El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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Había chinches barqueras deslizándose por el agua e iridiscentes libélulas que rozaban la superficie y surcaban como dardos el aire agobiante.
En cuanto perdió de vista el campamento, Pelletier se sentó sobre el tronco ennegrecido de un árbol caído y sacó del bolsillo la carta de Harif. No la leyó. Ni siquiera la abrió; sólo la mantuvo apretada entre el índice y el pulgar, como un talismán.
No podía dejar de pensar en Alaïs. Sus cavilaciones iban y venían, balanceándose como los platos de una romana. En determinado momento, se arrepintió de haber confiado en su hija. Pero ¿de quién iba a fiarse, si no de Alaïs? No había nadie más que mereciera su confianza. Al instante siguiente, temió haberle contado demasiado poco.
Dios mediante, todo saldría bien. Si su petición al conde de Toulouse era bien recibida, volverían triunfalmente a Carcasona antes de fin de mes, sin que se derramara ni una sola gota de sangre. Entonces Pelletier se reuniría con Simeón en Béziers y averiguaría la identidad de la «hermana» a quien se refería Harif en su escrito.
Si así lo quería el destino.
El senescal suspiró. Contempló el sereno paisaje que se extendía ante él, pero en su fuero interno vio lo contrario. En lugar del viejo mundo, inalterado e inmutable, vio caos, devastación y destrucción. El final de todas las cosas.
Agachó la cabeza. No podía haber obrado de otra manera. Si no regresaba a Carcasona, al menos moriría seguro de haber hecho cuanto estaba a su alcance para proteger la Trilogía. Alaïs cumpliría con su obligación. Haría suyos los votos que él había pronunciado. El secreto no se perdería en el fragor de la batalla, ni se pudriría en una mazmorra francesa.
Los ruidos del campamento, que ya cobraba vida, devolvieron a Pelletier al presente. Había que ponerse en marcha. Quedaban muchas horas de cabalgata antes del crepúsculo.
Pelletier volvió a guardar en la bolsa la carta de Harif y regresó apresuradamente al campamento, consciente de que momentos como aquél, de paz y serena contemplación, quizá no abundaran en los días que tenía por delante.
CAPÍTULO 19
Cuando Alaïs se despertó de nuevo, estaba acostada entre sábanas de hilo y no sobre la hierba. Oía un murmullo bajo y sordo, como un viento otoñal silbando entre los árboles. Su cuerpo le pareció curiosamente pesado y lastrado, como si no le perteneciera. Había soñado que Esclarmonda estaba allí con ella, poniéndole la mano fresca en la frente para ahuyentar la fiebre.
Sus párpados temblaron y se abrieron. Sobre su cabeza vio el familiar dosel de su cama, con las cortinas de color azul oscuro apartadas y sujetas hacia un lado. La alcoba estaba sumida en la suave luz dorada del crepúsculo. El aire, aunque pesado y caluroso, ya prometía el frescor de la noche. Distinguió un leve perfume de hierbas recién quemadas. Romero y un aroma de lavanda.
También oyó voces de mujeres, roncas y sofocadas, en algún lugar cercano. Estaban susurrando, como para no despertarla. Las palabras crepitaban como la grasa cayendo de un espetón al fuego. Poco a poco, Alaïs volvió la cabeza sobre la almohada en dirección al ruido. Alziette, la poco agraciada esposa del jefe de caballerizos, y Ranier, una chismosa alborotadora y rencorosa, casada con un hombre tosco y aburrido, conocidas ambas por ser dos liantes, estaban sentadas junto a la chimenea vacía, como un par de cuervos viejos. Su hermana Oriane solía llamarlas para que le hicieran recados, pero Alaïs desconfiaba de ellas y no podía entender cómo habían entrado en sus habitaciones. Su padre jamás lo habría permitido.
Entonces recordó. Su padre no estaba en el castillo. Se había ido a Saint Gilles o a Montpellier, no lo recordaba bien. También Guilhelm.
– Entonces, ¿dónde estaban? -murmuró Ranier con voz sibilante, ávida de escándalos.
– En el huerto, bajando por el riachuelo, junto a los sauces -contestó Alziette-. La chica mayor de Mazelle los vio cuando salían para allá. Ladina como es, se fue directamente a decírselo a su madre. Entonces Mazelle salió corriendo al patio, retorciéndose las manos y gritando que era una vergüenza y que hubiese querido ser la última en contármelo.
– Siempre le ha tenido envidia a tu chica. Todas sus hijas están gordas como cerdas y tienen la cara llena de hoyos. Todas, por mucho que le duela. -Ranier acercó un poco más su cabeza a la de Alziette-. ¿Qué hiciste entonces?
– ¿Qué podía hacer, aparte de ir a ver por mí misma? Los encontré nada más bajar. Tampoco es que se esforzaran mucho por esconderse. Agarré a Raolf por los pelos, esa pelambre marrón tan fea que tiene, y le di de puñetazos en las orejas. Mientras tanto, él se sujetaba el cinturón con una mano. Tenía la cara roja de vergüenza, por haber sido descubierto. Cuando me volví hacia Joana, el miserable se me escabulló y salió huyendo, sin mirar atrás ni una sola vez.
Ranier chasqueó la lengua a modo de reprobación.
– Mientras tanto, Joana no dejaba de chillar, hablando al mismo tiempo, diciendo que Raolf la adoraba y que quería casarse con ella. Oyéndola, se hubiese dicho que era la primera chica que se ha dejado engañar por unas cuantas palabras bonitas.
– ¿No serán honestas las intenciones del mozo?
Alziette resopló.
– No está en situación de casarse -se quejó-. Tiene cinco hermanos mayores y sólo dos están casados. Su padre se pasa el día y la noche en la taberna. Hasta la última moneda que pasa por sus manos acaba en los bolsillos de Gastón.
Alaïs intentó cerrar los oídos al chismorreo de las mujeres. Eran como buitres consumiendo carroña.
– En cualquier caso -dijo Ranier insidiosamente-, no hay mal que por bien no venga. Si las circunstancias no te hubieran llevado allí, no la habrías encontrado a ella.
Alaïs se puso tensa, al sentir que ambas cabezas se volvían en su dirección.
– Así es -convino Alziette-, y espero recibir una recompensa cuando vuelva su padre.
Alaïs se quedó escuchando, pero no averiguó nada más. Las sombras se alargaron. Siguió durmiendo y despertando a ratos.
Finalmente, una de las doncellas favoritas de su hermana se presentó para sustituir a Alziette y Ranier. El ruido de la mujer arrastrando el camastro de madera agrietada, para sacarlo de debajo de la cama, despertó a Alaïs. Oyó un golpe sordo cuando la criada se tumbó sobre el jergón y el peso de su cuerpo expulsó el aire alojado entre la paja seca del relleno. Al cabo de un momento, los gruñidos, los trabajosos ronquidos, los silbidos y los resoplidos que llegaban de los pies de la cama le anunciaron que la mujer se había quedado dormida.
De pronto, Alaïs despertó por completo. Tenía la cabeza llena de las últimas instrucciones que le había dado su padre: poner a buen recaudo la tabla con el laberinto. Se incorporó hasta quedar sentada y miró entre las velas y los retales.
La tabla ya no estaba.
Con cuidado para no despertar a la doncella, Alaïs abrió la puerta de la mesilla de noche. La bisagra estaba rígida por falta de uso y rechinó al girar. Alaïs repasó con los dedos los bordes de la cama, por si la tabla se hubiera deslizado entre el colchón y el marco de madera. Tampoco estaba allí.
Nada.
No le gustaba la deriva que estaban tomando sus pensamientos. Su padre había rechazado la sugerencia de que hubiesen descubierto su identidad, pero ¿no se habría equivocado? «Han desaparecido el merel y la tabla.»
Alaïs pasó las piernas por encima de la cama y recorrió de puntillas la habitación, hasta la silla donde solía sentarse para hacer sus labores. Necesitaba asegurarse. Su capa colgaba del respaldo. Alguien había intentado limpiarla, pero el fango cubría el rojo dobladillo y tapaba en algunos sitios los puntos del bordado. Olía como la plaza de armas o las cuadras, un olor acre y amargo. Sus manos salieron vacías, tal como esperaba. Su bolsa había desaparecido y, con ella, el merel.
Todo sucedía con excesiva rapidez. De pronto, las viejas sombras familiares le parecían amenazadoras. Sentía el peligro por todas partes, incluso en los ronquidos que le llegaban de los pies de la cama.
«¿Y si mis atacantes están todavía en el castillo? ¿Y si vuelven a buscarme?»
Alaïs se vistió rápidamente, recogió el candil y ajustó la llama. La idea de atravesar sola la plaza oscura la atemorizaba, pero no podía quedarse quieta en su habitación, simplemente esperando a que pasara algo.
Valor.
Alaïs atravesó corriendo la plaza de armas, hasta la torre Pinta, protegiendo con una mano la llama mortecina. Tenía que encontrar a François.
Entreabrió la puerta y lo llamó por su nombre en la oscuridad. No hubo respuesta. Se deslizó dentro de la habitación.
– François -volvió a susurrar.
La lámpara proyectaba un pálido resplandor amarillo, suficiente para ver que había alguien tumbado en el camastro al pie de la cama de su padre.
Tras apoyar la lámpara en el suelo, Alaïs se inclinó y lo tocó levemente en el hombro. En seguida retiró el brazo, como si se le hubieran quemado los dedos. Había notado algo raro.
– ¿François?
Tampoco hubo respuesta. Alaïs agarró el borde irregular de la manta, contó hasta tres y la levantó.
Debajo había un montón de ropa y pieles viejas de carnero, todo ello cuidadosamente apilado para imitar los contornos de un hombre dormido. Sintió alivio, pero a la vez confusión y aturdimiento.
Fuera, en el pasillo, un ruido llamó su atención. Alaïs levantó la lámpara del suelo, apagó la llama y se escondió entre las sombras, detrás de la cama.
Oyó que la puerta se abría con un chirrido. El intruso vaciló, quizá al percibir el olor de la lámpara de aceite o al reparar en las mantas desordenadas, y desenvainó el puñal.
– ¿Quién anda ahí? -preguntó-. ¡Sal para que te vea!
– ¡François! -exclamó Alaïs con alivio, saliendo de detrás de las cortinas-. Soy yo. Puedes guardar el arma.
El hombre pareció mucho más sorprendido que ella.
– ¡Perdonadme, dòmna , no os había visto!
Ella lo estudió con interés. El criado respiraba agitadamente, como si hubiese estado corriendo.
– La culpa ha sido mía, pero ¿dónde estabas tú a estas horas? -preguntó ella.
– Yo…
Una mujer, supuso ella, aunque no comprendía por qué lo turbaba tanto que lo hubiesen descubierto. Sintió pena por él.
– A decir verdad, François, no tiene importancia. He venido porque eres la única persona en quien confío, para que me cuentes lo que me ha ocurrido.
El color se retiró de la cara del criado.