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La Tabla De Flandes

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La Tabla De Flandes
Название: La Tabla De Flandes
Дата добавления: 15 январь 2020
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La Tabla De Flandes - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.

La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.

La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.

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– ¿Por qué? ¿Me sitúa en el apartado de amantes despechadas?

– No iré tan lejos, señorita. Pero usted se vio con él horas antes de que se rompiera el cráneo… O se lo rompieran.

– ¿Horas? -esta vez Julia sí estaba realmente desconcertada-. ¿Cuándo murió?

– Hace tres días. El miércoles, entre las dos de la tarde y las doce de la noche.

– Eso es imposible. Debe de haber un error.

– ¿Un error? -la expresión del comisario había cambiado. Ahora miraba a Julia con abierta desconfianza-. No hay error posible. Es el dictamen forense.

– Tiene que haberlo. Un error de veinticuatro horas.

– ¿Por qué cree eso?

– Porque el jueves por la tarde, al día siguiente de mi conversación con él, me envió a casa unos documentos que yo le había pedido.

– ¿Qué tipo de documentos?

– Sobre la historia del cuadro en que trabajo.

– ¿Los recibió por correo?

– Por mensajero, aquella misma tarde.

– ¿Recuerda la agencia?

– Sí. Urbexpress. Y fue el jueves, alrededor de las ocho… ¿Cómo se explica eso?

Bajo el bigote, el policía emitió un resoplido escéptico.

– No se explica. El jueves por la tarde, Álvaro Ortega llevaba veinticuatro horas muerto, así que no pudo hacer ese envío. Alguien… -Feijoo hizo una breve pausa, para que Julia asimilase la idea-. Alguien tuvo que hacerlo por él.

– ¿Alguien? ¿Qué alguien?

– Quien lo mató, si es que lo mataron. El hipotético asesino. O la asesina -el policía miró a Julia con curiosidad-. No sé por qué atribuimos de buenas a primeras una personalidad masculina a quien comete un crimen… -pareció caer en la cuenta de algo-. ¿Había alguna carta, o una nota que acompañara ese informe supuestamente enviado por Álvaro Ortega?

– Sólo documentos; pero es lógico pensar que los envió él… Estoy segura de que hay un error en todo esto.

– Nada de errores. Murió el miércoles, y usted recibió esos documentos el jueves. Salvo que la agencia retrasara la entrega…

– No. De eso estoy segura. La fecha era del mismo día.

– ¿Había alguien con usted aquella tarde? Quiero decir un testigo.

– Dos: Menchu Roch y César Ortiz de Pozas.

El policía se la quedó mirando. Su sorpresa parecía sincera.

– ¿Don César? ¿El anticuario de la calle del Prado?

– El mismo. ¿Lo conoce?

Feijoo aún dudó antes de hacer un gesto afirmativo. Lo conocía, dijo. Por motivos de trabajo. Pero ignoraba que fuesen amigos.

– Pues ya ve.

– Ya veo.

El policía tamborileó con el bolígrafo sobre la mesa. Parecía repentinamente incómodo, y tenía motivos. Como Julia supo al día siguiente de labios del propio César, el inspector jefe Casimiro Feijoo estaba lejos de ser un funcionario modelo. Su relación profesional con el mundillo del arte y las antigüedades le permitía, cada fin de mes, redondear con ingresos extraordinarios la nómina policial. De vez en cuando, al recuperar una partida de piezas robadas alguna de ellas desaparecía por la puerta falsa. Ciertos intermediarios de confianza participaban en estas operaciones, dándole un porcentaje de los beneficios. Y, piruetas de la vida, César era uno de ellos.

– De todas formas -dijo Julia, que aún ignoraba el currículum de Feijoo- supongo que tener dos testigos no prueba nada. Los documentos me los podría haber enviado yo misma.

Feijoo asintió sin comentarios, aunque ahora en su mirada se traslucía mayor prevención. También un nuevo respeto que no respondía, como Julia comprendió más tarde, sino a razones prácticas.

– La verdad -dijo al fin- es que todo este asunto resulta muy extraño.

Julia miraba al vacío. Desde su punto de vista, aquello dejaba ya de parecer extraño, para convertirse en siniestro.

– Lo que no entiendo es quién podía estar interesado en que yo recibiera esos documentos.

Feijoo, con los incisivos mordiéndole el labio inferior, sacó una libreta del cajón. El mostacho le colgaba flácido y preocupado mientras parecía analizar los pros y los contras de la situación. Saltaba a la vista el escaso entusiasmo que sentía al verse envuelto en aquel embrollo.

– Esa -murmuró, tomando con desgana las primeras notas-. Esa es, señorita, también, otra buena pregunta.

Se detuvo en el umbral, sintiéndose observada con curiosidad por el policía uniformado que vigilaba la puerta. Al otro lado de los árboles de la avenida, la fachada neoclásica del museo se iluminaba con potentes reflectores ocultos en los jardines cercanos, entre los bancos, las estatuas y las fuentes de piedra. Caía una llovizna apenas perceptible, suficiente para reflejar en el asfalto las luces de los vehículos y la alternancia rigurosa del verde, ámbar y rojo de los semáforos.

Julia se subió el cuello de la cazadora de piel y caminó por la acera, escuchando el eco de sus pasos en los portales vacíos. El tráfico era escaso, y sólo a ratos los faros de un coche la iluminaban desde atrás, proyectando su silueta larga y estrecha, primero extendida ante sus pies y luego más corta, oscilante y fugitiva hacia un lado, a medida que el ruido del motor crecía a su espalda hasta rebasarla, aplastada y desvanecida la sombra contra la pared mientras el coche, ahora dos puntos rojos y otros dos gemelos sobre el asfalto mojado, se alejaba calle arriba.

Se detuvo en un semáforo. En espera del verde buscó otros verdes en la noche, y los encontró en las luces fugitivas de los taxis, en semáforos que parpadeaban a lo largo de la avenida, en el neón lejano, compartido con azul y amarillo, de una torre de cristal en cuyo último piso, de ventanas iluminadas, alguien limpiaba o trabajaba a aquellas horas. Se encendió el verde y Julia cruzó buscando ahora rojos, más abundantes en la noche de una gran ciudad; pero se interpuso el destello azul de un coche de la policía que pasaba a lo lejos, sin que Julia llegase a escuchar la sirena, silencioso como una imagen muda. Rojo automóvil, verde semáforo, azul neón, azul destello… Esa sería, pensó, la gama de colores para interpretar aquel extraño paisaje, la paleta necesaria en la ejecución de una pintura que podría llamarse, irónicamente, “Nocturno”, a exponer en la galería Roch aunque, sin duda, Menchu se haría explicar el título. Todo adecuadamente combinado con tonos de negro: negro oscuridad, negro tiniebla, negro miedo, negro soledad.

¿Sentía realmente miedo? En otras circunstancias, la cuestión hubiera sido buen tema de discusión académica; en la grata compañía de un par de amigos, en una habitación cómoda y caldeada, frente a una chimenea y con una botella a medio vaciar. El miedo como factor inesperado, como conciencia estremecedora de una realidad que se descubre en un momento concreto, aunque siempre haya estado ahí. El miedo como final demoledor de la inconsciencia, o como ruptura de un estado de gracia. El miedo como pecado.

Sin embargo, caminando entre los colores de la noche, Julia era incapaz de considerar como cuestión académica lo que sentía. Había experimentado antes, por supuesto, otras manifestaciones menores de lo mismo: El cuentakilómetros que rebasa lo razonable mientras el paisaje desfila rápidamente a derecha e izquierda y la raya intermitente del asfalto parece una rápida sucesión de balas trazadoras, como en las películas de guerra, engullida por la voraz panza del automóvil. O la sensación de vacío, de hondura insondable y azul, al arrojarse de la cubierta de un barco en mar profunda y nadar, sintiendo cómo el agua resbala sobre la piel desnuda, con la desagradable certeza de que cualquier tipo de tierra firme está demasiado lejos de los pies. Incluso esos otros terrores inconcretos que forman parte de una misma durante el sueño, para establecer duelos caprichosos entre la imaginación y la razón, y a los que, casi siempre, basta un acto de voluntad para reducir al recuerdo, o al olvido, con sólo abrir los párpados hacia las sombras familiares del dormitorio.

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