La Telara?a China
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Inspectora Liu, ?necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a sus hu?spedes? Use su shigu, su experiencia de la vida.
Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos o de demonios como este visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritaci?n. Sea humilde, prudente y cort?s.
El viceministro apoy? la mano sobre el hombro de la inspectora.
H?gale creer que existe un v?nculo entre usted y ?l. As? hemos tratado a los extranjeros durante siglos. As? tratar? usted a este extranjero mientras sea nuestro hu?sped.”`
En un lago helado de Pek?n aparece el cad?ver del hijo del embajador norteamericano. La dif?cil y ardua investigaci?n es asignada a la inspectora Liu Hulan. A miles de kil?metros, un ayudante de la fiscal?a de Los ?ngeles encuentra en un barco de inmigrantes ilegales el cad?ver de un Pr?ncipe Rojo, el hijo de uno de los hombres m?s influyentes de China…
Una impactante novela de intriga que recrea el conflicto que se produce entre dos pa?ses diametralmente opuestos cuando sus gobiernos se ven obligados a colaborar en pie de igualdad.
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La primera parada de Lee fue el Jardin de la Princesa en Chinatown, Los agentes del FBI contemplaron como Lee recorría el espacioso comedor deteniéndose en una u otra mesa para saludar, e intercambiar incluso tarjetas de visitas… Se sentó en una mesa cercana a la parte delantera con su grupo de mujeres y pidió albóndigas, patas de pato estofados, fideos de arroz y sopa de tapioca caliente.
Después dió un paseo con sus amiguitas; primero por la calleH y luego por Chungking Court, Mei Ling Way y Bamboo Lane. Se detuvo en tiendas de curiosidades, en herbolarios, en tiendas de fideos y en un par de anticuarios. Los agentes del FBI no le siguieron al interior de esas tiendas, sino que se hacían pasar por turistas en las calles de Chinatown, o bien holgazaneaban por las esquinas como vagabundos, o caminaban con paso decidido como si tuvieran negocios a los que atender.
A las dos de la tarde, Spencer Lee se hallaba cómodamente instalado en su mansión; los agentes del FBI, sentados en sus, coches, sacaron termos de café y bolsas de donuts. A lo largo de las dos horas siguientes, varias personas visitaron a Lee, presumiblemente para celebrar su puesta en libertad. La verja se abría y entraba un Mercedes o un Lexus. Cuando la verja se cerraba, el número de la matrícula del coche correspondiente había sido transmitido por radio al FBI y se había hallado ya al propietario. David y Hulan seguían el curso de estas actividades desde el despacho de él.
A las cuatro la fiesta terminó bruscamente, como siempre ocurre en China. Todo parecía tranquilo. David y Hulan volvieron a casa, para acostarse. Todo lo que podía hacerse era esperar.
A las dos de la madrugada, el teléfono despertó a David. Jack Campbell se hallaba al otro lado de la línea y parecía haber enloquecido.
– iSe ha ido, Stark!
Unas horas más tarde, el ambiente en el despacho de David era lúgubre. Los agentes del FBI eran presa de una explosiva combinación de furia y mortificación. Alrededor de la medianoche, pesar de que veían a alguien caminando por la casa, habían empezado a sospechar que Lee se había escabullido. A la una, Jack Campbell había empezado a suplicar a sus superiores que permitieran a alguien entrar en la casa. Media hora más tarde, frustrado y acosado por los remordimientos, Campbell hizo caso omiso de las órdenes, se dirigió a la puerta principal y llamó por interfono. La voz que respondió no era la de Lee; de hecho, él no se hallaba en la casa. Según Jack, debía de haber abandonado la propiedad en el coche de uno de sus invitados, lo que le daba una ventaja de diez horas cuando menos.
Se consideraron las posibilidades. Lee había abandonado casa en coche, lo que significaba que podía haber hecho multitud de cosas. Quizá aún seguía en el coche. Podía estar en Las Vegas esperando a que se calmaran las cosas. Podía haber seguido durante tres horas hacia el sur hasta llegar a México. Podía haberse dirigido hacia el norte con la idea de que Canadá se hallaba sólo a dos días de viaje si no se desviaba. Pero David desechó todas esas posibilidades. Por lo poco que conocía de Spencer Lee, estaba convencido de que el joven chino no tenía el arrojo necesario para huir sin sus amigos.
Así pues, a lo largo de la noche se comprobaron los vuelos nacionales e internacionales. Era imposible adivinar su destino. ¿París? ¿Chicago? ¿Hong Kong? Hulan no lo creía. Tal como ella lo veía, Lee era de Pekín, así que volvería a su ciudad, en la que obtendría la protección de la familia y, de las conexiones de la tríada. No sorprendió a nadie que el nombre de Spencer Lee no apareciera en ninguna lista de pasajeros. Le habían retenido el pasaporte, como era costumbre, pero esperaban que viajara con un alias típico del Ave Fénix, quizá incluso que conservara el apellido Lee.
A las nueve de la mañana, agentes del FBI recorrieron las calles de Chinatown para registrar todos los negocios que Lee había visitado durante su paseo del día anterior. La mayoría de empresas en aquella parte de Chinatown pertenecía a viejas familias, algunas de las cuales llevaban cien años o más en Estados Unidos. Escuchaban a los agentes y les ofrecían cuanta ayuda les fuera posible. Si, recordaban la visita de Spencer Lee. No, no lo conocían personalmente, pero a lo largo de los años habían conocido a otros semejantes a él, muchas veces.
Sin embargo, en una papelería el propietario insistió en que jamás había oído hablar del Ave Fénix. Los agentes del FBI observaron que en el Papel de la Peonía Radiante no parecían haber atendido jamás a un solo cliente, lo que resultaba extraño teniendo en cuenta la gran actividad que tenían las demás tiendas. Al ver una puerta al fondo, uno de los agentes preguntó qué había en la trastienda. El propietario se negó a contestar; los agentes se precipitaron hacia aquella puerta (al demonio con las órdenes de registro), bajaron unas escaleras v descubrieron que allí se falsificaban documentos. Tras unos minutos y cierto exceso de fuerza, tenían el alias de Spencer Lee.
Veinte minutos más tarde, como Hulan había pronosticado, ese nombre se hallaba en la lista de pasajeros de un vuelo directo a Pekín. El avión había salido de San Francisco a la una de la madrugada, lo que significaba que Lee llevaba nueve horas de viaje y le faltaba poco para llegar a Pekín. Hulan llamó al Ministerio de Seguridad Pública.
– iEncuentren al viceministro Liu, encuentren al jefe de sección Zai! Se ha de arrestar a una persona en el aeropuerto.
Un par de horas más tarde, se pasó una llamada para Liu Hulan al despacho de David. El no entendió lo que hablaba, pero comprendió por su expresión que Spencer Lee había sido arrestado. Cuando Hulan colgó se hizo el silencio.
– Crees que Spencer Lee es el responsable de todo esto -preguntó ella al fin-. ¿De las muertes de Pekín, de la carga del Peonía, de la bilis de oso y de los asesinatos de Zhao y Gardner?
– No creo que sea lo bastante inteligente ni lo bastante duro. Tenemos una palabra para definir lo que es, Hulan. Spencer Lee es un primo.
– Opino lo mismo, porque con lo complicado que ha sido todo esto, con lo retorcido… -No terminó la frase. Se apartó unos mechones de pelo de la cara. Parecía exhausta-. Quieren que Peter y yo volvamos a casa.
– Creía que habíamos decidido que no volveríais.
– Lo sé, David, pero pensémoslo bien. Cinco personas han muerto. Alguien está ganando mucho dinero con personas, con medicinas. Creíamos que la respuesta estaba aquí, pero nos equivocábamos. Creo que tenemos que volver a empezar. Tengo volver. Es mi deber. Lo entiendes, ¿verdad?
Entenderlo no lo hizo sentir mejor.
– Entonces iré contigo.
A Madeleine Prentice no le gustó la idea.
– Me han llamado tanto del Departamento de Estado como del Ministerio de Seguridad Pública. Todo el mundo está satisfecho porque el culpable ha sido arrestado. El FBI, claro está, no lo tiene tan claro, pero creo que se consolarán sabiendo que los chinos tienen un sistema judicial muy distinto al nuestro.
– El no es el asesino.
– Ahora es una cuestión política, David -dijo Madeleine, encogiéndose de hombros-. Dejemos que los chinos se ocupen de eso. Spencer Lee es la cabeza de turco. Acéptalo. Confórmate. Intenta olvidar todo este desastre.
Mientras caminaba por el pasillo, David meditó en las palabras de Madeleine. Hulan le esperaba en su despacho. -Vamos -dijo él.
La cogió de la mano y fueron en busca de Peter. Los tres abandonaron el edificio del Tribunal Federal en dirección al coche de David. Cuando llegaron a su casa, David abrió la cartera, sacó su tarjeta de American Express y reservó tres plazas en el vuelo de la United a Pekín vía Tokio.
Más tarde, cuando pasaron por el banco para sacar la mayor cantidad posible de dinero en metálico, David y Hulan no hablaron. Corrían un gran riesgo. Además, la carrera de David en el gobierno estaba acabada, pero eso le daba una estimulante sensación de libertad.
Sin embargo, le preocupaba Hulan. En la última semana, a medida que surgían a la luz nuevos datos sobre la venta de componentes del disparador nuclear, la situación política entre Estados Unidos y China había retrocedido a sus peores momentos desde la caída del Telón de Bambú. Casi todos los empleados de la embajada estadounidense, así como de los consulados de otras partes de China, habían sido repatriados; los chinos habían respondido haciendo lo mismo con la mitad de su personal acreditado en Estados Unidos. Aunque no había hecho público un anuncio oficial desaconsejando viajar a China, el Departamento de Estado había declarado que los que visitaran ese país debían «tener cuidado», o mejor aún, posponer su viaje indefinidamente.
David y Hulan volvían a China. Iban a seguir aquel asunto hasta el final. ¿Y luego? La respuesta estaba fuera de su alcance, más allá de lo que él podía siquiera imaginar.