La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - читать бесплатно онлайн , автор Hohlbein Wolfgang

Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

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Lancelot dio un paso hacia atrás, abrió las piernas para asentarse mejor e impelió la espada con más impulso todavía sobre el cristal. Un trueno monstruoso recorrió toda la gruta. El ruido vibró en cada fibra de su cuerpo, le provocó un dolor infinito en los dientes e hizo acudir las lágrimas a sus ojos; pero esta vez dio resultado. La cueva comenzó a temblar. Pequeñas olas se propagaron por la superficie del lago, en el que se encontraba Lancelot, y de las estalactitas del techo se desprendieron pedazos que cayeron al agua. Lancelot se dispuso a asestar un nuevo golpe, más fuerte si cabe.

La puerta se abrió de par en par y apareció Morgana. Llevaba la melena suelta y en su rostro había una expresión de verdadero horror.

– ¿Qué estás haciendo, estúpido? -chilló-. ¡Para! ¡Para ahora mismo!

Lancelot se rió sonoramente y dejó caer la espada rúnica por tercera vez sobre la formación de cristal.

El efecto fue fulminante.

Creyó que aquel estruendo iba a romperle el tímpano. La espada centelleó y del techo llovieron piedras y peligrosas agujas calcáreas. La punta de la formación cristalina se resquebrajó con tanta energía que, por unos segundos, el espacio en torno a Lancelot se llenó de millones de minúsculas astillas de hielo. Toda la cueva comenzó a estremecerse, como si fuera un barco dando bandazos en aquel lago tempestuoso. Fue como si toda la montaña que lo rodeaba se rompiera en mil pedazos.

Lancelot luchó durante unos instantes por mantener el equilibrio, pero perdió la pelea y cayó de espaldas al agua. Por el rabillo del ojo vio que también Morgana resbalaba y se precipitaba en el lago. Las dos pesadas hojas de la puerta que estaba a su espalda batían adelante y atrás como si fueran los portones de madera de una ventana durante una tormenta, pero incluso el tremendo estrépito con el que chocaban contra las paredes de roca quedaba silenciado por el sonido del cristal.

Consiguió incorporarse con esfuerzo y palpó por el suelo para ver si daba con la espada que había dejado caer. Mientras su mano agarraba la empuñadura, fijó la vista en el cristal: de la punta desgajada surgió una luz multicolor, como sangre reluciente, y en la base de la formación se abrió una grieta, que se fue resquebrajando en distintas ramificaciones. Sólo un golpe más, asestado con contundencia, y aquella escultural figura se haría añicos. Tal vez debería pagar con su propia vida, pero ¿qué importancia tendría eso?

Se levantó, alzó la espada por encima de su cabeza y reunió todas las fuerzas de las que fue capaz. Tras él, Morgana chilló con estridencia, como si le hubieran clavado un puñal incandescente en el abdomen. Sus manos extendidas hacia arriba destilaron un fuego blanco, que saltó sobre la espada de Lancelot y, de allí, penetró en su cuerpo. Un dolor impensable estalló dentro de él y le hizo perder el conocimiento.

No estaba en el agua cuando se despertó, ni tampoco sobre la roca dura, sino sobre algo suave, que desprendía un olor cálido.

El primer sentimiento que se apoderó de él, aun antes de que abriera los ojos, fue un asombro desmedido porque todavía estuviera en posición de experimentar algo. El recuerdo del inmenso dolor que Morgana le había infligido estaba todavía muy presente en él. Había sentido que cada fibra de su cuerpo era presa del fuego y había llegado al absoluto convencimiento de que iba a morir. Ninguna persona podía soportar tanto sufrimiento.

Abrió los ojos, parpadeó desconcertado, se sentó y durante un rato estuvo mirando a su alrededor con una mezcla de incredulidad y desconcierto, sin saber a ciencia cierta si estaba vivo o no. Aquel lugar no pertenecía al mundo que él conocía. Estaba sentado sobre la gruesa alfombra de musgo de un bosque, desde la que se divisaban también gruesas raíces nudosas y piedras redondas y pulidas. En torno a él se levantaban los árboles más extraños que había visto en su vida. Los más bajos debían de medir treinta metros, o más, y hasta media altura no tenían ni una sola rama. Sus cortezas eran de color blanco mate y tan lisas que semejaban marfil. A una distancia increíble, las ramas se entrelazaban formando un tupido techo de hojas por el que se colaba la luz dorada del sol.

Lancelot se puso en pie. Algo se deslizó entre sus pies, pero desapareció antes de que pudiera reconocer de qué se trataba exactamente. Sin embargo, creyó ver algo parecido a un cuerpo blanco diminuto, con unas alas de libélula.

Se dio una vuelta completa, muy despacio, y cuanto más observaba el paisaje, más cuenta se daba de lo peculiar que era. No había arbustos, pero aquí y allá crecían setas o flores que nunca había visto.

No, aquellos no eran los bosques pantanosos que rodeaban Malagon ni tampoco los de Camelot. Nunca había oído hablar de un bosque como aquél. Tal vez se había equivocado. Tal vez el hada Morgana lo había matado y aquello era lo que uno se encontraba al otro lado.

Miró hacia abajo y lo que vio le hizo dudar de aquella posibilidad. Continuaba llevando la armadura del Grial. Escudo, espada y yelmo estaban sobre el musgo. Si aquello era el paraíso, ¿para qué iba a necesitar armas y una armadura?

Pero si no estaba muerto, ¿dónde se encontraba?

Nunca lo descubriría si se quedaba allí, perdiendo el tiempo abobado.

Cogió la espada y el escudo, y los puso en su sitio; luego, se colocó el yelmo bajo el brazo izquierdo y comenzó a andar. No planeó ningún camino determinado, simplemente anduvo en línea recta para no ir en círculo. Sabía de casos en los que eso había llevado a la muerte a algunas personas.

Por lo menos caminó durante una hora entre los troncos marfileños del bosque, hasta que comenzó a ver mayor claridad ante él. Realmente, no había andado en círculo, sino en línea recta. Se estaba aproximando a la salida.

Lancelot anduvo más deprisa… y se quedó parado mientras soltaba un silbido de incredulidad.

Un terreno suave se extendía durante leguas y leguas, hasta llegar a la orilla de un infinito mar azul turquesa. A lo largo de aquella llanura verde había varias aldeas y fincas de labor, pero sólo una estaba lo bastante cerca para divisarla con precisión.

Lo poco que vio le resultó bastante sorprendente.

Las casas tenían un aspecto -resultaba difícil describirlo con palabras- frágil, a pesar de que eran de un tamaño considerable. Los techos estaban muy inclinados y no tenían chimeneas, como si en aquel país reinara siempre el verano. Unas figuritas, vestidas todas de claro, se movían entre ellas. A medio camino entre la linde del bosque y la aldea pacían varios caballos; una docena más o menos. Eran todos excepcionalmente blancos también.

Y todos tenían en su frente un cuerno torneado del tamaño de un palmo.

Lancelot se frotó los ojos, incrédulo, pero la visión siguió allí. Se trataba de una manada de… ¡unicornios!

Estuvo por lo menos dos o tres minutos contemplando aquellos animales fabulosos; luego se volvió… y gritó de estupor.

También hacia la izquierda el terreno suave se extendía hasta el mar, que no estaba tan lejos como a la derecha.

Y en la playa se encontraba Camelot.

Claro que no podía ser realmente Camelot. Era más bien lo que algún día llegaría a ser Camelot; la visión que se escondía tras la ciudad construida con piedras. Ese Camelot era diez veces más grande que el del rey Arturo y cien veces más lujoso, pues sus muros habían sido edificados con oro puro. Miles y miles de personas tenían que vivir entre sus muros y la propia fortaleza le pareció a Lancelot tan gigantesca que podría alojar a más personas que la ciudad entera del otro lado.

Sin embargo, el parecido era escalofriante. Al igual que el Camelot del rey Arturo, esta ciudad estaba rodeada de agua por tres partes, aunque en este caso se tratara del mar y no de un recodo del río, y su arquitectura seguía las mismas complicadas reglas: los edificios eran más altos a medida que se acercaban al centro y su estructura escalonada, de cuatro, cinco o seis niveles defensivos, según las zonas, hacía del todo imposible asaltarla. La ciudad tenía el aspecto de una cordillera amurallada, tan inaccesible como un macizo montañoso hecho por la mano del hombre.

¿Por la mano del hombre…?

Lancelot no estaba seguro de que, en ese caso, ésas fueran las palabras más adecuadas. No había podido examinar las figuras del pueblo con detenimiento, pero entre él y la aldea pacían unicornios y, después de todo lo visto, estaba convencido de que había sido un elfo lo que había chocado con su pierna.

No había duda posible, pero la idea le seguía pareciendo tan absurda que se negaba a aceptarla: aquél era el país que había contemplado en la visión de Dagda.

Avalon.

Se encontraba en Avalon, la Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales.

Un movimiento reclamó su atención. Lancelot miró con interés y, en la hierba que había delante de la muralla de la ciudad, observó un resplandor plateado, tan diminuto como si lo creara un añico de cristal. Pero esa primera impresión de pequeñez se debía exclusivamente a las gigantescas dimensiones de todo lo que había a su alrededor. En realidad, se trataba de una fila de cincuenta o más -tal vez, incluso, cien- jinetes, enfundados en sus armaduras y montados sobre caballos que portaban también relucientes bardas plateadas. El guerrero que había en él siguió la ruta de la serpiente de plata y llegó a la conclusión, no sin cierto recelo, de que los hombres alcanzarían justo el lugar de la linde del bosque donde él se encontraba. Debía de tratarse de una mera casualidad y, además, tardarían horas hasta llegar allí, por muy deprisa que cabalgaran.

No tenía por qué temerlos. Aquel lugar era Avalon, no sólo la Isla de la Inmortalidad, sino también el País de la Paz Perpetua. Se rió nervioso, intentando superar su inseguridad; oyó un ruido tras de sí y reaccionó instintivamente, pero de manera completamente distinta a lo que acababa de planear: con un solo paso se refugió de nuevo en el bosque y se escondió tras uno de los troncos lisos. El ruido se repinó y, por fin, pudo establecer que venía de la misma dirección por la que él había llegado. Asomó la cabeza con cuidado para mirar y, de inmediato, la volvió a ocultar asustado.

Estaba de nuevo a resguardo cuando surgieron de la oscuridad del bosque dos, tres, finalmente cinco caballeros sobre gigantescos caballos. Tanto los jinetes como los corceles portaban armaduras de hierro negro, y de ellas sobresalían, de tanto en tanto, pinchos de unos quince centímetros de largo. Sus cascos tenían la forma de espantosos cráneos de dragón. Era el mismo tipo de armadura que llevaba Mordred. El corazón de Lancelot comenzó a latir acelerado. Los hombres se movían despacio, paraban una y otra vez y rastreaban el suelo, y de vez en cuando alguno de los espantosos animales también bajaba la cabeza, coronada con un cuerno, y husmeaba el suelo, como sí fuera una suerte de perro asesino. No era difícil de adivinar que aquel grupo estaba buscando algo.

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