La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
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Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.
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Pero ¿por qué? Incluso, aunque Arturo percibiera que entre Ginebra y él había algo que no debía haber existido, ¿por qué lo mantenía apartado de Dagda? Hasta la bolsa de piel con las obleas y los utensilios de escritura se la había entregado Evan, no Dagda.
El mal humor de Dulac se fue apaciguando en cuanto abandonaron el castillo. Para alcanzar la calzada hacia el norte, tenían que atravesar la ciudad y, naturalmente, tanta impedimenta provocó la curiosidad y agitación de sus habitantes. Los hombres cabalgaban ataviados con sus armaduras completas y también los caballos portaban gualdrapas y bardas. La ciudad resonaba bajo los cascos de los caballos, de las lanzas de los soldados colgaban gallardetes de colores y a la cabecera de la cabalgata ondeaba el estandarte de Camelot. El sol se reflejaba en el acero y en las piezas plateadas y doradas de las armaduras, de tal manera que era imposible observar de cerca el paso de las tropas sin ser cegado por su luz. Pero, a pesar de aquella visión tan espectacular, las masas que pronto abarrotaron las calles permanecían asombrosamente silenciosas. Dulac oía sólo, de vez en cuando, un vítor o un «¡Larga vida al rey!», y la expresión en la mayor parte de los rostros era de temor. Las malas noticias se habían divulgado con rapidez. Las personas sabían que Arturo y sus caballeros acudían a la guerra y no a una simple parada militar.
Salieron de la ciudad y durante dos horas trotaron a ritmo ligero hacia el norte. Aunque al principio se cruzaron con algunos carruajes, jinetes o personas a pie, a medida que avanzaban, el paisaje, a derecha e izquierda del camino, se fue haciendo cada vez más solitario. Ya no había haciendas, ni casas; al final, desapareció hasta la calzada, y bajo los cascos de los caballos no quedó más que tierra baldía y hierba.
Galoparon durante una hora y sólo cambiaron el rumbo para bordear los bosques o los territorios pantanosos, que iban aumentando cuanto más hacia el norte avanzaban.
Dulac no sabía de dónde sacaba la fuerza para mantenerse sobre la silla. Le dolía cada músculo de su cuerpo y cada paso que daba el caballo era como un puntapié que caía directamente sobre él. La montura que Sir Braiden le había asignado era un animal poderoso, entrenado para grandes distancias, pero era evidente que estaba al límite de sus fuerzas. Le resultaba cada vez más difícil mantenerse a la altura de los otros caballos, a pesar de que no llevaba barda ni tenía que cargar a un caballero con su armadura completa. Para Dulac era un misterio cómo lograban los caballeros de la Tabla Redonda y sus corceles soportar tanta fatiga.
Justo en el momento en que creía que iba a desplomarse de la silla, Arturo levantó el brazo en señal de parada. Frente a ellos se divisaba una colina poblada de árboles, que ofrecía, incluso a un ejército con tanta impedimenta como el de ellos, una protección perfecta en el caso de un ataque sorpresa. Una vez que se acalló el golpeteo de los cascos, Dulac pudo oír el sonido de un río, que corría muy próximo, seguramente al otro lado del bosque.
Los caballeros se apearon de sus monturas, y también Dulac lo intentó, pero se quedó quieto soltando un silbido de dolor. Las corvas, la zona interior de los muslos y, sobre todo, la parte de su cuerpo sobre la que estaba sentado le ardían como el fuego.
– ¿A qué esperas? -también Arturo había desmontado y caminaba a paso rápido hacia él. Llevaba el casco de cobre en el brazo izquierdo y tenía un aspecto descaradamente vigoroso, como si llegara de un paseo tranquilo por el bosque y no de una cabalgada de horas. De pronto, paró la marcha, inclinó la cabeza a un lado y sonrío-. Ya entiendo -dijo-. ¿Te has sentado en un campo de ortigas?
– ¿Señor? -preguntó Dulac sin comprender.
– Estás escocido -explicó Arturo-. Ese es el verbo que se emplea en estos casos.
– Oh -murmuró Dulac-. Entiendo.
La sonrisa de Arturo se ensanchó más y el rey le tendió la mano.
– Yo te ayudo. Baja. Sin más. Si quieres ser un caballero, tendrás que superarlo.
Dulac le cogió la mano, apretó los dientes y bajó de golpe de la silla. Le dolía muchísimo todo el cuerpo y tuvo la sensación de que su espalda iba a quebrarse como una rama seca.
Arturo mantuvo su mano algo más del tiempo necesario, como si no estuviera muy seguro de que Dulac lograra ponerse en pie por sí mismo. Luego le preguntó:
– ¿Lo quieres?
– ¿Que?
– Ser un caballero, como yo y los otros -respondió Arturo.
– Por supuesto, señor -contestó Dulac espontáneamente.
– ¿Qué chico de tu edad no lo querría? -dijo Arturo-. La pena es que Dagda tenga otros planes para ti.
Aquellas palabras desconcertaron a Dulac. Estaba casi convencido de que Arturo se lo había llevado para castigarlo por algún motivo. Pero ahora el rey utilizaba con él un tono de lo más afable. ¿Adonde quería ir a parar?
Sin aclarar el motivo de su comportamiento, Arturo pasó al otro lado del caballo y llamó a un caballero:
– ¡Sir Lioness! Los pictos se encuentran en la otra parte de la colina. Por favor, comprobad lo lejos que están. Me gustaría orar un poco antes de ir a la batalla.
El caballero ataviado de rojo y oro desapareció rápidamente, dispuesto a acatar las órdenes del rey, y Dulac se quedó mirando a Arturo realmente asombrado.
– ¿En la otra parte de la colina? ¿Cómo lo sabéis?
Arturo rió en voz baja.
– Doscientos hombres no marchan sin dejar huellas -dijo-. ¿Ves esos puntos arriba, en el cielo?
Los ojos de Dulac miraron en la dirección que señalaba el rey. Asintió.
– Pájaros.
– Demasiados pájaros y todos en el mismo lugar -explicó Arturo-. El ejército de Mordred los ha espantado y, si te fijas mejor, apreciarás el polvo en el ambiente.
– No me… habría dado cuenta jamás -confesó Dulac y observó a Arturo con una mirada casi reverencial.
– ¿Cómo ibas a hacerlo? Dagda te ha educado para ser mozo de cocina y criado. Pero no me puedo imaginar que te baste ese tipo de vida.
– Dagda ha sido muy bueno conmigo -respondió Dulac-. Me ha enseñado mucho.
– Y también te ha mantenido alejado de muchas cosas -añadió Arturo y el pensamiento de Dulac recayó en la disputa entre él y Dagda. Revivió la conversación que el día anterior se había interrumpido de forma tan abrupta, de otra manera muy distinta a la que él esperaba.
Habló sin pensar lo que salía de su boca.
– ¿Ya… no estáis enfadado conmigo? -preguntó con precaución.
– ¿Enfadado? ¿Por el pequeño arañazo? -Arturo se rió-. Fue por mi propia torpeza. Fui injusto contigo. Y fue muy estúpido por mi parte entregarte una espada. No hay nada más peligroso que un arma en manos de un hombre que no está familiarizado con ella.
Dulac permaneció en silencio. Las palabras de Arturo no sólo habían respondido a su pregunta sino que lo habían golpeado en lo más hondo. Y ya ni siquiera sabía si realmente quería aprender a utilizar una espada.
Días antes habría respondido a esa pregunta con un «sí» rotundo. Pero había ocurrido algo. Había tenido una espada entre las manos y las imágenes que ésta le había mostrado resultaron espeluznantes.
– Pronto se desencadenará la batalla -dijo Arturo-. ¿Tienes miedo?
– No -respondió Dulac, pero ésa no era, por lo visto, la respuesta que quería escuchar Arturo porque su cara desveló una expresión preocupada.
– Deberías tenerlo -dijo-. Vamos a vencer con toda seguridad, pero morirán personas y eso es siempre malo.
– Son sólo pictos.
– ¿Y los pictos no son personas? -preguntó a su vez Arturo-. Tal vez para nosotros no sean más que bárbaros, que adoran a dioses oscuros y amenazan nuestra manera de vivir. Nuestros enemigos. Pero también son maridos y padres e hijos. Si no regresan a sus casas, en sus hogares se derramarán muchas lágrimas.
Dulac se preguntó por qué Arturo se había convertido en un guerrero si pensaba así. Y, prácticamente en contra de su propia voluntad, le hizo esa pregunta… aunque enseguida se arrepintió. Acabaría costándole el cuello tener una lengua tan ligera.
Sin embargo, Arturo no pareció molestarse, más bien se sonrió como si hubiera esperado esa pregunta y estuviera contento de escucharla.
– Porque desgraciadamente es necesario, chico -respondió-. Tal vez llegará un día en que los humanos no necesiten más guerreros, pero aún no hemos alcanzado esa época. No hace mucho, este territorio era como el de los pictos. Salvaje, bárbaro y violento. Los habitantes de Britania aprendieron y ahora es tiempo de que aprendan los pictos -puso la mano sobre la espada-. A veces aprender hace daño. No me alegro de matar a sus guerreros, pero también tengo que proteger a la gente que confía en mí.
Sir Lioness regresó.
– Están allí -dijo-. Al otro lado de la colina, a una legua de distancia. Han acampado en la linde del bosque. Creo que saben que estamos aquí.
– Quieren atraernos al bosque, allí donde nuestros caballos y las armaduras no sean más que una rémora para nosotros -dijo Arturo taciturno-. Pero no voy a complacerles -pensó un momento-. Mandad un emisario. Quiero parlamentar con su capitán dentro de media hora, solos él y yo.
– Van a aprovechar ese tiempo para rodearnos -comentó Lioness.
– Que lo hagan -replicó Arturo-. Id. Haced lo que os he dicho -elevó la voz-. ¡Sir Mandrake! ¡Celebremos una misa para pedirle a Dios fuerzas para la próxima batalla!
Dulac se sintió un poco desamparado. Para ser exactos: fuera de lugar. Con toda seguridad, Arturo había mantenido aquel diálogo con él para ocupar de algún modo el tiempo hasta que regresara el caballero, no porque se tratara de algo de vital importancia. Ahora llamaba a sus caballeros a la oración y él poco tenía que hacer allí. Arturo y sus caballeros eran, como casi todos en Camelot, cristianos. Dagda, sin embargo, seguía creyendo en los viejos dioses, que ya reinaban sobre ese territorio y sus habitantes cuando el Dios de los cristianos ni siquiera existía, y en lo que se refería a él… a estas alturas no tenía las cosas demasiado claras. ¿En qué creía? Si es que creía en algo. En el Dios de los cristianos seguro que no, aquel Dios que predicaba el amor y el perdón y amordazaba la vida de los hombres con un montón de reglas, prohibiciones y mandamientos, hasta que no les quedaba casi aire que respirar. Tander lo sabía y no hacía mucho caso, pero lo aprovechaba como pretexto para cargarle el domingo de trabajo cuando los demás acudían a la iglesia. También Arturo le había dejado claro en una ocasión que no le molestaba su actitud. De todas formas, Dulac sabía que muchos de los caballeros de Arturo eran verdaderos fanáticos de la religión y no quería que el rey tuviera problemas por su causa. Más de uno de los caballeros de la Tabla Redonda habría reaccionado en su contra si hubiera averiguado que Arturo admitía a un pagano en su corte.