El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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– Yo también quiero atraparlo -dijo. Lenta, inexorablemente, se le acercó hasta quedar exactamente frente a su cara-. Quiero atraparlo tanto como tú. Déjame volver.

– No es mi decisión. Depende de Marquette. -Se dio vuelta para retirarse.

– ¿Moore?

Se detuvo impaciente.

– No puedo tolerar esto -dijo ella-. Esta pelea entre nosotros.

– No es el momento para discutirlo.

– Mira, lo siento. Estaba desquiciada contigo por lo de Pacheco. Sé que es una excusa estúpida por lo que hice. Por haberle dicho a Marquette acerca de lo que pasaba entre ti y Cordell.

La miró a los ojos.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Ya te lo dije. Estaba furiosa.

– No, hay algo más que lo de Pacheco. Es acerca de Catherine, ¿no es verdad? Te disgustó desde el primer día. No podías soportar el hecho…

– ¿De que te estabas enamorando de ella?

Se produjo un largo silencio. Cuando Rizzoli habló, no pudo evitar el sarcasmo en su voz.

– Sabes, Moore, a pesar de tu elevada apreciación sobre las mentes femeninas, de tu admiración por las habilidades de las mujeres, tú también caes en lo mismo que el resto de los hombres. Tetas y culos.

Se puso lívido de furia.

– De modo que la odias por la forma en que se ve. Y te indigna que yo me sienta atraído por eso. ¿Pero sabes qué, Rizzoli? ¿Qué hombre crees que pueda enloquecer por ti, cuando ni siquiera tú misma te gustas?

Ella lo miró con amargura mientras se alejaba. Apenas unas semanas atrás había pensado en Moore como la última persona en la Tierra que diría algo tan cruel. Sus palabras la herían más que si vinieran de cualquier otra persona.

Que lo que había dicho fuera la verdad era algo que se negaba a considerar.

Abajo, al pasar por la recepción, se detuvo frente al monumento a la memoria de los policías caídos del Departamento de Policía de Boston. Los nombres de los muertos estaban tallados en la pared en orden cronológico, comenzando por Ezequiel Hodson en 1854. Un jarrón con flores descansaba sobre el piso de mármol como tributo. Hazte matar en la línea del deber, y eres un héroe. Qué sencillo, qué definitivo. Ella no sabía nada acerca de esos hombres cuyos nombres ahora aparecían inmortalizados. Hasta donde sabía, algunos de ellos podían haber sido policías corruptos, pero la muerte había convertido sus nombres y reputaciones en algo intachable. Permanentes en esa pared, ante ella, casi les tenía envidia.

Caminó hasta su auto. Revolviendo en la guantera encontró un mapa de Nueva Inglaterra. Lo desplegó sobre el asiento y sopesó dos posibilidades: Nashua, en New Hampshire, o Lithia, en la parte oeste de Massachusetts. Warren Hoyt había utilizado cajeros en ambos lugares. Se trataba de una mera adivinanza. Una moneda lanzada al aire.

Encendió el motor. Eran las diez y media; no llegaría a la ciudad de Lithia hasta el mediodía.

Agua. Era lo único en lo que Catherine podía pensar, en ese sabor fresco y limpio recorriendo su boca. Pensó en todas las fuentes de las que había bebido, en los oasis de acero inoxidable de los corredores de hospitales, de los que brotaba agua helada que le salpicaba los labios y el mentón. Pensó en hielo granizado y la forma en que los pacientes postquirúrgicos estiraban sus cuellos y abrían sus labios resecos como pichones de ave para recibir unas pocas y preciosas gotas del precioso elemento.

Y pensó en Nina Peyton, atada en su dormitorio, sabiendo que estaba condenada a morir, aunque todavía capaz de pensar únicamente en la terrible sed que la acometía.

«Así es como nos tortura. Así es como nos quebranta. Quiere que le roguemos por agua, que le roguemos por nuestras vidas. Quiere el control total. Quiere que reconozcamos su poder».

La había dejado toda la noche observando la bombilla desnuda y solitaria sobre su cabeza. En varias ocasiones se había quedado dormida, sólo para despertar con un sobresalto, el estómago retorcido de pánico. Pero el pánico no podía prolongarse por mucho tiempo, y mientras pasaban las horas, y ninguna clase de esfuerzo lograba aflojar las ataduras, su cuerpo parecía retrotraerse a un estado de animación suspendida. Ella merodeaba allí, en la penumbra pesadillesca entre la negación y la realidad, con la mente enfocada con exquisita concentración en su necesidad de agua.

Unos pasos crujieron contra el piso. La puerta se abrió con un chirrido.

Ella recobró en el acto la lucidez. Pronto su corazón golpeaba como un animal que quería escapar de su pecho. Absorbió el aire húmedo y viciado, el aire frío del sótano, que olía a tierra y a piedra enmohecida. Su respiración se producía en lapsos cada vez más rápidos a medida que los pasos bajaban por las escaleras y luego él estaba allí, parado junto a ella. La luz de la bombilla producía sombras en su cara, convirtiéndola en una calavera sonriente con las órbitas vacías.

– ¿Quieres un trago, verdad? -dijo. Una voz tan tranquila. Una voz tan sana.

No podía hablar a causa de la tela adhesiva en la boca, pero él pudo adivinar la respuesta en sus ojos febriles.

– Mira lo que tengo, Catherine. -Levantó un vaso y ella escuchó el delicioso entrechocar de los cubos de hielo y vio las brillantes gotas de agua que transpiraba la fría superficie del vidrio-. ¿No querrías un sorbito?

Ella asintió, sin mirarlo a los ojos, sino mirando el vaso. La sed la estaba volviendo loca, pero lograba adelantarse con el pensamiento, proyectándose más allá de ese primer sorbo glorioso de agua. Planificando sus movimientos, sopesando sus posibilidades.

Él hizo girar el agua, y el hielo sonó como una campana contra el vidrio.

– Sólo si te portas bien.

«Lo haré», le prometieron sus ojos.

La tela adhesiva le produjo dolor cuando él se la arrancó. Su cuerpo estaba totalmente pasivo, y dejó que él colocara una pajita en su boca. Ella tomó un sorbo desesperado, pero era apenas un chorrito contra el fuego devorador de su sed. Volvió a sorber, e inmediatamente comenzó a toser, mientras el agua preciosa se derramaba por las comisuras de su boca.

– No puedo… no puedo tomar acostada -dijo entrecortadamente-. Por favor, déjame sentarme.

Él depositó el vaso y la estudió, cada ojo un abismo negro sin fin. Vio a una mujer a punto de desmayarse. Una mujer que debía ser revivida si quería obtener el verdadero placer con su terror.

Comenzó a cortar la tela que le ataba la muñeca derecha al barral de la cama.

El corazón de Catherine latía con fuerza, y ella pensó que él seguramente lo notaría latir contra el esternón. La atadura derecha quedó liberada, y su mano yacía muerta. No se movió, no tensó un solo músculo.

Hubo un silencio infinito. «Vamos. Corta la atadura de la muñeca izquierda. ¡Córtala!»

Demasiado tarde advirtió que había estado conteniendo la respiración, y que él lo había notado. Desesperada oyó el chillido de una nueva tela adhesiva que se desprendía del rollo.

«Es ahora o nunca».

Manoteó ciegamente la bandeja de instrumentos, y el vaso de agua salió volando. Los cubos de hielo chocaron contra el piso. Sus dedos se cerraron sobre el acero. ¡El escalpelo!

En el momento en que él se acercaba, ella sacudió el escalpelo y sintió que el filo cortaba la carne.

Él se apartó de un salto, aullando, agarrándose la mano.

Ella se movió para uno y otro lado, y cortó la tela que ataba su muñeca izquierda. ¡Otra mano libre!

Se incorporó rápido en la cama, y su visión se desdibujó abruptamente. Un día sin agua la había dejado débil, y ahora luchaba por enfocar la vista para dirigir la hoja hacia la tela adhesiva que sujetaba su tobillo derecho. Efectuó un tajo a ciegas y el dolor le pellizcó la piel. Una patada fuerte y su tobillo quedaría liberado.

Se concentró en la última atadura.

El pesado retractor le golpeó la sien, un golpe tan brutal que vio claros resplandores de luz.

El segundo golpe alcanzó su mejilla, y sintió el crujido del hueso.

Nunca recordaría el momento en que dejó caer el escalpelo.

Cuando volvió a la superficie de la conciencia, su cara latía y no podía ver con el ojo derecho. Trató de mover sus miembros, y descubrió que sus muñecas y tobillos estaban una vez más atados a los barrales de la cama. Pero esta vez no le había tapado la boca; no la había silenciado.

Él estaba de pie encima de ella. Catherine vio las manchas en su remera. «Su propia sangre», advirtió con un salvaje sentido de satisfacción. Su presa lo había tajeado y le había hecho manar sangre. «No soy tan fácil de conquistar. Él se alimenta con el miedo; no le demostraré un ápice de mi miedo».

Él tomó un escalpelo de la bandeja y se acercó a ella. Aunque su corazón golpeaba contra el pecho, ella permaneció perfectamente quieta, con la mirada puesta en él. Tanteándolo, desafiándolo. Ahora sabía que su muerte era inevitable, y que con esa aceptación llegaría la libertad. La valentía de los condenados. Por dos años ella se había escabullido como un animal herido en un escondrijo. Por dos años, había dejado que el fantasma de Andrew Capra dirigiera su vida. Pero eso se había terminado.

«Adelante, córtame. Pero no ganarás. No me verás morir vencida».

Él tocó el abdomen con el filo. Involuntariamente sus músculos se contrajeron. Él esperaba ver el miedo en su cara.

Ella sólo le mostró una expresión de desafío.

– No puedes hacerlo sin Andrew, ¿verdad? -dijo ella-. Ni siquiera se te para. Andrew era el que acababa. Todo lo que tú podías hacer era observarlo.

Él apretó la hoja, pinchándole la piel. Aun a través de su dolor, aun cuando las primeras gotas de sangre se deslizaron, ella mantuvo su mirada fija en la de él, sin mostrarle temor, negándole toda satisfacción.

– Ni siquiera eres capaz de tener relaciones con una mujer, ¿o sí? No, tu héroe Andrew tenía que hacerlo. Y él también era un perdedor.

El escalpelo vaciló. Se alejó de su piel. Ella lo vio resplandecer bajo la luz mortecina.

«Andrew. La clave es Andrew, el hombre que adora. Su dios».

– Perdedor. Andrew era un perdedor -dijo ella-. ¿Sabes por qué vino a verme esa noche, verdad? Vino a rogarme.

– No. -La palabra fue apenas susurrada.

– Me pidió que no lo echara. Me lo pidió de rodillas. -Ella se rió, un sonido áspero y sorprendente en ese sombrío lugar de muerte-. Fue patético. Ése era tu héroe, tu Andrew. Rogándome para que lo ayudara.

La mano que sostenía el escalpelo se cerró. La hoja volvió a apretar su vientre, y sangre fresca volvió a manar y resbalar por el costado. Reprimió con violencia el instintivo respingo, reprimió el grito. En cambio siguió hablando, con una voz tan fuerte y confiada que parecía ella la que sostenía el escalpelo.

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