uno de los hermanos D‘Aunay para atraer el poder del demonio.