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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - читать бесплатно онлайн , автор Hohlbein Wolfgang

Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

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– Dagda -empezó Ginebra-. No podéis imaginaros lo que me duele veros así -se aproximó más, se inclinó sobre el anciano y le dio un beso en la mejilla. Luego se dirigió a Dulac en voz muy baja-: No le he dicho a Arturo que nos conocemos. Déjalo así.

Sus palabras le provocaron un pinchazo de dolor, aunque eran razonables. A pesar de ello, se sintió casi traicionado.

Pero quizá era demasiado tarde para aquel aviso. Arturo había vuelto la cabeza y miraba con el ceño fruncido en su dirección. Luego se levantó de un salto y se acercó a ellos. Posó los ojos en Dulac brevemente, pero de manera nada amigable, y le preguntó a Dagda:

– ¿Cómo os encontráis?

– Mejor -respondió éste con una mueca-. Pero voy a acabar volviéndome sordo si sigo escuchado vuestro parloteo durante más tiempo. Sois peor que los gansos.

Arturo asintió.

– Estáis mejor -dijo y se volvió a Ginebra-: Tengo que disculparme por mis rudas maneras, Mylady -dijo-. No he logrado daros la bienvenida como os merecéis. Camelot debe transformarse en una fortaleza de oro ahora que vos moráis en ella.

– Me aduláis, rey Arturo -dijo Ginebra sonriendo, pero el tono de su voz era algo más frío de lo que debería haber sido.

– Al contrario, Mylady -respondió Arturo-. Y no me llaméis rey, os lo suplico. Arturo. Mi nombre es Arturo. Ya os conocía cuando vos erais una niña pequeña. Por lo que veo, os habéis convertido en una hermosísima joven.

– Vuestro marido es causa de envidia -dijo Dulac. En cuanto pronunció aquellas palabras, se arrepintió de haberlo hecho.

Arturo no reaccionó en un primer momento y el joven confió en que no hubiera escuchado el comentario.

Pero claro que lo había escuchado. Un instante después, se volvió a Dulac y su rostro había adoptado la textura de una roca. No había ira en sus ojos, sino otra cosa. Su mirada se clavó en Dulac, buscó la de Ginebra y volvió a Dulac. «Lo sabe», pensó éste. Sencillamente, lo percibía.

– Sí -dijo Arturo con frialdad-. Vuestro marido es causa de envidia.

Dulac temió algún reproche por parte de Arturo y estaba pensando ya en cómo aplacarlo cuando las circunstancias vinieron a ayudarle: se abrió la puerta y un hombre con las vestimentas desgarradas se precipitó en la sala. Respiraba con dificultad y parecía que ni siquiera le quedaban fuerzas para permanecer de pie. Bamboleándose, dio dos o tres pasos hacia atrás, chocó contra la mesa y cayó de rodillas llevándose por delante dos sillas.

Arturo se aproximó a él mientras casi todos los caballeros se levantaban de sus asientos: algunas manos se habían posado en las empuñaduras de sus espadas y en la mayoría de los rostros afloró el desconcierto y el sobresalto.

– ¿Que ha ocurrido? -Arturo alcanzó al caído y se arrodilló a su lado-. ¿Quién tres? ¡Habla!

– Yo… yo… señor -gimió el hombre-. Los… los pictos. Ellos…

Su voz se quebró. Por mucho que lo intentó, no pudo proferir más que unos tremendos estertores. Arturo se dirigió a Dulac y le ordenó:

– ¡Chico! ¡Trae agua!

Como Dagda antes, tuvo el hombre que conformarse con beber vino. Ingirió ávidamente unos sorbos, y, aunque escupió la mayor parte, se atragantó y acabó con un fuerte ataque de tos. Cuando hubo bebido la mitad del vaso, Arturo se lo quitó de las manos y dijo con algo más de suavidad:

– Ahora, tranquilízate. Lo mismo da un momento más o menos.

El hombre asintió agradecido. Dulac pudo darse cuenta de que intentaba con todas sus fuerzas recobrar el ritmo de la respiración. Tenía muy mal aspecto. Sus ropas, con los colores y el emblema de Camelot, llamaban la atención por su suciedad, pero también por la sangre que tenían pegada, y tardó un buen rato en lograr ponerse en pie. Arturo levantó del suelo una de las sillas y lo ayudó a sentarse en ella.

– Ahora, habla.

– Los pictos, señor -respondió el soldado, todavía jadeando por la fatiga y con temblores en todo el cuerpo-. Han traspasado la frontera del norte con doscientos hombres.

– ¿Doscientos?

– ¡Por lo menos, señor! -contestó el soldado-. Tal vez, incluso, más.

– ¿Cuándo? -interrogó con dureza Galahad.

– Ayer por la tarde, a la caída del sol. No tuvimos ninguna oportunidad, señor. Nos sorprendieron del todo. Eran demasiados.

– Nadie te está reclamando nada -dijo Arturo-. ¿Eres el único que ha sobrevivido?

Por un instante una expresión de miedo se asomó a los ojos del hombre.

– Me habría quedado con mis compañeros, para morir con ellos, pero…

– … Pero entonces no estarías aquí para avisarnos y Camelot podría acabar como el resto de tus tropas, acorralada también -le interrumpió Arturo-. Has hecho lo correcto. ¿Estaba Mordred con ellos?

– No lo sé, señor -respondió el guerrero. Alargó una mano tembloroso hacia Dulac y éste le sirvió otro vaso de vino, una vez que Arturo le hizo un gesto de conformidad con la cabeza. En esta ocasión bebió más lentamente y con tragos mayores, antes de empezar a hablar de nuevo:

– No conozco a Mordred, pero al mando iba un hombre que no tenía aspecto de ser picto.

– Mordred -dijo Galahad con rabia-. No pierde el tiempo.

– Menos de lo que vosotros pensáis -dijo el soldado-. Cuando estuve seguro de que había conseguido esquivarlos, me quedé un rato acechándolos. Marchan hacia Camelot, señor. Muy rápido.

Galahad iba a hacer una nueva pregunta, pero Arturo le hizo callar con un gesto brusco.

– ¿Estás seguro? ¿A qué distancia se encuentran de aquí?

– A no más de medio día -respondió el guerrero-. He intercambiado dos caballos para llegar lo más rápido posible, pero ellos marchan muy deprisa, señor.

– Bien -dijo Arturo con aspereza-. Nos has prestado un gran servicio, amigo mío. Más tarde hablaré contigo de nuevo, pero por ahora ya basta. Ve abajo y que te sirvan algo de comer; luego descansa. Te mandaré llamar.

El hombre se levantó y se fue con paso inseguro. Nadie habló hasta que abandonó la sala y cerró la puerta tras de sí.

– Me resulta difícil de creer -dijo Gawain-. Ni el propio Mordred osaría levantar la mano contra Camelot.

– Creedlo, Gawain -dijo Uther-. Camelot es lo que ansiaba de veras, desde el principio.

– Pero…

– Uther tiene razón -le interrumpió Arturo-. Sabía que iba a suceder, sólo esperaba tener algo más de tiempo.

– Doscientos hombres es un gran ejército -dijo Ginebra-. Y están cerca. ¿Habrá tiempo suficiente para movilizar a vuestro propio ejército y organizar la defensa?

Arturo la miró muy serio y sin pronunciar una sola palabra, y Uther le dijo con dulzura:

– Camelot no tiene ningún ejército, querida niña.

Ginebra abrió los ojos desmesuradamente, sin poder creer lo que estaba oyendo.

– ¿Ningún ejército? -repitió-. Pero eso… eso no puede ser. Quiero decir: ¡Camelot es famoso en toda Britania por su fortaleza y su poder! Creía que teníais un ejército poderoso.

– Uther está diciendo la verdad, Mylady -dijo Arturo y con su mano hizo el gesto de abarcar a todas las personas que se encontraban alrededor de la mesa-. Nosotros somos el ejército de Camelot. Es más que suficiente.

– ¿Vosotros solos contra doscientos hombres?

– Ya hemos luchado contra ejércitos mayores y vencido -respondió Arturo-. No tengáis miedo. Mordred recibirá lo que se merece. Y pagará también por la muerte de vuestro padre y por lo que os hizo a Uther y a vos.

– Pero…

– Por favor, niña -dijo Uther con sosiego-. Arturo tiene razón. Mordred debe de haber perdido la razón para venir aquí con sus hombres. Sabe que no tiene ninguna posibilidad.

– Eso es lo que me preocupa -dijo Arturo en tono lúgubre-. Mordred puede ser muchas cosas, pero no un estúpido. Lleva a sus hombres a una muerte segura. Y me pregunto por qué -cerró el puño-. Se lo preguntaré antes de clavarle la espada en el corazón.

– ¿Por qué no le aguardamos aquí? -preguntó Uther-. ¡Dentro de los muros de Camelot sus hombres caerán como moscas!

– ¿Y traer la guerra a la ciudad? -Arturo señaló a Evan-. Los padres de este chico y los demás habitantes de la ciudad confían en que nosotros protegeremos sus vidas. No… saldremos dentro de una hora al encuentro de los pictos. Los atacaremos en campo abierto.

– Os acompaño -dijo Uther. Ginebra lo miró asustada y Arturo levantó la mano, sacudiendo la cabeza.

– Por mucho que os comprenda, viejo amigo, no puedo permitíroslo. Alguien tiene que velar por la seguridad de Lady Ginebra. Cinco de mis caballeros y la guarnición del castillo quedan a vuestro cargo, para protegeros.

Uther no quedó muy convencido, pero intuyó que era totalmente inútil alargar la discusión. Bajó la mirada y, un instante después, Ginebra se aproximó a él y puso la mano sobre su hombro.

Dagda se incorporó gimiendo del sillón.

– Entonces, tengo que ponerme a trabajar.

– Que vas a hacer ¿qué? -se asustó Dulac.

– Una hora no es mucho tiempo -respondió Dagda-. Los caballeros querrán comer antes de salir. Se pelea mal con el estómago vacío.

Alargó la mano y Dulac se dispuso a ayudarle cuando Arturo lo atajó con un gesto autoritario de su mano derecha mientras con la otra señalaba a Evan-. Que os ayude este chico. Quiero que Dulac nos acompañe.

– ¡Vaya disparate! -rumió Dagda-. ¿De que os iba a servir?

– Se encargará de vuestras funciones -dijo Arturo-. Estáis demasiado enfermo para acompañarnos, pero alguien tiene que actuar de testigo y cronista de los hechos. Le habéis enseñado a leer y escribir, ¿no?

– Sí -asintió Dagda-, pero…

– Entonces es suficiente -tomó la palabra Arturo-. No os preocupéis, sólo observará. Me ocuparé personalmente de que no toque ni un arma -se aproximó a Dulac y le dijo algo ceñudo-: Ve al establo y búscate un caballo. Y todos vosotros: disponed lo necesario. ¡Abandonamos Camelot dentro de una hora justa!

Era una magnífica a la par que vistosa cabalgata la que una hora después cruzaba la puerta de la fortaleza para dirigirse al norte: treinta y cuatro caballeros, un rey y un chico, nervioso, desconcertado y malhumorado, todo a un tiempo. Arturo había evitado por todos los medios que viera de nuevo a Dagda o a Ginebra. Uno de sus caballeros había pasado todo el resto del tiempo a su lado, supuestamente para ayudarle en la elección de la montura y enseñarle cómo ensillarla. Dulac no tenía dudas de que en realidad estaba obrando por mandato del rey.

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