Ciudad Maldita

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Ciudad Maldita
Название: Ciudad Maldita
Дата добавления: 15 январь 2020
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Ciudad Maldita - читать бесплатно онлайн , автор Стругацкие Аркадий и Борис

El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...

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Selma retornó, Andrei la miró y apartó los ojos.

«Se ha maquillado, la muy tonta. Se ha colgado sus pendientes enormes, lleva escote, se ha vuelto a maquillar como una zorra... Es una zorra...» No era capaz de mirarla, que se fuera al diablo. Primero, aquella vergüenza en el recibidor, y después, la vergüenza en el baño, cuando ella, llorando a todo trapo, le quitaba los calzoncillos empapados, y él se miraba los hematomas negruzcos en el vientre y en los costados y lloraba de nuevo de impotencia y de lástima hacia sí mismo. Y, por supuesto, estaba borracha, de nuevo borracha, cada día se emborrachaba, y entonces, cuando se cambió de ropa, seguramente se dio un trago directamente de la botella.

—Ese médico... —preguntó el tío Yura, pensativo—. Ése, el calvo, el que ha venido, ¿dónde lo he visto?

—Es muy posible que lo haya visto aquí —dijo Selma, con una sonrisa cautivante—. Vive en el portal de al lado. ¿De qué trabaja ahora, Andrei?

—De techador —dijo Andrei, sombrío.

Todo el edificio sabía que se había acostado muchas veces con aquel médico calvo. Él no hacía ningún secreto de ello. Y, por cierto, nadie ocultaba nada.

—¿Cómo que de techador? —se asombró Stas, y la cuchara no le llegó a la boca.

—Pues eso —explicó Andrei—. Repara techos, cubre a las tías... —Se levantó con dificultad, fue a la cómoda y sacó el tabaco. De nuevo le faltaban dos paquetes.

—Con las tías da lo mismo... —balbuceó Stas, confuso, agitando la cuchara sobre la olla—. Repara techos... ¿Y si se cae? Es médico.

—En la Ciudad siempre inventan algo —dijo el tío Yura en tono venenoso. Estuvo a punto de guardarse la cuchara en la caña de la bota, pero se dio cuenta y la dejó sobre la mesa—. A nuestra aldea, tan pronto terminó la guerra, mandaron de presidente de un koljós a un georgiano, antiguo comisario político...

El teléfono sonó y Selma lo cogió para responder.

—Sí —dijo—. Pues sí... No, está enfermo, no puede levantarse.

—Dame el teléfono —dijo Andrei.

—Es del periódico —dijo Selma en un susurro, cubriendo el micrófono con la mano.

—Dame el teléfono —repitió Andrei, alzando la voz y tendiendo la mano—. Y deja esa costumbre de contestar por los demás.

Selma le pasó el auricular y agarró el paquete de cigarrillos. Le temblaban los labios y las manos.

—Aquí, Voronin —dijo Andrei.

—¿Andrei? —era Kensi—. ¿Dónde te has metido? Te he buscado por todas partes. ¿Qué hacemos? Hay una insurrección fascista en la ciudad.

—¿Por qué dices que es fascista? —preguntó Andrei, asombrado.

—¿Vendrás a la redacción? ¿O es verdad que estás enfermo?

—Iré, por supuesto que iré. Pero explícame...

—Tenemos listados —masculló Kensi deprisa—. De los corresponsales especiales y cosas así. Los archivos...

—Entiendo. Pero, dime, ¿por qué piensas que es fascista?

—No lo pienso, lo sé —respondió Kensi con impaciencia.

—Aguarda —dijo Andrei, irritado. Apretó los dientes y soltó un gemido sordo—. No te apresures... —Trataba de pensar febrilmente—. Está bien, prepáralo todo, ahora salgo para allá.

—Bien, pero ten cuidado en las calles.

—Muchachos —dijo Andrei colgando el teléfono y volviéndose hacia los granjeros—. Tengo que salir. ¿Me lleváis hasta la redacción?

—Claro que sí —respondió el tío Yura. Comenzó a levantarse de la mesa mientras liaba un enorme cigarrillo sobre la marcha—. Vamos, Stas, levántate, no te quedes ahí sentado. Mientras tú y yo estamos sentados aquí, ellos están allá fuera, adueñándose del poder.

—Sí —asintió Stas, afligido, mientras se levantaba—. Es una idiotez. Al parecer cortamos todas las cabezas, los colgamos a todos, pero de todas maneras sigue sin haber sol. Me cago en... ¿Dónde he metido mi aparato?

Buscó por todos los rincones, tratando de encontrar su fusil. El tío Yura seguía fumando su enorme cigarrillo mientras se ponía una harapienta chaqueta enguatada por encima de la guerrera. Andrei se disponía a levantarse para ponerse el abrigo, pero tropezó con Selma, que estaba de pie, impidiéndole moverse, muy pálida y muy decidida.

—¡Voy contigo! —declaró, con la misma voz chillona con la que generalmente iniciaba las disputas.

—Déjame salir —dijo Andrei, mientras trataba de apartarla con el brazo sano.

—¡No te dejo ir a ninguna parte —repuso Selma—. ¡O me llevas contigo o te quedas en casa!

—¡Quítate de mi camino! —estalló Andrei—. ¡Lo único que me falta allí eres tú, tonta!

—¡No te dejo ir! —dijo Selma, con odio.

Entonces, sin tomar impulso. Andrei le dio una violenta bofetada. Se hizo el silencio. Selma no se movió; su rostro blanco, donde los labios se habían convertido en una línea estrecha, se llenó de manchas rojas.

—Perdona —masculló Andrei, avergonzado.

—No te dejo ir... —repitió Selma en voz baja.

—En general —dijo el tío Yura mirando a un lado, después de toser dos veces—, en tiempos como éstos, no es bueno que una mujer se quede sola en un piso.

—Claro que sí —lo apoyó Stas—. Ahora, sola, eso no es bueno, pero si va con nosotros, nadie la tocará, somos granjeros.

Andrei seguía de pie frente a Selma, mirándola. Intentaba entender aunque fuera algo en esa mujer, y como siempre, no comprendía nada. Era una zorra, una zorra innata, una zorra por gracia de Dios, eso lo entendía. Lo había entendido desde hacía tiempo. Ella lo amaba, se había enamorado de él desde el primer día, y eso él también lo sabía, y sabía que eso no era un obstáculo para ella. Y le daría lo mismo quedarse sola entonces en el piso, en general nunca le había tenido miedo a nada. Por separado, él sabía y entendía todo lo relativo a él y a ella, pero todo junto...

—Está bien —dijo—. Ponte el abrigo.

—¿Te duelen las costillas? —se interesó el tío Yura, que trataba de llevar la conversación por otros cauces.

—No importa —gruñó Andrei—. Puedo soportarlo. No pasa nada.

Intentó no enfrentarse a la mirada de nadie, se guardó los cigarrillos y las cerillas en el bolsillo y se detuvo un momento delante del aparador donde guardaba la pistola de Donald bajo un montón de servilletas y toallas. ¿Se la llevaría o no? Imaginó varias escenas y diversas circunstancias en las que la pistola podía ser de utilidad, y decidió no llevársela.

«Al diablo con ella, ya me las arreglaré de alguna manera. En todo caso, no tengo la menor intención de combatir.»

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