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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - читать бесплатно онлайн , автор Hohlbein Wolfgang

Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

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Se dio la vuelta, caminó unos pasos hasta la linde del bosque y buscó un sitio en el que sentarse y reposar su espalda dolorida. Reinaba el silencio. Del bosque no salía ni el más mínimo ruido, ni siquiera el crujido de una rama o el susurro de las hojas, y el viento trajo un olor ligeramente enmohecido que a Dulac no le resultó desagradable, pues otorgaba al lugar una sensación de vida que rara vez había experimentado con tanta intensidad.

Aquella geografía le gustaba cada vez más, a pesar de que en un principio le había resultado increíblemente inhóspita. Estaban a gran distancia de cualquier enclave habitado, y más aún de aquello que Arturo solía definir con la palabra civilización. A Dulac no le habría asombrado descubrir que por allí no pasaban personas en meses, por no decir en años. Tal vez era eso mismo lo que sentía: la inmovilidad de aquel lugar.

No muy lejos de donde se encontraba, Arturo y sus caballeros se despojaron de las espadas y las colocaron en el suelo frente a ellos, luego se arrodillaron y cruzaron sus manos en actitud de rezo. Sir Mandrake, el único que se mantuvo de pie, comenzó a recitar en voz muy baja versos en latín, que seguramente sólo Arturo y él lograban comprender.

Dulac no pudo reprimir un escalofrío. La visión le hizo rememorar a los hombres que se arrodillaban frente a las cruces de las tumbas para rogar misericordia para las almas de los difuntos. Y no podía quitarse de encima la inquietante sensación de que se trataba de sus propias tumbas…

Intentó apartar el pensamiento de su mente, pero no lo logró plenamente. Quedó un poco del resquemor que había traído consigo. Tenía la misteriosa impresión de haber echado un vistazo al futuro, de una determinada manera sabía que había sido así. En los años que llevaba en Camelot había visto ir y venir a varios caballeros, y la mayoría de los que se habían marchado era porque habían caído en la batalla. Los caballeros de la Tabla Redonda y, por encima de todos, Arturo, se habían convertido en una leyenda viva, pero no eran ni inmortales ni invulnerables. La mayoría de ellos -por no decir todos- caerían bajo la espada con la que habían convivido. Tal vez no hoy, tal vez no dentro de un mes o un año, pero caerían bajo la espada. Se preguntó si eso era a lo que se había referido Dagda.

La oración terminó. Mandrake levantó la mano para bendecir a los caballeros, paró antes de acabar y miró irritado a su alrededor. El corazón de Dulac dio un vuelco. Se levantó de golpe, corrió a su caballo y desató de la cincha la bolsa de piel que le había proporcionado Dagda. Mientras corría hacia Mandrake, la abrió rápidamente y con dedos temblorosos sacó la segunda bolsita de piel, más pequeña, que guardaba en su interior. Tardó menos de medio minuto, pero cuando llegó junto al caballero, éste le perforó con la misma mirada que emplearía para el que hubiera cometido un delito de sangre y le arrancó la bolsa de las manos.

Dulac salió corriendo una media docena de pasos, para no interrumpir la ceremonia por más tiempo y atenuar así la cólera de Mandrake. El caballero le regaló una nueva mirada de enfado, abrió el saquito y vertió las formas en su mano izquierda. Mientras seguía murmurando frases en latín a media voz, los caballeros se fueron aproximando hacia él, uno detrás de otro; se arrodillaban y esperaban que él pusiera una hostia sobre sus lenguas y con la otra mano hiciera la señal de la cruz en sus frentes. Aunque Dulac no fuera un habitual de las iglesias, conocía el significado de aquel gesto, pero se quedó un poco extrañado. No creía en absoluto que ésa fuera la forma usual de la comunión; o que ésta pudiera celebrase en una situación como aquélla.

Pero, por otro lado, nunca antes había cabalgado hacia la batalla con Arturo y sus hombres.

Dulac contempló en silencio cómo los caballeros bebían un sorbo de vino del sencillo recipiente que Mandrake les ofrecía.

Un rato después, frunció la frente asombrado, se acercó unos pasos -no demasiados para no provocar el enfado de Arturo o de alguno de los otros caballeros- y entrecerró los ojos para fijar mejor la vista. Reconocía la copa que tenía Sir Mandrake en las manos. No era un cáliz valioso como cabía esperar, sino el recipiente abollado que solía estar en el anaquel de Dagda; no parecía ni digno de un mendigo, ¿cómo iba a serlo de un rey? ¿Por qué -se preguntó- les había entregado Dagda a los caballeros precisamente el más sencillo y estropeado de sus cálices? En cuanto regresaran, tenía que preguntárselo… aunque no estaba muy seguro de obtener una respuesta. Y no le sorprendería que fuera una de aquellas bromas bastante peculiares de Dagda: eso de dejar que Arturo y todos sus caballeros fueran a la batalla con aquel bote de hojalata abollado en lugar de un cáliz de oro…

Arturo fue el último que comulgó. Después se levantó, pero no cogió su espada del suelo, para colgarla de nuevo del cincho, como hicieron los demás, sino que se volvió hacia Dulac y dijo:

– ¡Chico! ¡Tráeme a Excalibur!

Dulac corrió junto al caballo de Arturo, un hermoso semental blanco ataviado con una loriga de metal dorado, desató de la cincha una funda de terciopelo rojo y se la llevó al rey. Arturo la cogió y comenzó a abrirla mientras regalaba a Dulac una sonrisa cálida, casi como si quisiera resarcirle por el anterior comportamiento de Sir Mandrake.

Dulac sintió un inmenso respeto cuando Arturo dejó al descubierto a Excalibur en su vaina de piel blanca. El rey le entregó la funda de terciopelo a Dulac, se desabrochó el cincho y lo soltó sin más. Dulac lo cogió al vuelo, antes de que cayera a tierra.

Mientras Arturo se colocaba el cincho de Excalibur, Dulac asió la otra espada y la envainó, dispuesto a llevarla a su caballo para guardarla en la silla, donde permanecería hasta su regreso, pero el rey le retuvo.

– Llévatela contigo -le ordenó.

– ¿Señor?

– Llévala tú -repitió Arturo con un gesto impaciente-. Vas a acompañarme.

– ¿Yo? -preguntó Dulac sin creer lo que oía-. ¿Cómo yo? Quiero decir…

– No te pasará nada si permaneces a mi lado -le interrumpió Arturo-. Vas a acompañarme. Si después todavía sigues queriendo ser caballero, yo personalmente me ocuparé de tu educación.

Había dicho lo que tenía que decir, así que se giró hacia sus caballeros.

– Comencemos -dijo, posó la mano sobre la empuñadura, desenvainó a Excalibur y la levantó hacia el cielo-. ¡Por Camelot!

– ¡Por Camelot! -repitieron los caballeros a coro.

Y Dulac se quedó casi sin respiración.

Era la primera vez que veía a Excalibur.

Dagda le había explicado en una ocasión que Excalibur no sólo era un arma sagrada sino también mágica, que sólo podía utilizarse en batallas reales, y por eso hasta aquel momento la había visto siempre dentro de su vaina de piel blanca.

Aunque aquello no era del todo cierto.

Había visto a Excalibur ya en una ocasión o, por lo menos, una espada como esa. De hecho sólo habían pasado unas horas desde que la había tenido en sus manos.

Porque Excalibur y la espada que había encontrado en el lago se parecían como dos gotas de aguas…

Arturo se dirigió hacia él como si fuera a decirle algo y arrugó la frente al ver la expresión de perplejidad con la que Dulac observaba la espada. Pero la interpretó erróneamente, porque, tras unos segundos, sonrió y dijo:

– Un arma magnífica, ¿no crees? ¿Te gustaría asirla por una vez?

Le tendió la espada y el corazón del joven comenzó a latir a mayor velocidad cuando vio las runas que decoraban su cazoleta. Aunque no las había visto con detenimiento, no había la más mínima duda: eran las mismas. Excalibur y la espada del lago eran hermanas gemelas.

– Vamos -dijo Arturo invitándole-. No te va a morder. Por lo menos, si no eres su enemigo.

Dulac alargó la mano dubitativo, pero no se atrevió a agarrar el arma. Después de lo que le había ocurrido al coger la espada del lago, ¿qué sucedería ahora si tomaba entre sus manos a Excalibur?

– Bueno -encogiendo los hombros, Arturo envainó la espada de nuevo-. Tal vez no debería esperar demasiado. Móntate, nos vamos.

Tal como había dicho Sir Lioness, el ejército de los pictos estaba al otro lado de la colina, para ser más exactos: ante el tupido bosque que se erigía media legua más allá. E, incluso Dulac, que no tenía la mínima idea de estrategia o táctica militar, supo enseguida que era una trampa. Los pictos habían tomado posición en una larga línea escalonada al borde del bosque, y si ese bosque era tan denso como el que estaba a espaldas de su campamento, a los pocos pasos, los caballeros de Arturo, montados sobre sus caballos guarnecidos con sus bardas, se iban a quedar irremediablemente atrapados allí.

Se asustó al ver cuántos eran. El ejército de los pictos se componía de pocos jinetes, pero tenía por lo menos doscientos hombres a pie. Llevaban atavíos de tela basta y nada parecido a una verdadera armadura, tampoco su armamento tenía nada que ver con el de los caballeros de la Tabla Redonda. Pero eran realmente muchos.

– Allí está -Arturo señaló a un jinete vestido de negro, que se acercaba lentamente-. El negociador.

– No es Mordred -dijo Galahad, que cabalgaba al lado derecho de Arturo. Dulac había llevado su caballo al otro lado, pero lo mantenía unos pasos por detrás de los otros dos.

– Ya lo veo -dijo Arturo con sequedad-. No me gusta.

– Tendríamos que atacar inmediatamente -propuso Galahad-. Con toda seguridad, se trata de una trampa.

– Presumiblemente -respondió Arturo-. Se lo preguntaré. Quedaos aquí.

Asustado, Galahad silbó entre dientes.

– ¿No pretenderéis presentaos allí solo?

– No voy a ir solo. No tengas miedo -Arturo volvió la cabeza-. ¡Dulac!

Obediente, Dulac puso su caballo a la altura del del rey.

Galahad dijo algo más y, a cambio, recibió una buena reprimenda, pero Dulac no oyó las palabras que ambos habían intercambiado. Aquella situación le parecía cada vez más irreal, como si estuviera viviendo un sueño, absurdo y espantoso, en el que sin embargo no parecía tener miedo. Con un suave movimiento de las riendas, Arturo indicó a su caballo que bajara la colina y Dulac lo siguió unos pasos después.

– ¿Miedo? -preguntó el rey despacio y sin mirarlo.

– No lo sé -respondió el chico y, enseguida, se corrigió-: Sí, un poco.

– Cuando esto haya pasado, tendrás mucho miedo -dijo Arturo, y a Dulac le dio la impresión de que añadía en tono muy bajo-: Ya me encargaré yo.

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