Ciudad Maldita
Ciudad Maldita читать книгу онлайн
El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...
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—Aquí tienes a Stas —proseguía el tío Yura—. Estuvo en la guerra, eh, Stas. ¿estuviste en la guerra? Cuéntalo —le exigía el tío Yura, abrazando a Stas por los hombros y balanceándose junto con él.
—¡Ja! ¡Jo! —respondió Stas, intentando mostrar con todo su aspecto que había combatido, y que no tenía palabras para expresar cómo había combatido.
—Ahora está borracho —explicó el tío Yura—. Cuando no hay sol, no puede permanecer sobrio... ¿Qué te estaba contando? ¡Sí! Pregúntale por qué está perdiendo el tiempo aquí. Tiene un arma. Tiene colegas dispuestos a pelear. ¿Qué más le hace falta?
—Aguarda —dijo Andrei—. ¿Qué queréis?
—¡Te lo estoy explicando! —dijo el tío Yura con sentimiento, soltando en ese momento a Stas, que describió un arco hacia un lado—. ¡Estoy tratando de metértelo en la cabeza! Hay que aplastar a los canallas, basta con hacerlo una vez. ¡Ellos no tienen ametralladoras! Los pisotearemos, los liquidaremos a sombrerazos. —De repente calló y volvió a colgarse la ametralladora a la espalda—. Vamos.
—¿Adonde?
—A beber. Hay que acabarse todo el aguardiente y regresar a casa de una puñetera vez. ¿Para qué estamos perdiendo el tiempo? Allá se me pudre la patata. Vamos.
—No, tío Yura —dijo Andrei, como pidiéndole perdón—. Ahora no puedo. Tengo que ir a la alcaldía.
—¿A la alcaldía? ¡Vamos! ¡Stas! Stas, ven...
—¡Aguarda, tío Yura! Es que... no te dejarán entrar.
—¿A quién? ¿A mí? —rugió el tío Yura, con una mirada de ferocidad—. ¡Vamos ahora mismo! ¡A ver quién se atreve a no dejarme pasar! ¡Stas! —Abrazó a Andrei por los hombros y lo arrastró a través del espacio vacío iluminado hasta llegar a la fila de policías—. Entiéndeme —susurraba con vehemencia al oído de Andrei, que se resistía—. Me da miedo, ¿entiendes? No se lo he dicho a nadie, pero a ti sí te lo digo. ¡Me da pavor! ¿Y si no vuelve a encenderse nunca más? Nos trajeron a este sitio y nos abandonan. Lo mejor es que lo expliquen, que digan la verdad, hijos de puta, así no se puede vivir. Ya no puedo dormir, ¿lo entiendes? Eso no me había ocurrido nunca, ni siquiera en el frente. ¿Crees que estoy borracho? Borracho, una mierda, es el terror, el terror que se ha adueñado de mí.
Aquel susurro febril hizo que una ola gélida recorriera la columna vertebral de Andrei. Se detuvo a unos cinco pasos de los policías. Le parecía que todo el mundo en la plaza lo miraba fijamente, tanto los granjeros como los policías.
—Escúchame, tío Yura —dijo, poniendo en su voz toda la convicción de que era capaz—. Ahora voy a entrar ahí, arreglaré cierto asunto relativo a mi periódico, y tú vas a esperarme aquí. Después, iremos a mi casa y hablaremos en detalle de todo.
—No —dijo el tío Yura, negando violentamente con la cabeza—, voy contigo. Yo también tengo que arreglar un asunto...
—¡No te van a dejar pasar! Y a mí tampoco, por tu culpa.
—Vamos, vamos —balbuceaba el tío Yura—. ¿Cómo que no me dejarán pasar? ¿Por qué no me van a dejar pasar? Vamos calladitos, serios.
Estaban ya junto a la fila cuando un capitán de elegante uniforme, con la cartuchera desabrochada al lado izquierdo del cinturón, fue a su encuentro.
—¿Adonde van, señores? —preguntó con frialdad.
—Soy el redactor jefe del Diario Urbano-dijo Andrei, echando con suavidad a un lado al tío Yura para que dejara de abrazarlo—. Debo reunirme con el asesor político.
—Muéstreme sus documentos, por favor —una mano, forrada en piel de ante, apareció extendida delante de Andrei.
Andrei sacó su identificación, se la entregó al capitán y miró de reojo al tío Yura. Para su asombro, éste permaneció tranquilo, sorbiendo por la nariz y arreglándose de vez en cuando el cinturón de la ametralladora, aunque no fuera necesario en absoluto. Sus ojos, al parecer, estaban sobrios del todo y recorrían lentamente la fila de policías.
—Puede pasar —dijo el capitán con cortesía, mientras devolvía la identificación—. Aunque debo decirle... —Sin terminar, se volvió hacia el tío Yura—: ¿Y usted?
—Viene conmigo —dijo Andrei, presuroso—. En cierto sentido, representa... a una parte de los granjeros.
—¡Los documentos!
—¿Qué documentos puede tener un granjero? —dijo Yura, en tono amargo.
—No puedo dejarlo pasar sin documentos.
—¿Y por qué no puedo pasar sin documentos? —El tío Yura estaba muy descontento—. Sin un asqueroso papelito, ya no soy persona, ¿cierto?
Alguien comenzó a soplar aire caliente tras la nuca de Andrei. Se trataba de Stas Kowalski, que con aire belicoso, trastabillando, cubría la retaguardia. Otras personas comenzaron a agruparse lentamente, como sin muchas ganas, en el espacio iluminado.
—¡Señores, señores, no se amontonen! —dijo el capitán, nervioso—. ¡Pase usted, caballero —le gritó con rabia a Andrei—. ¡Señores, un paso atrás! ¡Está prohibido amontonarse!
—O sea, que si no tengo un papelito lleno de garabatos —se lamentaba el tío Yura—, eso quiere decir que no puedo pasar, que no existo...
—¡Rómpele el hocico! —propuso Stas, con voz inesperadamente clara.
El capitán agarró a Andrei por la manga del impermeable y le dio un fuerte tirón, de manera que un segundo después quedó detrás de la fila. Los policías volvieron a ocupar su lugar de inmediato, separando de él a los granjeros que se agolpaban frente al capitán, y Andrei, sin esperar el desarrollo ulterior de los acontecimientos, echó a andar con rapidez hacia la entrada débilmente iluminada. A sus espaldas seguía la discusión.
—Quieren carne y trigo, eso sí, pero cuando se trata de pasar a alguna parte...
—¡Les ruego que no se amontonen! Tengo orden de arrestar...
—¿Por qué no dejas pasar al representante, eh?
—¡El sol! ¡El sol, canallas! ¿Cuándo lo van a encender de nuevo?
—¡Señores, señores! Yo no soy responsable de eso.
Por la escalera de mármol bajaban más policías al encuentro de Andrei, haciendo sonar los tacones. Iban armados con fusiles y llevaban la bayoneta calada.
—¡Preparen los balones! —ordenó una voz discretamente.
Andrei terminó de subir la escalera y miró atrás. El espacio iluminado estaba lleno de personas. Los granjeros, unos lentamente y otros a la carrera, se apresuraban hacia la multitud de personas que se había formado allí.
Andrei tiró con esfuerzo de la pesada puerta, alta, con refuerzos de bronce, y entró en el vestíbulo. También estaba oscuro y se percibía un característico olor a cuartel. En lujosos butacones, en sofás y directamente sobre el suelo dormían policías, cubiertos con sus capotes. En el pasillo débilmente iluminado que se extendía a lo largo de tres de las paredes del vestíbulo, se veían varias figuras. Andrei no pudo distinguir si llevaban armas o no.