El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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Inclinó la cabeza a un lado y contempló con mirada crítica la imagen del espejo: el cuerpo estilizado y esbelto, de una palidez anticuada, los pechos altos y generosos, la piel sin mácula… Dejó vagar la mano por los pezones oscuros y después más abajo, trazando los contornos de las caderas y el vientre plano. Tenía quizá algunas líneas más alrededor de los ojos y la boca, pero aparte de eso, estaba poco marcada por el tiempo.
El reloj de bronce dorado sobre la repisa de la chimenea comenzó a dar la hora justa, recordándole que debía empezar sus preparativos. Tendió la mano y cogió de la percha la diáfana túnica, larga hasta el suelo. Alta en la espalda y con un profundo cuello en pico en la parte de delante, había sido confeccionada a su medida.
Marie-Cécile cerró los broches sobre sus hombros angulosos, se ajustó las finas tiras doradas y se sentó delante del tocador. Se cepilló el pelo, retorciendo los rizos entre los dedos, hasta hacer brillar su cabellera como el azabache pulido. Adoraba ese momento de metamorfosis, cuando dejaba de ser ella y se convertía en la Navigatairé. El proceso la conectaba, a través del tiempo, con todos los que habían desempeñado la misma función antes que ella.
Sonrió. Sólo su abuelo hubiese podido entender cómo se sentía en ese momento. Eufórica, exaltada, invencible. Esa noche no, pero la vez siguiente se encontraría allí donde habían estado sus antepasados. Él no, sin embargo. Era doloroso saber lo cerca que había estado la cueva del lugar donde se habían llevado a cabo las excavaciones de su abuelo cincuenta años antes. Él había estado en lo cierto todo el tiempo. Sólo unos pocos kilómetros más al este y habría sido su abuelo, y no ella, la persona destinada a cambiar el curso de la historia.
Marie-Cécile había heredado el negocio de la familia De l’Oradore a la muerte de su abuelo, cinco años antes. Era un papel para el que la había estado preparando desde que tenía memoria. Su padre, hijo único de su abuelo, había sido una gran decepción para él. Marie-Cécile lo sabía desde muy pequeña. A los seis años, su abuelo había tomado a su cargo su educación: social, académica y filosófica. Era un apasionado de las cosas buenas de la vida y tenía una sensibilidad excepcional para el color y la maestría artesanal. En mobiliario, tapizados, confección, cuadros y libros, su buen gusto era impecable. Todo lo que ella valoraba de sí misma lo había aprendido de él.
También le había enseñado lo que era el poder, cómo usarlo y cómo conservarlo. A los dieciocho años, cuando consideró que estaba preparada, su abuelo había desheredado formalmente a su propio hijo y la había nombrado su heredera universal.
Una sola contrariedad se había interpuesto en su relación: su imprevisto e indeseado embarazo. Pese a su dedicación a la búsqueda del antiguo secreto del Grial, la fe católica de su abuelo era sólida y ortodoxa, y jamás hubiese permitido el nacimiento de un niño fuera del vínculo del matrimonio La posibilidad del aborto ni siquiera se planteaba, ni tampoco la de dar al niño en adopción. Sólo cuando su abuelo comprendió que la maternidad no había alterado su determinación, y que en todo caso había acentuado su ambición y su carácter despiadado, le permitió que volviera a formar parte de su vida.
Inhaló profundamente el cigarrillo, recibiendo agradecida el humo ardiente que se arremolinaba en su garganta y sus pulmones, sobrecogida por la intensidad de los recuerdos. Habían pasado casi veinte años y el recuerdo de su exilio la llenaba aún de fría desesperación. Su excomunión, lo había llamado él.
Era una buena descripción. Para ella, había sido como estar muerta.
Marie-Cécile sacudió la cabeza para deshacerse de los pensamientos tristes. No quería que nada perturbara su estado de ánimo. No podía permitir que nada ensombreciera esa noche. No quería errores.
Se volvió hacia el espejo. Primero se aplicó una base clara y a continuación unos polvos faciales dorados que reflejaban la luz. Después, se perfiló los párpados y las cejas con un grueso lápiz de kohl, que acentuaba sus pestañas oscuras y sus negras pupilas y, acto seguido, se aplicó una sombra verde de ojos, iridiscente como la cola de un pavo real. Para los labios, eligió un brillo metálico cobrizo con reflejos dorados, y besó un pañuelo de papel para sellar el color. Por último, pulverizó una neblina de perfume en el aire y dejó que cayera como si fuera bruma sobre la superficie de su piel.
Había tres estuches alineados sobre la mesa del tocador, los tres de piel roja y bisagras metálicas, lustrosos y relucientes. Cada joya ceremonial tenía cientos de años, pero había sido confeccionada imitando otras piezas miles de años más antiguas. En el primer estuche había un tocado de oro, una especie de tiara culminada en punta en el centro; en el segundo, dos amuletos de oro en forma de serpientes, con refulgentes esmeraldas talladas a modo de ojos, y en el tercero, un collar, una cinta de oro macizo, con el símbolo suspendido del centro. Las esplendentes superficies reverberaban con un imaginario recuerdo del polvo y el calor del antiguo Egipto.
Cuando estuvo lista, Marie-Cécile se acercó a la ventana. A sus pies, las calles de Chartres se extendían como una postal, con las tiendas, los coches y los restaurantes de todos los días, acurrucados a la sombra de la gran catedral gótica. Pronto, de esas mismas casas saldrían los hombres y mujeres elegidos para participar en el ritual de esa noche.
Cerró los ojos ante el familiar contorno de la ciudad y el horizonte cada vez más oscuro. Ya no veía la torre ni las grises tracerías. En lugar de eso, con los ojos de la mente, vio el mundo entero como un mapa resplandeciente, extendido ante ella.
Por fin a su alcance.
CAPÍTULO 15
Foix
Alice se despertó, sobresaltada por el ruido del persistente timbre que le sonaba en el oído.
«¿Dónde demonios estoy?» El teléfono beige de la repisa sobre la cama volvió a sonar.
«¡Claro!» Su habitación de hotel en Foix. Había vuelto del yacimiento, había guardado algunas cosas en la maleta y se había duchado. Lo último que recordaba era haberse tumbado en la cama cinco minutos.
Buscó el teléfono a tientas.
– Oui ? Allô ?
El propietario del hotel, monsieur Annaud, tenía un marcado acento local, con vocales abiertas y consonantes nasales. Alice tenía dificultades para entenderlo incluso en persona. Por teléfono, sin la ayuda de la expresión y los gestos, le resultaba imposible. Sonaba como un personaje de dibujos animados.
– Plus doucement , s’il vous plaît -dijo, intentando que hablara más pausadamente-. Vous parlez trop vite. Je ne comprends pas.
Hubo una pausa. Se oyeron unos murmullos rápidos al fondo. Entonces se puso madame Annaud y le explicó que había una persona esperándola en la recepción.
– Une femme ? -dijo ella, esperanzada.
Alice le había dejado a Shelagh una nota en la casa de la expedición y un par de mensajes en el buzón de voz, pero no había tenido noticias suyas.
– Non, c’est un homme -respondió madame Annaud.
– Bien -replicó ella, decepcionada-. J’arrive . Deux minutes.
Se pasó un peine por el pelo todavía húmedo, se puso una falda y una camiseta, se calzó un par de alpargatas y bajó la escalera, preguntándose quién demonios sería.
El grueso del equipo de arqueólogos se alojaba en un pequeño albergue cerca del lugar de la excavación. En cualquier caso, ella ya se había despedido de todo el que había querido oírla. Nadie más conocía su paradero y, desde que había roto con Oliver, tampoco tenía a nadie a quien contárselo.
La recepción estaba desierta. Alice escudriñó la zona más oscura, esperando ver a madame Annaud sentada detrás del alto mostrador de madera, pero allí no había nadie. Después se asomó por una esquina, para echar un vistazo rápido al vestíbulo. Las viejas butacas de mimbre, polvorientas por debajo, estaban vacías, como también lo estaban los grandes sofás de piel dispuestos perpendicularmente junto a la chimenea, que estaba rodeada de herraduras y de otros ornamentos ecuestres, así como de testimonios de huéspedes agradecidos. El expositor giratorio de postales, medio inclinado y cargado de gastadas vistas de todo lo que Foix y el Ariège podían ofrecer al turista, estaba inmóvil.
Alice volvió al mostrador e hizo sonar la campanilla. Se oyó un cascabeleo de cuentas en la puerta cuando monsieur Annaud salió de las habitaciones privadas de la familia.
– Quelqu’un a demandé pour moi?
– Là -dijo él, inclinándose por encima del mostrador para señalar.
Alice negó con la cabeza:
– Personne .
El hombre rodeó el mostrador para salir a mirar y se encogió de hombros, sorprendido al ver que el vestíbulo estaba vacío.
– Dehors ? ¿Fuera? -preguntó, al tiempo que imitaba el gesto de un hombre fumando.
El hotel estaba en una pequeña calle secundaria, entre la avenida principal (con sus bloques de oficinas, sus restaurantes de comida rápida y el extraordinario edificio de correos de los años treinta de estilo art déco ) y el pintoresco centro medieval de Foix, con sus bares y sus tiendas de antigüedades.
Alice miró primero a la izquierda y después a la derecha, pero no parecía que hubiese nadie esperando. Todas las tiendas estaban cerradas a esa hora del día y la calle estaba prácticamente vacía.
Intrigada, ya se había dado la vuelta para entrar de nuevo, cuando un hombre salió de un portal. Debía de tener poco más de veinte años y vestía un traje claro de verano que le iba un poco pequeño. Llevaba muy corto el espeso pelo negro y unas gafas oscuras ocultaban sus ojos. Tenía un cigarrillo en la mano.
– Docteur Tanner?
– Oui -dijo ella cautelosamente-. Vous me cherchez ?
El hombre introdujo una mano en el bolsillo superior.
– C’est pour vous. Tenez -dijo, mientras le tendía imperiosamente un sobre. No dejaba de lanzar nerviosas miradas a un lado y a otro, claramente temeroso de que alguien los viera. De pronto, Alice lo reconoció como el joven agente uniformado que iba con el inspector Noubel.
– Je vous ai déjà vu, non? Au pie de Soularac.