La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– ¿Quiere decir -Julia se había apoyado en la mesa, incrédula- que alguien pudo matarlo mientras se duchaba?
El policía compuso un gesto con el que, sin duda, pretendía disuadirla de ir demasiado lejos.
– Sólo he mencionado esa eventualidad. La inspección ocular y la primera autopsia coinciden en la teoría del accidente, en líneas generales.
– ¿En líneas generales?… ¿De qué me está hablando?
– De lo que hay. Ciertos detalles, como el tipo de fractura, la posición del cadáver… Cuestiones técnicas que prefiero ahorrarle, pero que nos causan perplejidad, dudas razonables.
– Eso es ridículo.
– Casi coincido con usted -el bigote mejicano adoptó la forma de un condolido acento circunflejo-.
Pero de confirmarse, el panorama iba a resultar distinto: el profesor Ortega habría sido asesinado de un golpe en la nuca… Después, tras desnudarlo, alguien pudo meterlo bajo la ducha con los grifos abiertos, para fingir un accidente… En estos momentos se está realizando un nuevo estudio forense bajo la posibilidad de que el fallecido hubiese recibido dos golpes en vez de uno: el primero para derribarlo, y el segundo para asegurarse de que estaba muerto. Naturalmente, -se echó hacia atrás en la silla, cruzó las manos y observó a la joven con placidez- no son más que hipótesis.
Julia seguía mirando a su interlocutor como quien se cree objeto de una broma pesada. Se negaba a registrar cuanto acababa de oír, incapaz de establecer una relación directa entre Álvaro y lo que Feijoo sugería. Sin duda, susurraba una voz oculta en su interior, aquello era una errónea distribución de papeles, como si le estuviesen hablando de una persona distinta. Resultaba absurdo imaginar a Álvaro, el que ella había conocido, asesinado de un golpe en la nuca como un conejo, desnudo, con los ojos abiertos bajo el chorro de agua helada. Era una estupidez. Se preguntó si el propio Álvaro habría tenido tiempo de encontrar el lado grotesco a todo aquello.
– Imaginemos por un momento -dijo, tras reflexionar un pocoque la muerte no hubiera sido accidental… ¿Quién podía tener razones para matarlo?
– Esa es, como dicen en las películas, muy buena pregunta… -los incisivos del policía aprisionaron su labio inferior, en una mueca de cautela profesional-. Si he de serle sincero, no tengo la menor idea -hizo una breve pausa con aire demasiado honesto para ser auténtico, pretendiendo insinuar que ponía, sin reservas, todas sus cartas sobre la mesa-. En realidad, confío en su colaboración para esclarecer el asunto.
– ¿En la mía? ¿Por qué?
El inspector miró a Julia con deliberada lentitud, de arriba abajo. Ya no era amable, y su gesto traslucía cierto grosero interés, como si intentase establecer una suerte de equívoca complicidad.
– Usted vivió con el fallecido una relación… Disculpe, pero el mío es un desagradable oficio -a juzgar por la sonrisa de suficiencia que le asomaba bajo el mostacho, no parecía desagradarle mucho en ese momento el oficio que desempeñaba. Metió la mano en el bolsillo para sacar una caja de fósforos con el nombre de un conocido restaurante de cuatro tenedores y encendió, con gesto que pretendía ser galante, el cigarrillo que Julia acababa de ponerse en la boca-. Quiero decir una, ejem, historia. ¿Es correcto el dato?
– Es correcto -Julia exhaló el humo, entornando los ojos, incómoda y furiosa. Una historia, acababa de decir el policía, resumiendo con simpleza un trozo de su vida cuya cicatriz aún latía. Y sin duda, pensó, ese tipo gordo y vulgar, con ridículo bigote, sonreía por dentro mientras valoraba de un vistazo la calidad del género. La amiguita del difunto no está mal, iba a comentar con sus colegas, cuando bajara a tomarse una cerveza al bar de la Brigada. No me importaría hacerle un favor.
Pero otros aspectos de su propia situación la preocupaban más. Álvaro muerto. Tal vez asesinado. Absurdo o no, ella estaba en una comisaría de policía, y había demasiados puntos oscuros, que no alcanzaba a comprender. Y no comprender ciertas cosas podía ser muy peligroso.
Sentía todo el cuerpo en tensión, concentrado y atento, a la defensiva. Miró a Feijoo, que ya no se mostraba compasivo ni bonachón. Todo era cuestión de tácticas, se dijo. Intentando ser ecuánime, decidió que tampoco el inspector tenía razones para mostrarse considerado. No era sino un policía, torpe y vulgar como cualquier otro, que hacía su trabajo. A fin de cuentas, meditó mientras intentaba plantearse la situación desde el punto de vista de su interlocutor, ella era lo que aquel individuo tenía a mano: la ex amiguita del difunto. El único hilo del que tirar.
– Pero esa historia es vieja -añadió, dejando caer la ceniza en el cenicero, inmaculadamente limpio y lleno de clips metálicos, que Feijoo tenía sobre la mesa de escritorio-. Hace ya un año que terminó… Usted debería saberlo.
El inspector apoyó los codos en la mesa, inclinándose hacia ella.
– Sí -dijo, casi confidencial, como si ese tono fuese prueba irrefutable de que, a aquellas alturas, ambos eran ya viejos asociados y él se hallaba por completo de su parte. Después sonrió, y parecía referirse a un secreto que estaba dispuesto a guardar celosamente-. Pero se entrevistó con él hace tres días.
Julia disimuló su sorpresa mirando al policía con el gesto de quien acababa de oír una solemne estupidez. Naturalmente, Feijoo había estado haciendo preguntas en la facultad. Cualquier secretaria o conserje podía habérselo contado.
Pero tampoco se trataba de algo que necesitara ocultar.
– Fui a pedirle ayuda sobre un cuadro de cuya restauración me ocupo estos días -le sorprendió que el policía no tomara notas, y supuso que aquello formaba parte de su método: la gente habla con más libertad cuando cree que sus palabras se desvanecen en el aire-. Estuvimos charlando cerca de una hora en su despacho, como parece saber perfectamente. Incluso quedamos citados para después, pero ya no volví a verlo.
Feijoo daba vueltas a la caja de fósforos entre los dedos.
– ¿De qué hablaron, si no es entrometerme demasiado?… Confío en que sabrá hacerse cargo, disculpando este género de preguntas… hum, personales. Le aseguro que son pura rutina.
Julia lo miró en silencio mientras daba una chupada al cigarrillo, y después negó lentamente con la cabeza.
– Usted parece tomarme por idiota.
El policía entornó los párpados, enderezándose un poco en el asiento.
– Disculpe, pero no sé a qué viene…
– Yo le diré a qué viene -aplastó con violencia el cigarrillo en el montoncito de clips, sin apiadarse de la pesadumbre con que el otro siguió su gesto-. Yo no tengo el menor inconveniente en contestar a sus preguntas. Lo que pasa es que, antes de continuar, voy a pedirle que me diga si Álvaro se cayó en la bañera o no.
– Realmente -Feijoo parecía cogido de través- no cuento con indicios…
– Entonces la conversación está de más. Pero si cree que hay algo turbio en esa muerte, e intenta tirarme de la lengua, quiero saber ahora mismo si me está interrogando como sospechosa… Porque de ser así, o salgo inmediatamente de esta comisaría o pido un abogado.
El policía levantó las palmas de las manos, conciliador.
– Eso sería prematuro -sonrió torcidamente mientras se removía en la silla como si estuviese otra vez buscando las palabras-. Lo oficial, hasta ahora, es que el profesor Ortega sufrió un accidente.
– ¿Y si sus maravillosos forenses terminan decidiendo lo contrario?
– En ese caso… -Feijoo hizo un gesto impreciso-. Usted no sería más sospechosa que cualquiera de las personas relacionadas con el fallecido. Imagínese la lista de candidatos…
– Ese es el problema. Que no consigo imaginar a nadie capaz de matar a Álvaro.
– Bueno, esa es su opinión. Yo lo veo de otra forma: alumnos suspendidos, colegas celosos, amantes despechadas, maridos intransigentes… -había estado contando con el pulgar sobre los dedos de una mano y dejó el gesto en el aire cuando le faltaron dedos-. No. Lo que ocurre es que, y eso tendrá que reconocerlo, su testimonio es muy valioso.