-->

La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial, Hohlbein Wolfgang-- . Жанр: Прочие приключения. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 149
Читать онлайн

La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial читать книгу онлайн

La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - читать бесплатно онлайн , автор Hohlbein Wolfgang

Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 19 20 21 22 23 24 25 26 27 ... 63 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Dulac permaneció en el patio por un momento, mirando desamparado a su alrededor; por fin, corrió hacia las escaleras del sótano. Por lo menos, no había humo en esa zona. Esperaba que los pictos no hubieran bajado hasta allí. Al fin y al cabo, ¿para qué iban a atacar una cocina?

El humo y el calor agobiante quedaron fuera mientras él bajaba por las escaleras. Allí el ambiente era hasta fresco.

Reinaba un misterioso silencio. La devastación no había llegado a aquel lugar. Si alguno de los enemigos había bajado al sótano, no había arremetido contra nada. En esa zona no se había producido ninguna lucha.

Dagda no andaba por allí.

– ¿Dagda? -gritó Dulac-. ¿Dónde estás?

No recibió contestación. De pronto, se dio cuenta de algo que le resultó inquietante: no es que el ambiente fuera fresco, es que hacía frío, un frío tan helador que su propia respiración provocaba que un vaho gris saliera por su boca, y la piel de sus manos empezó a escocerle.

– ¿Dagda? -llamó otra vez-. ¡Contéstame!

Tampoco esta vez recibió respuesta. Sin ni siquiera notarlo, sus pasos se hicieron cada vez más lentos y, al llegar a la puerta del dormitorio de Dagda, todo su cuerpo temblaba. La puerta estaba entornada. La madera resplandecía, y cuando Dulac la empujó con la mano, descubrió que era a causa del… hielo.

Imbuido de un mal presagio, abrió la puerta del todo y entró en el cuarto.

Se quedó sin respiración.

La visión era tan fantástica que en un primer momento no pudo ni sentir miedo, se limitó a mirar a su alrededor con los ojos abiertos como platos.

La habitación de Dagda se había convertido en una cueva de hielo. Los blancos cristales relucían en las paredes, el techo y el suelo, todo lo que se encontraba en aquel lugar estaba cubierto por una capa de hielo de un dedo de grosor. Incluso el fuego de la chimenea se había helado. Resplandecía rojo y amarillo, pero no se movía ni siquiera un poco, y si se observaba con detenimiento podía divisarse la coraza de hielo que rodeaba las llamas.

¿Qué había dicho el picto? Mientras la bruja se ocupe del mago…

El cuerpo de Dulac fue presa de un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío que invadía la estancia.

Magia. Aquellos fenómenos eran producto de la magia negra, cosa de brujería. No había duda. La causante tenía que haber sido la bruja de la que hablaba el picto… ¿Cómo la había llamado?… El hada Morgana. Y, en última instancia, ella sería también la responsable de la caída de Camelot. Ningún ejército, por fuerte que fuera, podría haber tomado Camelot, aunque sólo hubiera estado defendido por cinco caballeros y un puñado de armas. De pronto, tuvo que pensar otra vez en la desasosegante sombra que había visto allá abajo, y comprendió que había sido testigo de la primera agresión de magia negra que había tenido lugar en el sótano.

Un gemido apagado rompió sus pensamientos. Dulac se sobresaltó, miró alarmado a su alrededor y observó con espanto que el contorno helado de la cama de Dagda ¡se movía!

De un solo salto se plantó allí y su espanto se trocó en pánico cuando descubrió que, efectivamente, era Dagda el que reposaba bajo la manta congelada.

Se habían formado carámbanos en su barba y en sus cabellos ralos, y cuando levantó los párpados, Dulac vio que también sus ojos estaban cubiertos por una fina capa de hielo. Al respirar, profería un rugido desagradable, como si varias astillas de hielo se friccionaran unas con otras.

– ¿Dagda? -murmuró Dulac. No recibió respuesta, así que tendió la mano para rozar el hombro del anciano, pero se lo impidió el absurdo temor de que aquel gesto pudiera romper al viejo como ocurriría con una estatua de hielo blando.

Volvió a susurrar el nombre de Dagda dos o tres veces, sin que en los nublados ojos del anciano se produjera signo alguno de reconocimiento. De pronto, siguiendo su instinto, decidió utilizar el nombre que había citado Mordred durante su conversación con el picto en la linde del bosque.

– ¡Merlín!

Dagda volvió la cabeza y le miró directamente a los ojos. Levantó la mano y sus delgados dedos se agarraron con tanta fuerza al antebrazo del chico, que el dolor le hizo asomar las lágrimas. Su mano estaba tan fría como un témpano de hielo.

– Lancelot -susurró con una voz muy fina, vidriosa-. Morgana. Me ha… yo… yo no la creía capaz.

– No hables, Dagda -dijo Dulac despacio. Intentó desasirse, pero el viejo tenía una fuerza inusitada-. Te sacaré de aquí. Vas a congelarte.

– Demasiado tarde -murmuró Dagda, moviendo la cabeza ligeramente. La almohada helada hizo un ruido semejante al de unas uñas afiladas arañando cristal-. Lancelot…, atiende -respiró con fuerza-. No puedes…

– ¿Qué es lo que no puedo? -preguntó Dulac cuando Dagda no siguió hablando. No estaba seguro de obtener una respuesta. A pesar de que los dedos de Dagda continuaban agarrando su muñeca con la fuerza de un torno, podía percibir que otra fuerza, mucho más poderosa, se estaba apagando muy dentro de él, silenciosa y con terrible determinación.- ¡Dagda, no te mueras! -murmuró.

– Lancelot -gimió Dagda-. Mordred ha… la… la armadura… Avalon… Tú no… puedes… bajo ningún… concepto…

Y se murió. No fue nada especialmente dramático. Aquella fuerza apagada que Dulac había percibido, desapareció de un momento a otro, y sus ojos no fueron ya más que bolas muertas de hielo pintado.

– ¡No! -murmuró el chico-. Dagda, no, tú… tú no…

Su voz enmudeció, pero no sólo porque el dolor le atenazó la garganta. Hacía tanto frío allí dentro, que el aire parecía helarle los pulmones, y cuando se miró las manos, comprobó que también él estaba cubriéndose de una fina y brillante capa de escarcha, al igual que sus ropas. Tenía que salir de aquel lugar lo antes posible, si no quería acabar congelado.

Tuvo que emplear todas sus fuerzas para lograr separar los dedos de Dagda de su muñeca y conseguir que el brazo del anciano reposara sobre la cama congelada, y a pesar de todo, se quedó unos segundos más para cerrar los ojos de Dagda. Sólo entonces se dio la vuelta y salió del aposento tan rápido como pudo.

Tiritando todavía de dolor y frío, alcanzó el patio con los ojos llenos de lágrimas. Aunque le parecía mucho el tiempo transcurrido, sólo había estado unos minutos en el sótano y las cosas allí habían cambiado poco. La mayor parte de los fuegos continuaban encendidos y los hombres seguían yendo de acá para allá, cargados con cubos de agua o mantas, o intentando penetrar entre las llamas para arrebatarle los víveres al fuego.

Dulac no pudo mover ni un dedo para ayudarlos. Todavía trataba de asimilar que Dagda estuviera muerto. Desde que tenía uso de memoria, conocía al anciano. No había pasado ni un solo día sin estar con él. Dagda había sido casi un padre para el chico; en cierto sentido, más que un padre. Que estuviera muerto era realmente triste, pero la muerte forma parte de la vida y eso Dulac habría podido sobrellevarlo, si se hubiera muerto de muerte natural. Pero aquella muerte, resultado de la magia negra, era más de lo que podría soportar. Alguien tendría que pagar por esa muerte. Morgana, la bruja. Aunque ahora no supiera quién era.

Pero aún iba a ocurrirle algo peor.

Dulac se giró para marcharse, cuando se dio cuenta de que el guerrero supuestamente muerto que estaba en la escalinata, se movía. Asustado, corrió hacia él, se arrodilló a su lado y, con todas sus fuerzas, le dio la vuelta a la figura de pesada armadura. El caballero llevaba la visera del casco levantada. Su rostro estaba manchado de sangre, pero Dulac lo reconoció inmediatamente. Era Sir Caldridge, uno de los caballeros de la Tabla Redonda de más edad y experiencia. Aunque ésta, al final, no le había servido para nada. Un solo vistazo a los ojos de Sir Caldridge le hizo comprender a Dulac que iba a morir.

– Dulac -murmuró Caldridge-. Has vuelto. ¿Dónde está Arturo?

– Yo me he adelantado para preveniros, pero he llegado demasiado tarde -contestó el joven-. ¿Qué ha ocurrido?

– Una trampa -respondió Caldridge en voz muy baja-. Los pictos. Una trampa para que Arturo y los demás… se marcharan. Aparecieron… dos horas después de que os fuerais. Cientos. Un ejército completo. Cerramos las puertas, porque pensamos que querían atacar el castillo, pero ellos… atacaron la ciudad. No había soldados en Camelot. Sólo mujeres y niños. Los acosaron como demonios y prendieron varios fuegos.

– Y luego os obligaron a entregar el castillo o arrasarían por completo la ciudad -imaginó Dulac.

– Y como contrapartida, ellos nos ofrecieron libertad para escapar -confirmó Caldridge-. Tuvimos que aceptar. Si no, habrían quemado la ciudad entera y aniquilado a todos sus habitantes. Pero nos mintieron. En cuanto abrimos las puertas, cayeron sobre nosotros. Nos defendimos, pero eran demasiados.

– Tranquilo -dijo Dulac-. Estoy seguro de que hicisteis todo lo que pudisteis. No os hagáis reproches. Iré a buscar un médico.

– Demasiado tarde -dijo Caldridge-. Sé que voy a morir, pero no importa. Dile a Arturo que… que todos están muertos. Hemos… matado por lo menos a cincuenta, si no más, pero eran demasiados. Y… dile que Uther y Lady Ginebra…

– ¿Ginebra? -Dulac tuvo la impresión de que una mano fría apretaba su corazón-. ¿Qué le ha sucedido?

– Los pictos -murmuró Caldridge-. Se han… llevado a Sir Uther y a Lady Ginebra. Dile a Arturo que… que los dos están bien, pero… el cabecilla de los pictos dijo que le espera en Malagon. Le da… tres días.

Dulac se quedó con Caldridge hasta que el alma del caballero de la Tabla Redonda abandonó su cuerpo. Cuando vio las terribles heridas que tenía, le pareció un verdadero milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Estaba claro que había reunido todas sus fuerzas para lograr transmitir la información a Arturo. Una vez que sabía que ésta llegaría al rey, pudo descansar en paz.

Malagon…

Dulac había oído cómo Mordred pronunciaba esa misma palabra. Había dicho que esperaría allí a los pictos y a sus guerreros, como muy tarde a la mañana siguiente. Aquel lugar no debía de estar muy lejos, entonces. Pero el joven no sabía ni lo que era Malagon exactamente ni dónde se encontraba.

Una vez que Caldridge hubo muerto en sus brazos, abandonó el castillo y se puso en camino hacia la posada de Tander. Si alguien fuera del castillo sabía lo que era Malagon, ése sería sin duda el posadero.

Sólo en el camino de vuelta, pudo Dulac darse realmente cuenta del lamentable estado en el que se encontraba Camelot. No había ni una sola casa que hubiera salido indemne de la batalla, todos los ciudadanos habían sufrido daños. Más tarde descubriría que muy pocos habían sido gravemente heridos y que sólo cinco estaban muertos, pero en aquel momento le pareció que estaba atravesando una ciudad plagada de cadáveres, que había sido destruida cientos de años antes y en la que uno se topaba con la muerte mil vetes más que con la vida.

1 ... 19 20 21 22 23 24 25 26 27 ... 63 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название