Ciudad Maldita
Ciudad Maldita читать книгу онлайн
El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...
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Subió corriendo al segundo piso por la blanda alfombra que cubría la escalera. Allí estaba el departamento de prensa. Echó a andar por el largo pasillo y, de repente, la duda se apoderó de él. En aquel enorme edificio reinaba ese día un silencio excesivo. Por lo general allí había montones de personas, se oían las teclas de las máquinas de escribir, sonaban los timbres de los teléfonos, el ruido de las conversaciones dejaba paso a los gritos de los jefes, pero entonces no había nada de aquello. Algunas oficinas estaban abiertas de par en par, pero se encontraban a oscuras, y en el pasillo sólo estaba encendida una lámpara de cada cuatro.
El presentimiento era cierto: el despacho del asesor político estaba cerrado con llave, y en el cubículo de sus ayudantes había dos desconocidos que vestían abrigos grises idénticos, abotonados hasta la barbilla, y llevaban sombreros hongo iguales, desplazados hacia los ojos.
—Les ruego me perdonen —dijo Andrei, enojado—. ¿Dónde puedo encontrar al señor asesor político o a su sustituto?
Las cabezas enfundadas en sombreros hongo se volvieron lentamente hacia él.
—¿Y para qué desea verlo? —preguntó el de menor estatura.
De repente, el rostro de aquel hombre no le pareció totalmente desconocido a Andrei, y lo mismo le ocurrió con la voz. Y por alguna razón le resultó extraño y desagradable que aquel hombre estuviera allí. No tenía nada que hacer en ese sitio. Andrei torció el gesto y explicó con voz entrecortada y decidida quién era él y qué necesitaba.
—Entre, por favor —dijo el hombre que le parecía conocido—, no se quede en la puerta.
Andrei entró y miró a su alrededor, pero no veía nada: ante sus ojos sólo destacaba aquel rostro liso, afeitado, monacal. «¿Dónde lo he visto? Es alguien desagradable... y peligroso. No sé para qué he venido aquí, sólo me dedico a perder el tiempo.»
El hombre bajito que llevaba sombrero hongo también lo miraba atentamente. Había silencio. Las altas ventanas estaban tapadas con gruesas cortinas, y el ruido exterior apenas llegaba a la habitación. De repente, el hombre bajito que llevaba sombrero hongo se levantó de un salto y se detuvo junto a Andrei. Los ojos grises, casi sin pestañas, parpadeaban, y su enorme nuez se desplazó desde el botón superior del abrigo hasta casi tocar la barbilla.
—¿Redactor jefe? —musitó el hombre bajito, y en ese momento Andrei lo reconoció por fin, y mientras la congoja lo dejaba sin fuerzas y cesaba de percibir el suelo bajo los pies, se dio cuenta de que también a él lo habían reconocido.
El rostro monacal se distendió en una mueca agresiva, mostrando unos escasos dientes podridos, el hombre bajito se agachó y Andrei sintió un fuerte dolor en el vientre, como si sus entrañas hubieran reventado, y a través de la niebla nauseabunda que le cubría los ojos vio de repente el suelo encerado... Huir, huir... En su cabeza estallaron fuegos artificiales: el techo, lejano y oscuro, surcado de grietas, comenzó a temblar y a girar lentamente... De la angustiosa oscuridad que comenzaba a rodearlo salían picas al rojo vivo y se le clavaban en los costados... «Me matará... ¡Me matará!» De repente, su cabeza se hinchó y, despellejándose las orejas, se introdujo en una estrecha ranura maloliente.
—Tranquilo, Coxis —decía sin prisa una voz atronadora—, tranquilo, todo a la vez, no.
Andrei gritó con todas sus fuerzas, una papilla espesa y caliente le afluyó a la boca, comenzó a ahogarse y vomitó.
No había nadie en la habitación. La enorme cortina estaba recogida y la ventana abierta de par en par, el aire era frío y húmedo y se oía un rugido lejano. Andrei logró apoyarse con dificultad sobre las manos y las rodillas, y comenzó a desplazarse a lo largo de la pared. Hacia la puerta. Para salir de allí...
En el pasillo volvió a vomitar. Se quedó tirado allí unos momentos, agotado a más no poder, y después intentó ponerse de pie.
«Me siento mal —pensó—, muy mal. —Se sentó y comenzó a palparse la cara. Tenía el rostro húmedo y pegajoso, y en ese momento se dio cuenta de que veía sólo con un ojo. Le dolían las costillas, le costaba trabajo respirar. Le dolían las quijadas y el bajo vientre irradiaba un dolor torturante—. Canalla, Coxis. Me has destrozado.» Se echó a llorar. Estaba sentado en el suelo, en el pasillo desierto, con la espalda apoyada en las molduras doradas, y lloraba. No podía contenerse. Sin dejar de llorar, levantó torpemente los faldones del impermeable y metió la mano bajo el cinturón. El dolor era terrible, pero no provenía de allí, sino de más arriba. Le dolía todo el vientre. Tenía empapados los calzoncillos.
A pasos estruendosos, alguien llegó corriendo desde lo profundo del pasillo y se detuvo junto a él. Era un policía rubicundo, sudoroso, sin gorra y con ojos que denotaban confusión. Se detuvo allí varios segundos, como indeciso, y de repente siguió corriendo, mientras que de lo profundo del pasillo llegaba un segundo policía, también a la carrera, que se quitaba la guerrera por el camino.
En ese momento Andrei se dio cuenta de que en el lugar desde donde venían corriendo se oía el ruido de muchas voces. Entonces se levantó haciendo un esfuerzo, se recostó a la pared, caminó hacia las voces sin dejar de sollozar, palpándose con miedo el rostro y haciendo frecuentes paradas para descansar, doblarse y agarrarse el vientre.
Llegó hasta la escalera y se agarró de los resbaladizos pasamanos de mármol. Abajo, en el enorme vestíbulo, se movía una gran masa humana. No era posible entender que pasaba allí. Los proyectores colocados a lo largo del pasillo iluminaban con una luz cegadora aquella masa en la que, de vez en cuando, aparecían barbas diversas, gorras de uniforme, cordones dorados arrancados a los policías, bayonetas, manos abiertas, calvas pálidas... De todo aquello subía hacia el techo un hedor húmedo.
Andrei cerró los ojos para no ver nada de aquello y comenzó a bajar a tientas, agarrándose de los pasamanos, de lado, de espaldas, sin darse cuenta de por qué lo hacía. Se detuvo varias veces para tomar aliento y gemir, abriendo los ojos. Miró hacia abajo y aquel espectáculo volvió a provocarle náuseas, cerró de nuevo los ojos y volvió a agarrarse de los pasamanos. Cuando llegó abajo, sus manos se quedaron sin fuerzas, se soltó y rodó por los últimos escalones hasta el descansillo de mármol, adornado con enormes escupideras de bronce. Entre el mareo y el ruido, escuchó de repente un rugido nasal y ronco.
—¡Pero si es Andriuja! ¡Muchachos, aquí están matando a los nuestros...!
Abrió los ojos y vio al tío Yura a su lado, despeinado, con la guerrera hecha jirones, con los ojos asilvestrados y muy abiertos, la barba erizada, y le vio levantar la ametralladora en sus brazos extendidos y, sin dejar de mugir como un toro, disparar una larga ráfaga al pasillo, a los proyectores, a los cristales del salón...
Después, su percepción se volvió fragmentaria porque perdía y recobraba el conocimiento junto con el dolor y las náuseas que iban y venían. Al principio, se descubrió en el centro del vestíbulo. Se arrastraba con terquedad hacia una lejana puerta abierta, pasando por encima de cuerpos inmóviles mientras sus manos resbalaban en algo mojado y frío.