La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
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Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.
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Antes de que también él cayera en el cerco, hincó las espuelas y galopó colina arriba. Sólo a mitad trayecto, dejó que el caballo corriera más despacio y miró hacia atrás por encima del hombro.
Los pictos habían culminado su maniobra. El anillo de los caballeros estaba rodeado ahora por un segundo círculo, que en el momento en que se cerró, comenzó también a contraerse. Pero también los caballeros de la Tabla Redonda se estaban situando. En lugar de acometer el ataque de los pictos en una densa barrera frontal, como éstos esperaban sin duda, se dispusieron rápidamente en dos grupos de igual tamaño y se abalanzaron sobre los pictos, rompiendo el anillo. Casi en el mismo instante su formación se disolvió por completo.
La atención de Dulac se concentró de nuevo en el frente y galopo hacia ahajo tan rápido como pudo. Cuando llegó a la linde del bosque, saltó de la silla y corrió unos pasos parra protegerse en la espesura. Luego, se volvió de nuevo.
Aquellos segundos habían bastado para que la visión se transformara de lleno. En lugar de dos ejércitos perfectamente ordenados, no vio más que una única y caótica confusión. Los caballeros de Arturo, organizados en grupos de tres, se daban mutua protección mientras hacían estragos sin misericordia en el bando de los bárbaros.
Incluso desde aquella distancia, Dulac pudo darse cuenta de que la situación era desesperada para los pictos. Aproximadamente eran diez veces más, pero iban mal armados, a pie y sin apenas protección. No tendrían ninguna posibilidad sobre los caballeros, que, protegidos por sus corazas y armados hasta los dientes, embestían sobre ellos como demonios de un lejano pasado. Por lo que pudo ver Dulac, hasta aquel momento no había caído ninguno de los caballeros de la Tabla Redonda, tampoco ninguno había sido herido al precipitarse ferozmente sobre los pictos. En breves minutos el ejército enemigo sería aniquilado.
De repente, Dulac tuvo la intensa sensación de que no estaba solo. Se dio la vuelta, nervioso, y comprobó que sí. A su alrededor reinaba el silencio lleno de sombras del bosque, acompañado únicamente por el mismo olor a humedad que ya había notado antes. Y, a pesar de ello, aquel sentimiento de que alguien o algo estaba allí se reforzaba a cada segundo. La agitación de Dulac se hizo mayor, miró hacia atrás de nuevo y, luego, dio unos pasos para guarecerse entre los árboles. La batalla continuaba abajo, todavía más encarnizada, pero desde allí los gritos de los guerreros y heridos habían perdido volumen.
A su izquierda crujió una rama. Dulac se ocultó con presteza tras unos arbustos mientras Mordred y dos hombres con el atuendo negro de los pictos salían del bosque dos pasos más allá. De haberse escondido dos segundos más tarde, lo habrían descubierto con toda seguridad.
– La batalla no marcha bien -dijo uno de los pictos.
Mordred miró hacia abajo durante unos segundos para comprobar el estado de los acontecimientos y sacudió los hombros.
– Todo depende del punto de vista con que lo mires -dijo-. Yo creo que va bien. Arturo está ganando. Así es como tenía que ser, ¿no?
El picto puso una mirada sombría.
– Esos de allí abajo son nuestros hermanos, Mordred. Arturo quiere matarlos a todos.
– Y en eso estará ocupado un buen rato -dijo Mordred-. No te hagas el sorprendido. Las cosas marchan tal como las habíamos planeado. Los soldados están para morir. Míralo desde otro punto: si hubiéramos atacado el ejército de Arturo en campo abierto, os habría costado mucho más que doscientos soldados. Imagino que los de allí abajo no son vuestros mejores hombres…
– No -aceptó el picto con sequedad.
– Entonces es un precio pequeño por lo que al final vais a recibir de mí… cuando vuestros hombres cumplan su trabajo en Camelot, se sobreentiende.
¿Camelot? Dulac abrió los oídos. ¿Qué sucedía con Camelot?
– Lo harán -aseguró el picto-. Mientras la bruja se ocupe del mago.
Mordred se abalanzó sobre el picto con un movimiento irascible y lo cogió del cuello con ambas manos.
– Si vuelves a llamarla bruja, ¡te corto el cuello! -siseó.
– Yo… perdonadme, señor -farfulló el picto. Casi no podía hablar porque el ataque de Mordred le había quitado la respiración. Su rostro había perdido el color-. Yo… por supuesto, me refería a Lady Morgana.
Mordred lo sostuvo por espacio de unos segundos más, luego dejó de presionar su cuello y lo empujó con tanta fuerza que el otro estuvo a punto de caer.
– Acepto tus disculpas -dijo-. Pero en el futuro procura sujetar la lengua. Si haces un comentario similar en su presencia, ¡será el último sin duda!
– Por supuesto, señor -dijo el picto con nerviosismo-… Perdonad.
Mordred hizo un gesto con la mano.
– Olvídalo. Y en lo que se refiere al hada Morgana, ten por seguro que se ocupará del viejo loco. Tiene una cuenta pendiente con Merlín y ya lleva demasiado tiempo esperando para cobrársela -movió el brazo de forma autoritaria-. Cabalga hasta Camelot y encárgate de que todo vaya según el plan convenido. Os espero a ti y a tus hombres como muy tarde mañana temprano en Malagon.
El picto y sus compañeros se alejaron rápidamente, pero Mordred se quedó un momento quieto, observando la contienda. Entonces, sucedió algo que casi provocó que la sangre de Dulac se coagulara en sus venas. Mordred se dio la vuelta, miró en su dirección exacta y dijo:
– No sé quién eres o lo que quieres, pero sé que estás ahí. Estabas ayer en el lago, ¿no es cierto?
Un sentimiento de pánico creció en el interior de Dulac. ¡Mordred sabía que estaba allí! Pero ¿cómo podía ser? El horror le hizo contener la respiración, pero por el rabillo del ojo buscó la forma de escapar.
– Muéstrate -exigió Mordred-. No tienes nada que temer, ¡te doy mi palabra!
Dulac no hizo ni el más mínimo movimiento. No habría podido hacerlo, aunque hubiera querido. Estaba paralizado de miedo.
– Bien, como quieras -dijo Mordred un rato después y se rió en voz baja-. No voy a andar buscándote. Tal vez solo seas un curioso. Mientras no me estropees mis planes, no te haré nada. Pero intenta ir en mi contra y te las verás conmigo.
Y sin más se marchó, mientras el chico se quedaba con el corazón latiéndole a mil por hora. Si Mordred hubiera ido a buscarle, no habría tenido ninguna posibilidad de escapar. El entumecimiento de su cuerpo había desaparecido, pero todo él tiritaba y su corazón palpitaba tan deprisa que le impedía hasta respirar. ¿Cómo podía ser que Mordred hubiera descubierto su presencia? Estaba convencido de no haber hecho ningún ruido, y en aquel lugar el bosque era tan oscuro que resultaba imposible que lo hubiera visto. Y, sin embargo, había sabido que estaba allí.
Por otro lado… también él, por su parte, había sentido ya en dos ocasiones que Mordred estaba en las proximidades, y ese sentimiento le había salvado ambas veces. Si él notaba la cercanía de Mordred, tal vez podría ocurrir lo mismo a la inversa.
Aunque eso no daba respuesta a la pregunta de cómo era posible algo así.
Dulac permaneció allí varios minutos más, agachado en su escondite, esperando que su corazón se sosegara, y sus piernas y rodillas dejaran de temblar. Las dos cosas terminaron por ocurrir, pero el agitado caos de sus ensoñaciones no se calmó. Finalmente, consiguió levantarse y, con el mayor sigilo, salió de nuevo.
Mordred y sus acompañantes habían desaparecido y la batalla se acercaba a su fin. Los soldados pictos apenas ofrecían resistencia. La mayoría buscaba salvación en la huida, pero Dulac dudaba que pudieran escapar a la acometida de los caballeros de la Tabla Redonda. El estrecho valle estaba cubierto de cadáveres y moribundos, y los hombres de Arturo andaban a la caza de los supervivientes sin demostrar la más mínima piedad. Dulac tenía una visión clara de lo que iba a ocurrir a continuación. Arturo y los suyos no eran conocidos precisamente por hacer prisioneros.
Camelot.
¡Tenía que ir a Camelot!
El caballo estaba próximo a la extenuación cuando alcanzaron la ciudad. Para un trayecto en el que, esa misma mañana, habían tardado más de tres horas, empleó ahora menos de la mitad. El animal estaba bañado en sudor. Jadeaba, tenía temblores por todo el cuerpo y una espuma blanca salía por sus ollares.
Pero llegó demasiado tarde.
Dulac había visto el humo ya desde lejos: una nube negra, que se levantaba desde el corazón de la ciudad y se extendía como una manta compacta que fuera a volcar una terrible tormenta sobre Camelot. Por unos instantes, se asió a la dudosa esperanza de que tan sólo se tratara del humo proveniente de algunas chimeneas, pero no era más que un deseo.
Camelot ardía.
Cuando se aproximó, descubrió al menos una docena de fuegos llameando tras las murallas, y también sobre las almenas del castillo se levantaba un humo negro y denso. Dulac penetró en la ciudad a través de la Puerta Norte, pero tras breves minutos tuvo que retener a su caballo y acabó desmontándose de él, porque las calles estaban plagadas de personas corriendo y gritando, y le resultaba imposible avanzar. Probablemente, así, le salvó la vida al caballo, pues, al desmontar, éste se tambaleó unos pasos hacia un lado a punto de caer agotado, pero Dulac no reparó en ello. Hundido en la desesperación, salió corriendo de allí.
Le bastaron diez minutos para llegar al centro, pero esos diez minutos le parecieron una eternidad. Camelot era una pesadilla. Numerosas casas ardían y en muchas más descubrió el rastro de fuegos apagados. También el rejado de la posada había quedado reducido a un armazón de vigas renegridas, y muchas de las personas con las que se cruzó llevaban vendajes ensangrentados o heridas abiertas… También vio más de un picto muerto.
Nada de eso importaba. Dulac corría con la lengua fuera para alcanzar el castillo y, sin embargo, tenía la sensación de no moverse de su sitio. Hasta el último instante, se aferró a la esperanza de que la fortaleza hubiera soportado el ataque y que el humo de las almenas fuera sólo de los fuegos de defensa utilizados para hervir el aceite y la pez que se arrojaba sobre los enemigos.
Pero era una esperanza vana.
La puerta del castillo no había sufrido desperfectos, pero estaba abierta, y bajo el pétreo arco de entrada yacían, cubiertos de sangre, tres cadáveres ataviados con los colores de Camelot. El humo negro que inundaba el patio impedía respirar a Dulac. La mayor parte de las ventanas que daban sobre el patio estaban reventadas y en algunas de ellas todavía podían verse llamas rojizas. Docenas de hombres iban y venían, intentando apagar los fuegos o tratando de poner los bienes a buen recaudo. Dulac vio más muertos vestidos con los colores de Camelot. La armadura de uno estaba manchada de sangre. También había muertos del bando de los bárbaros; por lo menos una docena, si no más. Los pictos habían pagado un alto precio por el triunfo sobre Camelot, porque tal como se desprendía de la situación: habían ganado.