El cirujano
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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…
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Despliego mis instrumentos. Hacen un placentero ruido metálico mientras los ordeno sobre la bandeja de metal junto a mi cama. La siento mirándome, y sé que su mirada es atraída por el agudo reflejo del acero inoxidable. Ella sabe para qué sirve cada uno, y por cierto ha utilizado muchos de esos instrumentos en varias ocasiones. El retractor es para separar los bordes de una incisión. El hemostato es para cerrar tejidos y vasos sanguíneos. Y el escalpelo, bueno, ambos sabemos para qué se utiliza un escalpelo.
Coloco la bandeja cerca de su cabeza, de modo que ella pueda ver, y contemplar, lo que viene a continuación. No tengo que decir una palabra; el resplandor de los instrumentos lo dice todo.
Toco su panza desnuda y los músculos abdominales se ponen tensos. Es una panza virginal, sin ninguna clase de cicatriz que arruine su plana superficie. La hoja cortará su piel como manteca.
Levanto el escalpelo, y aprieto su punta contra su abdomen. Ella toma una bocanada de aire y abre muy grandes los ojos.
Una vez vi la fotografía de una cebra en el momento en que los colmillos de un león se hundían en su garganta, y los ojos de la cebra se ponían en blanco a causa del terror mortal. Es una imagen que nunca olvidaré. Ésa es la mirada que veo ahora en los ojos de Catherine.
«Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios».
La respiración de Catherine rugía al entrar y salir de sus pulmones mientras sentía la punta del escalpelo cortando su piel. Empapada de sudor, cerró los ojos temiendo el dolor que estaba a punto de experimentar. Un sollozo le cerró la garganta, un clamor a los cielos pidiendo misericordia, al menos para una muerte rápida, pero no esto. No el corte de la carne.
Entonces el escalpelo se retiró.
Ella abrió los ojos y lo miró a la cara. Tan común, tan olvidable. Un hombre que ella habría visto docenas de veces, y que nunca había registrado. Sin embargo lo conocía. Había rondado por los bordes de su mundo, y él la había colocado en el centro luminoso de su propio universo, mientras él la rodeaba por fuera, invisible en la oscuridad.
«Y nunca supe que estaba allí».
Depositó el escalpelo sobre la bandeja. Y con una sonrisa dijo:
– No todavía.
Sólo cuando salió del cuarto ella comprendió que el tormento sería postergado, y dejó escapar un seco resoplido de alivio.
De modo que éste era su juego. Prolongar el terror, prolongar el placer. Por lo pronto la mantendría viva, dándole tiempo para contemplar lo que vendría después.
«Cada minuto viva es otro minuto para escapar».
El efecto del cloroformo se había disipado, y ella estaba totalmente alerta, con la mente a toda velocidad alimentada por el poderoso combustible del pánico. Yacía con las piernas extendidas sobre una cama con cabecera de hierro. Su ropa le había sido quitada; las muñecas y los tobillos estaban atados a los barrotes con tela adhesiva. Aunque forcejeó y tironeó de las ataduras hasta que sus músculos temblaron de fatiga, no pudo liberarse. Cuatro años atrás, en Savannah, Capra había utilizado cuerdas de nailon para atarle las muñecas, y ella se las había ingeniado para zafar una mano; el Cirujano no repetiría el mismo error.
Empapada de sudor, y demasiado cansada para seguir forcejeando, se concentró en lo que la rodeaba.
Una sola bombilla desnuda colgaba sobre la cama. El olor a tierra y a piedra húmeda le indicaron que estaba en un sótano. Al girar la cabeza pudo distinguir, justo encima del círculo de luz, la superficie cobriza de los cimientos de piedra.
Unos pasos resonaron arriba, y ella oyó el arrastrarse de las patas de una silla. Piso de madera. Una casa vieja. Arriba había un televisor encendido. Ella no podía recordar cómo había llegado hasta ese cuarto ni cuánto tiempo había viajado en auto. Debían estar a kilómetros de distancia de Boston, en un lugar donde a nadie se le ocurriría mirar.
El brillo de la bandeja atrajo su mirada. Ella miró fijo la disposición de los instrumentos, prolijamente colocados para el procedimiento a punto de llevarse a cabo. Infinidad de veces ella misma había manipulado esos instrumentos, considerándolos herramientas de curación. Con escalpelos y pinzas había extirpado tumores y balas, había restañado hemorragias de arterias cortadas y había drenado cavidades torácicas sumergidas en la sangre. Ahora observaba, aturdida, las herramientas que había utilizado para salvar vidas, y vio los instrumentos de su propia muerte. Los había dejado cerca de la cama, para que ella pudiera estudiarlos, y contemplar el filo de navaja del escalpelo, los dientes de acero de los hemostatos.
«No te dejes llevar por el pánico. Piensa. Piensa».
Cerró los ojos. El miedo era como algo vivo que cerraba sus tentáculos alrededor de su cuello.
«Ya lo venciste una vez. Puedes volver a hacerlo».
Sintió que una gota de transpiración se deslizaba por su pecho, hacia el colchón húmedo de sudor. Había una salida. Tenía que haber una salida, una manera de contraatacar. La otra alternativa era demasiado terrible de considerar.
Abrió los ojos y miró con atención la bombilla encima de ella y concentró su mente aguda como una hoja de escalpelo en qué hacer a continuación.
Recordaba lo que Moore le había dicho: que el Cirujano se alimentaba con el terror. Que atacaba a mujeres dañadas, a mujeres que habían sido víctimas.
Mujeres ante quienes se sentía superior.
«No me matará hasta que me haya conquistado».
Aspiró una profunda bocanada de aire, comprendiendo ahora qué clase de juego era el que había que jugar.
«Lucha contra el miedo. Asume la furia. Demuéstrale que no importa lo que te haga, tú no puedes ser vencida».
«Ni siquiera en la muerte».
