La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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Nada, ni las más sombrías evocaciones, hubiera sido capaz de romper la calma que reinaba en el espíritu de la joven. Era la primera vez que recobraba aquella sensación de equilibrio, y se sumía en ella con absoluto abandono. Ni el sonido del teléfono, anunciando los silencios amenazantes que ya casi eran familiares, habría roto la magia. Y, con los ojos cerrados, moviendo suavemente la cabeza al compás de la música, Julia se permitió una íntima sonrisa de simpatía. En momentos como aquél era sencillo vivir en paz consigo misma.
Abrió los ojos con pereza. En la penumbra, el rostro policromado de una virgen gótica también sonreía, con la mirada perdida en la quietud de los siglos. Apoyado en la pata de la mesa, sobre la alfombra Shiraz manchada de pintura, un cuadro en marco ovalado, con el barniz a medio quitar, mostraba un paisaje romántico andaluz, nostálgico y apacible: un río sevillano de mansa corriente, con verdes orillas frondosas y una barca y árboles en la distancia. Y en el centro de la habitación -tallas, marcos, bronces, pinturas, frascos de disolvente, lienzos en las paredes y en el suelo, un Cristo barroco a medio restaurar, libros de arte apilados junto a discos y cerámicas-, en una extraña intersección de líneas y perspectivas casual, pero evidente, La partida de ajedrez presidía, solemne, aquel ordenado desorden que tanto recordaba a una almoneda o una tienda de anticuario. La amortiguada luz que provenía del vestíbulo proyectaba sobre el cuadro un estrecho rectángulo de claridad, suficiente para que la superficie de la tabla flamenca cobrase vida, y sus detalles, aunque matizados en engañoso claroscuro, fuesen perceptibles desde la posición que Julia ocupaba. Estaba descalza, con las piernas desnudas bajo un holgado jersey de lana negra que le cubría hasta el arranque de los muslos. La lluvia repiqueteaba en el tragaluz del techo, pero no hacía frío en la habitación; los radiadores conservaban el calor.
Sin apartar los ojos del cuadro alargó una mano, buscando a tientas el paquete de tabaco sobre la alfombra, junto al vaso y la botella de cristal tallado. Cuando lo encontró se lo puso sobre el estómago, extrajo despacio un cigarrillo y lo llevó a los labios, sin encenderlo. En aquel momento ni siquiera necesitaba fumar.
Las letras doradas de la inscripción recién descubierta relucían en la penumbra. Había sido un trabajo minucioso y difícil, ejecutado con innumerables pausas para fotografiar cada fase del proceso, a medida que, tras retirar la capa exterior de resinato de cobre, el oropimente de los caracteres góticos iba quedando al descubierto, quinientos años después de que Pieter Van Huys lo cubriese para velar más el misterio.
Y ahora estaba por fin allí, a la vista; Quis necavit equitem. Julia hubiera preferido dejar la inscripción cubierta con la capa de pigmento original, ya que bastaban las radiografías para confirmar su existencia; pero Montegrifo había insistido en sacarla a la luz -según el subastador, eso excitaba el morbo de los clientes-. Pronto el cuadro sería exhibido ante los ojos de todo el mundo; subastadores, coleccionistas, historiadores… La discreta privacidad de que había gozado hasta entonces, salvo la breve etapa en las galerías del Prado, terminaba para siempre. Dentro de poco, La partida de ajedrez empezaría a ser estudiado por especialistas, iba a convertirse en centro de polémicos debates, se escribirían sobre él artículos de prensa, tesis eruditas, textos especializados como el que ya preparaba la misma Julia… Ni siquiera su autor, el viejo maestro flamenco, pudo imaginar nunca que su cuadro iba a conocer semejante fama. En cuanto a Fernando Altenhoffen, sus huesos se estremecerían de placer bajo una polvorienta lápida, en la cripta de alguna abadía belga o francesa, si el eco de todo llegase hasta él. A fin de cuentas, su memoria iba a quedar debidamente rehabilitada. Un par de líneas en los libros de Historia tendrían que ser escritas de nuevo.
Miró el cuadro. Casi toda la capa exterior de barniz oxidado había desaparecido, y con él la veladura amarillenta que hasta entonces empañaba los colores. Desbarnizado y con la inscripción al descubierto, tenía ahora una luminosidad y una perfección de color visible aun en penumbra. Los contornos de las figuras se percibían extremadamente precisos, de una nitidez y concisión perfectas, y el equilibrio que caracterizaba la escena doméstica -paradójicamente doméstica, pensó Julia- era tan representativo de un estilo y una época que, sin duda, aquel cuadro alcanzaría en la subasta un precio asombroso.
Paradójicamente doméstica; el concepto era riguroso. Nada hacía sospechar, en los dos graves caballeros que jugaban al ajedrez ni en la dama vestida de negro que leía, ojos bajos y expresión recatada junto a la ventana ojival, el drama que, como la raíz retorcida de una planta de hermosa apariencia, se enroscaba en el fondo de la escena.
Observó el perfil de Roger de Arras inclinado sobre el tablero, absorto en aquella partida en la que le iba la vida; en la que, en realidad, él ya estaba muerto. Con su gorjal de acero en torno al cuello y el coselete que le daban un aire militar, del soldado que en otro tiempo fue. Del guerrero con cuyos atributos, tal vez cubierto por armadura bruñida como la del caballero que cabalgaba junto al Diablo, la había escoltado a ella, camino del lecho nupcial al que la destinaban razones de Estado. La vio con plena lucidez, a Beatriz, aún doncella, más joven que en el cuadro, cuando la amargura aún no había puesto pliegues en torno a su boca, asomada entre las cortinas de la litera, sofocada la risa cómplice del aya que viajaba a su lado, espiando con admiración al gallardo gentilhombre cuya fama lo había precedido; el amigo de confianza de su futuro esposo, el hombre aún joven que, tras batirse bajo las lises de Francia contra el leopardo inglés, había buscado la paz junto al compañero de la infancia. Y adivinó los ojos azules, muy abiertos, cruzar durante un momento la mirada con los ojos serenos y fatigados del caballero.
Era imposible que a ambos los hubiese unido nunca más que esa mirada. Por alguna razón confusa, por un giro inexplicable de la imaginación -como si las horas pasadas trabajando en el cuadro establecieran un misterioso hilo conductor entre ella y aquel fragmento del pasado-, Julia contemplaba, o creía contemplar, la escena del Van Huys con la misma familiaridad de quien había vivido junto a los personajes, sin perder detalle, los pormenores de la historia. El espejo redondo de la pared, pintado en el cuadro, que reflejaba el breve escorzo de los jugadores, también la contenía a ella, del mismo modo que el espejo de “Las Meninas” reflejaba a los reyes mirando -¿dentro o fuera del cuadro?- la escena pintada por Velázquez, o el espejo de “Los Arnolfini” la presencia, la minuciosa mirada de Jan Van Eyck.
Sonrió en las sombras, decidiéndose por fin a encender el cigarrillo. La luz del fósforo la deslumbró un instante y ocultó de su vista La partida de ajedrez, y luego, poco a poco, su retina ajustó de nuevo la escena, los personajes, los colores. Ella misma, de eso tenía ahora la certeza, estuvo siempre allí, desde el principio; desde que Pieter Van Huys imaginó aquel momento. Antes incluso de que el maestro flamenco preparase con arte el carbonato de calcio y la cola animal con que impregnaría la tabla para empezar a pintarla.
Beatriz, duquesa de Ostenburgo. Una mandolina, tañida por un paje al pie del muro, pone en sus ojos inclinados sobre el libro una nota de melancolía. Recuerda su juventud en Borgoña, sus esperanzas y ensueños. En la ventana que enmarca el purísimo cielo azul de Flandes, un capitel de piedra recrea un gallardo San Jorge alanceando el dragón que se retuerce bajo las patas del caballo. Al San Jorge, eso no escapa a la mirada implacable del pintor que observa la escena -ni tampoco a la de Julia, que observa al pintorel tiempo le ha quebrado el extremo superior de la lanza, y en el lugar donde el pie derecho, calzado sin duda con aguda espuela, mostraba un agresivo relieve, hay sólo un fragmento roto. Es, pues, un San Jorge armado a medias y cojo, con el escudo de piedra roído por el viento y la lluvia, el que extermina al dragón infame. Pero tal vez eso hace más entrañable la figura del caballero que a Julia, por una curiosa trasposición de ideas, le recuerda la marcial apostura de un mutilado soldadito de plomo.