La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– Ah, el canalla… El infame…
De pronto, Julia dejó de pensar en la tarjeta. El envase vacío que había encontrado sobre el capó reclamaba su atención. Lo cogió, sintiendo al inclinarse que se movía entre las nieblas de un sueño, y pudo fijarse lo bastante en la etiqueta para comprender qué era aquello. Movió la cabeza, desconcertada, antes de mostrárselo a César. Todavía un absurdo más.
– ¿Qué es eso? -preguntó el anticuario.
– Un spray para reparar neumáticos pinchados… Lo aplicas a la toma de aire y se hincha la rueda. Lleva una especie de pasta blanca que repara el pinchazo por dentro.
– ¿Y qué hace ahí?
– Eso quisiera saber yo.
Comprobaron los neumáticos. No había nada extraño en los del lado izquierdo, y Julia rodeó el coche para comprobar los otros dos. Todo estaba en orden; pero cuando iba a tirar al suelo el envase, atrajo su atención un detalle: la boquilla del neumático trasero derecho no tenía el tapón enroscado. En su lugar había una burbuja de pasta blanca.
– Alguien ha hinchado la rueda -concluyó César, tras observar, atónito, el envase vacío-. Quizás estaba pinchada.
– No cuando lo aparcamos -respondió la joven, y ambos se miraron, llenos de oscuros presentimientos.
– No subas al coche -dijo César.
La vendedora de imágenes no había visto nada. Por aquel sitio pasaba mucha gente, y ella estaba atenta a sus asuntos, explicó mientras ordenaba en el suelo sagrados corazones, San Pancracios y vírgenes diversas. En cuanto al callejón, no estaba segura. Tal vez algún vecino, quizá tres o cuatro personas en la última hora.
– ¿Recuerda usted a alguien en especial? -César se había quitado el sombrero y se inclinaba hacia la vendedora, abrigo sobre los hombros y paraguas bajo el brazo; la viva estampa de un caballero, tenía que pensar la mujer, aunque quizá aquel pañuelo de seda al cuello resultara algo llamativo en un hombre de su edad.
– Creo que no -la vendedora se envolvió mejor en su toquilla de lana y puso cara de hacer memoria-. Una señora, creo. Y un par de jóvenes.
– ¿Recuerda su aspecto?
– Ya sabe: jóvenes. Cazadoras de cuero y pantalón vaquero…
Julia sentía ir y venir una idea absurda. A fin de cuentas, los límites de lo imposible se habían ensanchado mucho en los últimos días.
– ¿Vio a alguien con un chaquetón marino? Me refiero a un hombre de unos veintiocho o treinta años, alto, con el pelo recogido en una coleta…
La vendedora no recordaba haber visto a Max. En cuanto a la mujer, sí se había fijado en ella porque se detuvo un momento delante de sus imágenes y pensó que iba a comprar alguna. Era rubia, de mediana edad, bien vestida. Pero no se la imaginaba forzando un coche; no era ese tipo de gente: Llevaba un impermeable.
– ¿Con gafas de sol?
– Sí.
Cesar miró gravemente a Julia.
– Hoy no hace sol -dijo.
– Ya lo sé.
– Podría ser la mujer de los documentos -César hizo una pausa y sus ojos se endurecieron-. O Menchu.
– No digas tonterías.
El anticuario movió la cabeza, echando un vistazo a la gente que pasaba junto a ellos.
– Tienes razón. Pero tú misma has pensado en Max.
– Max… es diferente -ensombreció el gesto mirando calle abajo, por si Max o la rubia del impermeable aún anduvieran por allí. Y lo que pudo ver, aparte de helar sus palabras, la sacudió como si hubiese recibido un golpe. No había ninguna mujer que respondiera a la descripción; pero, entre los toldos y los plásticos de los tenderetes, sí un coche aparcado cerca de la esquina. Un coche azul.
Desde donde se hallaba, Julia no podía saber si era un Ford, pero la excitación que sentía se disparó en el acto. Apartándose de la vendedora de imágenes, ante la sorpresa de César, dio unos pasos por la acera y, tras sortear un par de puestos de baratijas, se quedó mirando hacia la esquina, alzada sobre la punta de los zapatos para ver mejor. Era un Ford azul, con los cristales oscuros. No podía ver la matrícula, pensó atropelladamente, pero para una sola mañana eran demasiadas coincidencias: Max, Menchu, la tarjeta sobre el parabrisas, el envase vacío, la mujer del impermeable, y ahora el coche que se había convertido en elemento clave de su pesadilla. Sintió que las manos le temblaban y las metió en los bolsillos de la chaqueta mientras sentía, a su espalda, la proximidad del anticuario. Aquello le dio valor.
– Es el coche, César. ¿Comprendes?… Sea quien sea, está dentro.
César no dijo nada. Se quitó despacio el sombrero, que tal vez consideraba inadecuado para lo que podía ocurrir a continuación, y miró a Julia. Ella nunca lo había querido tanto, apretada la fina línea de los labios y adelantado el mentón, con los ojos azules entornados y un reflejo de inusual dureza brillándole entre los párpados. Las líneas delgadas de su rostro meticulosamente afeitado estaban tensas; se le marcaban los músculos faciales a ambos lados de la mandíbula. Podía ser homosexual, decían aquellos ojos; y también un hombre de correctos modales, poco inclinado a actitudes violentas. Pero no era, en absoluto, un cobarde. Al menos estando de por medio su princesa.
– Espérame aquí -dijo él.
– No. Vamos juntos -lo miró con ternura. Alguna vez lo había besado en los labios, jugando, como cuando era niña. En aquel momento sintió el impulso de hacerlo otra vez; pero ya no era un juego-. Tú y yo.
Introdujo la mano en el bolso y amartilló la Derringer. César, con mucha calma, como si escogiese un bastón de paseo, se puso el paraguas bajo el brazo y, acercándose a uno de los tenderetes, agarró un atizador de hierro de grandes proporciones.
– Con su permiso -le dijo al sorprendido vendedor, poniéndole en la mano el primer billete que sacó de la cartera. Después miró serenamente a Julia: -Por una vez, querida, permíteme que pase primero.
Y se encaminaron hacia el coche. Lo hicieron amparándose en los puestos para no ser vistos; Julia con la mano dentro del bolso, César con el atizador en la derecha, paraguas y sombrero en la izquierda. El corazón de la joven palpitaba con fuerza cuando logró ver la matrícula. Ya no había duda: Ford azul, cristales oscuros, letras TH. Sentía la boca seca y una molesta sensación en el estómago, como si éste se hubiese contraído sobre sí mismo. Aquello, se dijo fugazmente, era lo que sentía Pedro Blood antes de saltar al abordaje.
Llegaron a la esquina y todo ocurrió muy rápido. Alguien, en el interior del coche, había bajado el cristal del lado del conductor para tirar una colilla. César dejó caer al suelo sombrero y paraguas, levantó el atizador y se encaminó, rodeando el vehículo, hacia el lado izquierdo, dispuesto, si hacía falta, a matar piratas o lo que hubiese dentro. Julia, con los dientes apretados y la sangre batiéndole en las sienes, echó a correr, sacó la pistola del bolso y la metió por la ventanilla, antes de que tuviesen tiempo de subir el cristal. Ante el cañón de la pistola apareció un rostro desconocido: un hombre joven, con barba, que miraba el arma con ojos espantados. En el asiento contiguo, otro más se volvió con sobresalto cuando César abrió la otra puerta alzando, amenazante, el atizador de hierro sobre su cabeza.
– ¡Salgan de ahí! ¡Salgan de ahí! -gritó Julia, a punto de perder el control.
Demudado el rostro, el hombre de la barba levantaba las manos con los dedos abiertos, en gesto de súplica.
– ¡Cálmese, señorita! -balbució-. Por el amor de Dios, cálmese… ¡Somos policías!
– Reconozco -dijo el inspector jefe Feijoo, cruzando las manos sobre su mesa de despacho- que hasta ahora no hemos sido muy eficaces en este asunto…
Dejó la frase en el aire y sonrió a César con placidez, como si la falta de eficacia de la policía lo justificase todo. Entre gentes de mundo, parecía decir su mirada, podemos permitirnos cierta autocrítica constructiva.