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El Laberinto

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El Laberinto
Название: El Laberinto
Автор: Mosse Kate
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Laberinto - читать бесплатно онлайн , автор Mosse Kate

Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?

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No, antes de eso.

«Iba andando por la plaza de armas. Había luces en las ventanas de arriba.»

El miedo le aguijoneó la nuca. Pasos en la oscuridad, una mano encallecida sobre su boca y, después, el golpe.

Peligro.

Se tocó la cabeza y no pudo evitar encogerse cuando sus dedos tomaron contacto con la masa pegajosa de sangre y pelo que tenía detrás de la oreja. Cerró con fuerza los ojos, intentando suprimir el recuerdo de las manos que le habían recorrido el cuerpo como ratas. Dos hombres. El olor habitual a caballo, cerveza y heno.

«¿Habrán encontrado el merel?»

Alaïs intentó ponerse en pie. Tenía que contarle a su padre lo sucedido. Iba a salir para Montpellier, era todo lo que recordaba. Pero antes tenía que hablar con él. Trató de incorporarse, pero las piernas no la sostuvieron. La cabeza volvió a darle vueltas y otra vez se encontró cayendo y cayendo, a punto de sumirse en un sueño ingrávido. Intentó combatirlo y permanecer despierta, pero no le sirvió de nada. Pasado, presente y futuro formaban parte de un tiempo infinito que se extendía ante ella. Color, sonido y luz dejaron de tener sentido.

CAPÍTULO 18

Con una última y ansiosa mirada por encima del hombro, Bertran Pelletier salió cabalgando por la puerta del este, junto al vizconde Trencavel. No comprendía por qué Alaïs no había acudido a despedirlos.

El senescal iba en silencio, perdido en sus pensamientos, prestando poca atención a la charla insustancial que se desarrollaba a su alrededor. Tenía el espíritu turbado por la ausencia de su hija, que no había acudido a la plaza de armas para verlo marchar ni para desear suerte a la expedición. Estaba sorprendido y también decepcionado, aunque le costara admitirlo. Ahora lamentaba no haber enviado a François para despertarla.

Pese a lo temprano de la hora, las calles estaban abarrotadas de gente que los saludaba y aclamaba. Para el viaje sólo los mejores caballos habían sido escogidos, corceles de resistencia y entereza a toda prueba, palafrenes de las cuadras del Château Comtal, seleccionados por su vivacidad y su fuerza. Raymond-Roger Trencavel montaba su favorito, un garañón bayo que él mismo había domado cuando era un potro. El pelaje del animal era del color de un zorro en invierno y en la frente tenía una estrella blanca distintiva, con la forma exacta -o al menos eso decían- de las tierras de Trencavel.

En todos los escudos lucía el emblema de Trencavel. Su divisa estaba bordada en cada estandarte y en la gonela que cada caballero lucía sobre la armadura de viaje. El sol naciente resplandecía en los yelmos, las espadas y las bridas relucientes. Hasta las alforjas de los caballos de carga habían sido lustradas hasta que los mozos vieron reflejarse sus caras en el cuero.

No había sido fácil decidir las dimensiones precisas de la comitiva: demasiado pequeña, y habría parecido que Trencavel era un aliado menor y sin importancia, por no hablar del riesgo de sufrir un ataque de bandoleros; demasiado grande, y habría podido interpretarse como una declaración de guerra.

Finalmente, dieciséis chavalièrs habían sido elegidos, entre ellos Guilhelm du Mas, pese a las objeciones de Pelletier. Con sus escuderos, más un puñado de sirvientes y clérigos, Jehan Congost y un herrero para reparar las herraduras de los caballos sobre la marcha, el cortejo sumaba en total unas treinta personas.

Su destino era Montpellier, principal ciudad de los dominios del vizconde de Nîmes y cuna de dòmna Agnès, la esposa de Raymond-Roger. Al igual que Trencavel, el vizconde de Nîmes era vasallo del rey de Aragón, Pedro II, por lo que aun cuando Montpellier era una ciudad católica y Pedro un enérgico y resuelto enemigo de la herejía, era razonable esperar que pudieran transitar sin problemas.

Habían calculado tres días de viaje desde Carcasona. Era imposible saber quién sería el primero en llegar a la ciudad, si Trencavel o el conde de Toulouse.

Al principio marcharon hacia el este, siguiendo el curso del Aude en dirección a levante. En Trèbes, torcieron al noroeste, hacia las tierras del Minervois, por la antigua vía romana que atravesaba La Redorte, la ciudad fortificada de Azule, sobre un altozano, y, más adelante, Olonzac.

Las mejores tierras se reservaban a los cultivos de cáñamo, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. A la derecha había viñas, algunas podadas y otras silvestres, creciendo sin freno junto al camino, detrás de setos exuberantes. A la izquierda estaba el mar verde esmeralda de los campos de cebada, que se volverían de oro para la época de la cosecha. Los campesinos, con el rostro oscurecido bajo grandes sombreros de paja, ya estaban trabajando duramente, recogiendo el último trigo de la temporada, con la curva de hierro de las guadañas atrapando de vez en cuando un reflejo de sol.

Más allá de la ribera, bordeada de robles y hierba de San Antonio, estaban los bosques profundos y silenciosos que sobrevolaban las águilas. En ellos abundaban los venados, los linces y los osos, y también los lobos y los zorros en invierno. A lo lejos, por encima de los montes y la espesura del llano, se cernían los oscuros bosques de la Montaigne Noire, donde reinaba el jabalí.

Con la energía y el optimismo de la juventud, el vizconde Trencavel estaba de buen humor y cabalgaba intercambiando anécdotas graciosas y escuchando historias de hazañas pasadas. Iba discutiendo con sus hombres sobre los mejores perros de caza, galgos o mastines, y acerca del precio que alcanzaba una buena hembra reproductora, además de prestar oídos a las últimas habladurías sobre quién había perdido qué jugando a los dados o a los dardos.

Nadie hablaba del propósito de la expedición, ni de lo que sucedería si el vizconde fracasaba en sus peticiones a su tío.

Un grito áspero a la cola de la comitiva llamó la atención de Pelletier, que miró por encima del hombro. Guilhelm du Mas iba cabalgando en línea de tres, junto a Alzeu de Preixan y Tièrry Cazanon, chavalièrs que también habían aprendido el arte de guerrear en Carcasona y habían sido armados caballeros el mismo domingo de Pascua.

Consciente de la expresión crítica del viejo, Guilhelm irguió la cabeza y buscó sus ojos con actitud insolente. Por un momento, se sostuvieron la mirada. Después, el más joven inclinó ligeramente la cabeza, en insincero gesto de reconocimiento, y desvió la cara. Pelletier sintió que se le calentaba la sangre, tanto peor porque sabía que no podía hacer nada.

Hora tras hora, cabalgaron por la llanura. La conversación se fue apagando hasta agotarse, cuando la exaltación que había acompañado la salida de la Cité cedió el paso a la aprensión.

El sol estaba cada vez más alto en el cielo. Los clérigos eran quienes más sufrían, con sus hábitos negros de lana. Riachuelos de sudor chorreaban de la frente del obispo, y la esponjosa tez de Jehan Congost había adquirido un desagradable tono con manchas rojas, semejante al de las flores de la dedalera. Abejas, grillos y cigarras chirriaban y zumbaban entre la hierba parda. Los mosquitos picaban manos y muñecas, y las moscas atormentaban a los caballos, que sacudían irritados las crines y la cola.

Sólo cuando el sol estuvo en el cénit, sobre sus cabezas, el vizconde Trencavel los condujo fuera del camino para que descansaran un rato. Se instalaron en un claro, junto a un riachuelo perezoso, tras asegurarse de que no había peligro. Los escuderos desensillaron los caballos, les refrescaron la piel con hojas de sauce mojadas en el agua de la corriente y curaron los cortes y las picaduras con hojas de acedera o cataplasmas de mostaza.

Los chavalièrs se quitaron las armaduras de viaje y las botas, y se lavaron el polvo y el sudor de las manos y el cuello. Un pequeño contingente de sirvientes fue enviado a la granja más cercana, de donde regresó poco después con pan, embutidos, queso de cabra, aceitunas y el recio vino del país.

Cuando se difundió la noticia de que el vizconde Trencavel estaba acampado en los alrededores, una corriente incesante de granjeros y campesinos, ancianos y muchachas, tejedores y cerveceros, comenzó a llegar al modesto campamento instalado bajo los árboles, con regalos para el sènhor: cestas de cerezas y ciruelas recién recogidas, una oca, sal y pescado.

Pelletier estaba inquieto. El movimiento los retrasaría y consumiría un tiempo muy valioso. Aún quedaba mucho camino por recorrer antes de que se alargaran las sombras del atardecer y pudieran acampar para la noche. Pero lo mismo que su padre y su madre antes que él, Raymond-Roger disfrutaba recibiendo a sus súbditos y jamás habría rechazado a ninguno.

– Por esto es por lo que olvidamos el orgullo y vamos a negociar la paz con mi tío -dijo serenamente-: para proteger todo lo bueno, inocente y verdadero que hay en nuestra forma de vivir, ¿no crees? Y si es necesario, lucharemos por ello.

Como los antiguos reyes guerreros, el vizconde Trencavel los recibió a todos a la sombra de un roble y aceptó con encanto, gracia y dignidad los tributos ofrecidos. Sabía que aquel día se convertiría en una historia digna de ser atesorada y entretejida en la memoria de la aldea.

Una de los últimos en acercarse fue una bonita niña de cinco o seis años, de piel morena y ojos brillantes como las zarzamoras. Tras hacer una leve reverencia, tendió al vizconde un ramillete de capuchinas, aquileas y trébol blanco. Las manos le temblaban.

Agachándose a la altura de la niña, el vizconde Trencavel se sacó del cinturón un pañuelo de hilo blanco y se lo dio. Incluso Pelletier sonrió cuando los dedos menudos se alargaron tímidamente para coger el blanco cuadrado de tela almidonada.

– ¿Y cómo os llamáis, domnaisela? -preguntó el vizconde.

– Ernestine, messer -susurró ella.

Trencavel asintió.

– Muy bien, domnaisela Ernestine -prosiguió él, mientras separaba una flor rosa del ramillete y se la ponía en la gonela-. Llevaré esta flor aquí para que me dé buena suerte y como recuerdo de la gentileza del pueblo de Picheric.

Sólo cuando el último de los visitantes abandonó el campamento, Raymond-Roger Trencavel se soltó la espada y se sentó a comer. Una vez saciado el apetito, uno a uno, hombres y muchachos se tumbaron en la hierba suave o se apoyaron contra el tronco de un árbol y se quedaron dormidos, con el vientre lleno de vino y la cabeza pesada por el calor de la tarde.

Pelletier fue el único que no descansó. Cuando se hubo asegurado de que el vizconde Trencavel ya no lo necesitaba, salió a caminar junto al riachuelo, deseoso de soledad.

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