La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– Esta mañana, al despertarme, lo hice rogando que todo no fuese más que una lamentable confusión…
– Tal vez lo sea -el anticuario reflexionó sobre aquello-. Que yo sepa, los policías y los forenses sólo son honrados e infalibles en las películas. Y tengo entendido que, ya, ni siquiera eso.
Sonrió ácidamente, con desgana. Julia lo miraba sin prestar demasiada atención a sus palabras.
– Álvaro asesinado… ¿Te das cuenta?
– No te atormentes, princesa. Esa es sólo una rebuscada hipótesis policial… Y por otra parte, no deberías pensar tanto en él. Se acabó, se fue. De todas formas ya se había ido antes.
– No de ese modo.
– Igual da un modo que otro. Se fue y basta.
– Es demasiado horrible.
– Sí. Pero no ganas nada con darle vueltas y vueltas.
– ¿No? Muere Álvaro, me interrogan, siento que estoy vigilada por alguien a quien le interesa mi trabajo en La partida de ajedrez… Y te sorprende que le dé vueltas. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
– Muy sencillo, hijita. Si las cosas te preocupan hasta ese punto, puedes devolverle el cuadro a Menchu. Si crees realmente que la muerte de Álvaro no fue accidental, cierra tu casa durante un tiempo y haz un viaje. Podemos pasar dos o tres semanas en París; tengo mucho que hacer allí… El caso es alejarte hasta que todo haya pasado.
– ¿Qué está ocurriendo?
– No lo sé, y eso es lo peor. Que no tenemos la menor idea. Como a ti, lo de Álvaro tampoco me preocuparía de no mediar ese asunto de los documentos… -la miró, sonriendo con embarazo-. Y confieso que me inquieta, porque no tengo madera de héroe… Podría ser que alguno de nosotros, sin saberlo, haya abierto una especie de caja de Pandora…
– El cuadro -confirmó Julia, estremeciéndose-. La inscripción oculta.
– Sin duda. Todo empieza por ahí, según parece.
Ella volvió el rostro hacia su imagen en el espejo y se miró largamente, como si no reconociera a la joven de cabellos negros que la observaba en silencio desde sus ojos grandes y oscuros, con leves cercos impresos por el insomnio sobre la piel pálida de los pómulos.
– Tal vez quieran matarme, César.
Los dedos del anticuario se crisparon en torno a la boquilla de marfil.
– No mientras yo viva -dijo, y su continente equívoco y pulcro traslucía una resolución agresiva; la voz se le había quebrado en un tono agudo, casi femenino-. Puedo tener todo el miedo del mundo, querida. Y tal vez más. Pero a ti nadie te hará daño mientras yo pueda evitarlo.
Julia no tuvo más remedio que sonreír, enternecida.
– ¿Qué podemos hacer? -preguntó tras un silencio.
César inclinaba el rostro, considerando seriamente la cuestión.
– Me parece prematuro hacer nada… Aún ignoramos si Álvaro murió accidentalmente o no.
– ¿Y los documentos?
– Estoy seguro de que alguien, en alguna parte, dará una respuesta a esa pregunta. La cuestión, supongo, reside en si quien te hizo llegar el informe es también responsable de la muerte de Álvaro, o si una cosa nada tiene que ver con la otra…
– ¿Y si se confirma lo peor?
César tardó un rato en responder.
– En ese caso, sólo veo dos opciones. Las clásicas, princesita: huir o seguir adelante. Puesto en el dilema, supongo que votaría por huir; pero eso no significa gran cosa… Sabes que, si me lo propongo, puedo llegar a ser endiabladamente pusilánime.
Ella había cruzado las manos sobre la nuca, bajo el cabello, y reflexionaba mirando los ojos claros del anticuario.
– ¿Y de veras huirías así, antes de saber lo que está ocurriendo?
– De veras. Ya sabes que la curiosidad mató al gato.
– No es eso lo que me enseñaste cuando era una cría, ¿recuerdas?… Jamás hay que salir de una habitación sin registrar los cajones.
– Sí; pero entonces nadie andaba por ahí resbalando en las bañeras.
– Eres un hipócrita. En el fondo te mueres por saber lo que pasa.
El anticuario hizo un mohín de reproche.
– Decir que me muero, cariño, es de pésimo gusto, dadas las circunstancias… Precisamente lo que no me apetece nada es morir, ahora que soy casi anciano y tengo adorables jovencitos que alivian mi vejez. Tampoco deseo que mueras tú.
– ¿Y si decido seguir, hasta enterarme de lo que pasa con ese cuadro?
César frunció los labios e hizo vagar su mirada, como si ni siquiera hubiese considerado esa alternativa.
– ¿Por qué habías de hacerlo? Dame una buena razón.
– Por Álvaro.
– No me vale. Álvaro ya no importaba hasta ese punto; te conozco lo bastante como para saberlo… Además, según lo que has contado, él no jugaba limpio en este asunto.
– Entonces por mí -Julia cruzó los brazos, desafiante-. A fin de cuentas, se trata de mi cuadro.
– Oye, creí que estabas asustada. Eso dijiste antes.
– Y lo estoy. Me hago pipí de miedo.
– Entiendo -César apoyó la barbilla sobre sus dedos enlazados, en los que relucía el topacio-. En la práctica -añadió tras una breve reflexión- se trata de buscar el tesoro. ¿No es eso lo que intentas decir?… Como en los viejos tiempos, cuando sólo eras una cría testaruda.
– Como en los viejos tiempos.
– Qué horror. ¿Tú y yo?
– Tú y yo.
– Olvidas a Muñoz. Lo hemos enrolado a bordo.
– Tienes razón. Muñoz, tú y yo, naturalmente.
César hizo una mueca. En sus ojos saltaba una chispa divertida.
– Habrá que enseñarle, entonces, la canción de los piratas. No creo que la sepa.
– Yo tampoco lo creo.
– Estamos locos, chiquilla -el anticuario miraba a Julia con fijeza-. ¿Te das cuenta?
– Qué más da.
– Esto no es un juego, querida… Esta vez no.
Ella sostuvo su mirada, imperturbable. Realmente estaba muy bella, con aquel brillo de resolución que el espejo reflejaba en sus ojos oscuros.
– Qué más da -repitió en voz baja.
César movió indulgente la cabeza. Después se levantó y el haz de rombos luminosos resbaló por su espalda hasta el suelo, a los pies de la joven, mientras él iba hacia el fondo de la sala, al rincón donde tenía su despacho. Durante unos minutos se afanó en la caja fuerte empotrada en el muro, bajo un viejo tapiz de escaso valor, una mala copia de La dama y el unicornio. Cuando regresó, traía un envoltorio en las manos.
– Toma, princesa, para ti. Un regalo.
– ¿Un regalo?
– Eso he dicho. Feliz no-cumpleaños.
Sorprendida, Julia retiró la envoltura de plástico y después el paño engrasado, sopesando en la palma de la mano la pequeña pistola de metal cromado y cachas de nácar.
– Es una Derringer antigua, así que no necesitas licencia de armas -explicó el anticuario-. Pero funciona como si fuese nueva, y está preparada pata disparar balas de calibre cuarenta y cinco. Apenas abulta y puedes llevarla en el bolsillo… Si durante los próximos días alguien se acerca o ronda tu casa -la miró fijamente, sin el menor rastro de humor en sus ojos cansados- me harás el favor de levantar ese chisme, así, y volarle la cabeza. ¿Recuerdas?… Como si fuese el mismísimo capitán Garfio.
Apenas llegó a casa, Julia tuvo tres llamadas telefónicas en media hora. La primera fue de Menchu, preocupada tras haber leído la noticia en los periódicos. Según la galerista, nadie mencionaba otra versión que el accidente. Julia comprobó que la muerte de Álvaro tenía a su amiga sin cuidado: lo que la inquietaba eran posibles complicaciones que alterasen el acuerdo con Belmonte.
La segunda llamada la sorprendió. Era una invitación de Paco Montegrifo para cenar aquella noche y hablar de negocios. Julia aceptó y quedaron citados a las nueve en Sabatini. Después de colgar el teléfono se quedó un rato pensativa, buscando explicación a tan repentino interés. De relacionarse con el Van Huys, lo correcto era que el subastador hablara con Menchu, o que las citase a las dos juntas. Así lo había dicho durante la conversación; pero Montegrifo dejó bien claro que se trataba de algo cuyo interés se limitaba a ellos dos, solos.