El Laberinto
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Un misterio sepultado durante ochocientos a?os. Tres pergaminos y el secreto del Grial. Dos hero?nas separadas por ocho siglos, pero unidas por un mismo destino. ?Qu? se esconde en el coraz?n del laberinto? En las monta?as de Carcasona, la vieja tierra de los c?taros, un secreto ha permanecido oculto desde el siglo XIII. En plena cruzada contra los c?taros, la joven Ala?s ha sido designada para proteger un antiguo libro que contiene los secretos del Santo Grial. Ochocientos a?os despu?s, la arque?loga Alice Tanner trabaja en una excavaci?n en el sur de Francia y descubre una cueva que ha ocultado oscuros misterios durante todos estos siglos. ?Qu? pasar? si todo sale a la luz?
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Cuando habló, su mensaje fue breve y directo al grano.
– Ce n’est plus là -fue todo lo que dijo. «Ya no está allí.»
CAPÍTULO 14
Chartres
La gran catedral gótica de Nuestra Señora de Chartres se erguía por encima del mosaico de tejados, aguilones y casas de entramado de madera y piedra caliza que componen el centro histórico de la ciudad. Al pie del compacto laberinto de calles estrechas y curvas, a la sombra de los edificios, el río Eure discurría aún a la tamizada luz del sol de la tarde.
Los turistas se empujaban unos a otros para entrar por el portal oeste de la catedral. Los hombres empuñaban sus cámaras de vídeo como armas, registrando más que percibiendo el brillante caleidoscopio de color que se derramaba de las tres ventanas ojivales, por encima de la puerta Real.
Hasta el siglo xviii, los nueve accesos que llevan a la catedral se podían clausurar en época de peligro. Las puertas habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero la actitud mental persistía. Chartres era todavía una ciudad partida en dos mitades, la antigua y la nueva. Las calles más selectas eran las de la parte norte del claustro, donde antiguamente se levantaba el palacio episcopal. Los edificios de piedra clara miraban imperiosamente hacia la catedral, imbuidos de una atmósfera varias veces centenaria de influencia y poder eclesiásticos.
La casa de la familia De l’Oradore dominaba la Rué du Cheval Blanc. Había sobrevivido a la revolución y a la ocupación, y se mantenía como sólido testimonio de las viejas fortunas. Su aldaba y su buzón de bronce resplandecían, y los arbustos ornamentales de los tiestos colocados a ambos lados de los peldaños, delante de la doble puerta, estaban perfectamente podados.
La puerta delantera daba paso a un vestíbulo impresionante. El suelo era de lustrosa madera oscura y un pesado jarrón de cristal, con lirios blancos recién cortados, destacaba sobre una mesa ovalada en el centro. Las vitrinas dispuestas en torno a las esquinas, conectadas todas a un discreto sistema de alarmas, contenían una valiosa colección de piezas egipcias, adquiridas por la familia De l’Oradore tras el regreso triunfal de Napoleón de sus campañas norteafricanas, a comienzos del siglo xix. Era una de las principales colecciones privadas de arte egipcio.
La actual cabeza de familia, Marie-Cécile de l’Oradore, comerciaba con antigüedades de todos los períodos, pero compartía las preferencias de su difunto abuelo por el pasado medieval. Dos importantes tapices franceses colgaban de la pared artesonada frente a la puerta delantera, ambos adquiridos después de que la señora recibiera su herencia, cinco años antes. Las piezas más valiosas de la familia -cuadros, joyas y manuscritos- estaban a buen recaudo en la caja fuerte, fuera de la vista de los curiosos.
En el dormitorio principal del primer piso de la casa, que dominaba la Rué du Cheval Blanc, Will Franklin, actual amante de Marie-Cécile, yacía boca arriba bajo el dosel de la cama, con la sábana subida hasta la cintura.
Tenía los brazos flexionados debajo de la cabeza. Su pelo castaño claro, veteado de rubio por sus veranos de infancia transcurridos en Martha’s Vineyard, encuadraba un rostro cautivador, con una sonrisa de niñito perdido.
Marie-Cécile, por su parte, estaba sentada con las largas piernas cruzadas, en una ornamentada butaca Luis XIV, junto al fuego. El fulgor marfileño de su camisola de seda reverberaba sobre el azul profundo del tapizado de terciopelo.
Tenía el perfil característico de la familia De l’Oradore -una pálida y aguileña belleza-, pero sus labios eran rotundos y sensuales, y unas oscuras y generosas pestañas enmarcaban sus ojos verdes de gata. Los rizos negros, dominados por un corte perfecto, rozaban unos hombros bien cincelados.
– Esta habitación es fantástica -dijo Will-. El escenario perfecto para ti. Elegante, lujosa y sutil.
Los diminutos diamantes de los pendientes centellearon cuando ella se inclinó para apagar el cigarrillo.
– Originalmente era el cuarto de mi abuelo.
Su inglés era perfecto, con una levísima reverberación de acento francés que él aún encontraba excitante. Marie-Cécile se puso de pie y atravesó la habitación hacia él, sin hacer ruido sobre la espesa alfombra azul claro.
Will sonrió expectante, mientras aspiraba el singular olor que la caracterizaba: sexo, Chanel y una insinuación de Gauloises.
– Vuélvete -dijo ella, describiendo en el aire un movimiento giratorio con un dedo-. Date la vuelta.
Will obedeció. Marie-Cécile empezó a masajearle el cuello y los anchos hombros. Él sentía que su cuerpo se estiraba y relajaba al contacto de sus manos. Ninguno de los dos prestó atención al ruido de la puerta delantera que se abría y se cerraba en el piso de abajo. Él ni siquiera percibió las voces en el vestíbulo, ni los pasos que subían de dos en dos los peldaños y recorrían a grandes zancadas el pasillo.
Hubo un par de golpes secos en la puerta del dormitorio.
– Maman!
Will se puso tenso.
– Nada. Es mi hijo -dijo ella-. Oui? Qu’est-ce que c’est?
– Maman! Je veux parler avec toi.
Will levantó la cabeza.
– Creí que no lo esperabas hasta mañana.
– Y no lo esperaba.
– Maman! -repitió François-Baptiste-. C’est important.
– Si molesto… -dijo Will, incómodo.
Marie-Cécile siguió masajeándole los hombros.
– Él ya sabe que no tiene que importunarme. Hablaré con él más tarde.
Levantó la voz:
– Pas maintenant , François-Baptiste. -Y a continuación añadió en inglés, para que Will la entendiera, mientras deslizaba las manos por su espalda-: Ahora no es… buen momento.
Will rodó para ponerse boca arriba y se sentó, incómodo con la situación. Hacía tres meses que conocía a Marie-Cécile y nunca había visto a su hijo. François-Baptiste había estado primero en la universidad y después de vacaciones, con unos amigos. Sólo entonces se le ocurrió pensar que quizá todo había sido idea de Marie-Cécile.
– ¿No vas a hablar con él?
– Si eso te hace feliz… -replicó ella, bajando de la cama. Entreabrió la puerta. Hubo un sofocado diálogo, que Will no pudo oír, tras lo cual sus pasos se alejaron por el pasillo, pisando con fuerza. Ella hizo girar la llave en la cerradura y se volvió hacia él.
– ¿Mejor así? -dijo con suavidad.
Lentamente, regresó a su lado, mirándolo por entre sus largas pestañas oscuras. Había algo deliberado en sus movimientos, como una actuación, pero Will sintió que su cuerpo reaccionaba igual.
Ella lo empujó contra la cama y montó a horcajadas sobre él, rodeándole los hombros con sus brazos esbeltos. Sus afiladas uñas dejaron tenues arañazos en la piel de su amante, que sentía las rodillas de ella oprimiéndole los flancos. Will tendió las manos y recorrió con los dedos los brazos lisos y firmes de ella, mientras sentía el roce de sus pechos a través de la seda. Los finos tirantes de la camisola resbalaron fácilmente por sus bien formados hombros.
Sonó el teléfono móvil sobre la mesilla. Will no le hizo caso. Deslizando la delicada prenda por el esbelto cuerpo de ella, se la bajó hasta la cintura.
– Ya volverán a llamar si es importante.
Marie-Cécile echó una mirada al número que había aparecido en la pantalla. De inmediato, su expresión cambió.
– Tengo que contestar -dijo.
Will intentó impedirlo, pero ella lo apartó con impaciencia.
– Ahora no.
Cubriéndose, se fue hacia la ventana.
– Oui , j’écoute .
Will oyó la crepitación de una mala línea.
– Trouve -le alors ! -dijo ella, antes de cortar la conexión. Con el rostro encendido de ira, Marie-Cécile cogió un cigarrillo y lo encendió. Las manos le temblaban.
– ¿Algún problema?
Al principio, Will pensó que no lo había oído. Parecía incluso que se hubiera olvidado de que él estaba en la habitación. Después, se volvió y lo miró.
– Ha surgido algo -dijo ella.
Will se quedó expectante, hasta comprender que no habría más explicaciones y que ella estaba esperando que se marchara.
– Lo siento -añadió Marie-Cécile en tono conciliador-. Preferiría quedarme contigo, mais …
Contrariado, Will se levantó y se puso los vaqueros.
– ¿Nos veremos para la cena?
Ella hizo una mueca.
– Tengo un compromiso. De negocios, ¿recuerdas? -Se encogió de hombros-. Más tarde, oui ?
– ¿Qué hora es «más tarde»? ¿Las diez? ¿Las doce?
Ella se acercó y entrelazó sus dedos con los de él.
– Lo siento.
Will intentó soltarse, pero ella no lo dejó.
– Siempre haces lo mismo. Nunca sé lo que está pasando.
Ella se le acercó un poco más, hasta hacerle sentir los senos apretados contra su pecho a través de la fina seda. Pese al enfado, él sintió que su cuerpo reaccionaba.
– Son sólo negocios -murmuró ella-. No hay ninguna razón para estar celoso.
– No estoy celoso. -Había perdido la cuenta de las veces que habían tenido la misma conversación-. Es sólo que…
– Ce soir -dijo ella, soltándolo-. Ahora tengo que arreglarme.
Sin darle tiempo a oponer ninguna objeción, desapareció en el cuarto de baño y cerró la puerta tras de sí.
Cuando Marie-Cécile salió de la ducha, sintió alivio al ver que Will se había marchado. No la habría sorprendido encontrarlo todavía tumbado en la cama, con su expresión de niñito perdido.
Sus requerimientos empezaban a irritarla. Cada vez le exigía más tiempo y le pedía más atención de la que ella estaba dispuesta a darle. No parecía entender la naturaleza de su relación. Marie-Cécile iba a tener que hacer algo al respecto.
Apartó a Will de su mente. Miró a su alrededor. La criada había estado allí y había ordenado la habitación. Sus cosas estaban listas y bien dispuestas sobre la cama. Sus zapatillas doradas, hechas a mano, aguardaban al lado, en el suelo.
Encendió otro cigarrillo que sacó de la pitillera. Fumaba demasiado, pero esa noche estaba nerviosa. Golpeó el extremo del filtro contra la tapa de la pitillera, antes de encenderlo. Era otro gesto más heredado de su abuelo, como tantas otras cosas.
Marie-Cécile se acercó al espejo y dejó que el albornoz de seda blanca le resbalara de los hombros y cayera al suelo, alrededor de sus pies.