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El Valle de los Leones

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El Valle de los Leones
Название: El Valle de los Leones
Автор: Follett Ken
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Valle de los Leones - читать бесплатно онлайн , автор Follett Ken

Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.

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– Realmente eres un pez gordo, ¿no es cierto? -Le parecía extraño que lo que sucediera allí, en el valle, entre ese pequeño grupito de gente, pudiera tener consecuencias mundiales de tal magnitud-. Pero no podrás irte. La ruta al paso de Khyber está bloqueada.

– Existe otro camino: la ruta de la mantequilla.

– Oh, Ellis, ese camino es muy duro, y peligroso. -Pensó en él trepando a esos altos pasos de montaña en medio de los fuertes temporales de viento. Corría el riesgo de perderse y morir congelado en la nieve, o de ser asaltado y asesinado por los bandidos-. ¡Por favor, no hagas eso!

– Si me quedara otra posibilidad, la elegiría.

Así que volvería a perderlo nuevamente, y quedaría sola. Pensar en ello la hizo sentir terriblemente desgraciada. Eso era sorprendente. Sólo había pasado una noche con él. ¿Y qué esperaba? No estaba segura. Pero sin duda algo más que esa separación tan abrupta. -No creí que te volvería a perder tan pronto -confesó.

Pasó a Chantal al otro pecho.

El se arrodilló frente a ella y le tomó la mano.

– Tú no has analizado esta situación a fondo -reflexionó-. Piensa en Jean-Pierre. ¿No sabes que desea volver a tenerte a su lado?

Jane lo meditó. Ellis tenía razón. En esos momentos Jean-Pierre debía de sentirse humillado y ofendido: lo único que podría cicatrizar sus heridas sería volver a tenerla a su lado, en su cama y en su poder.

– Pero ¿qué crees que haría conmigo? -preguntó.

– Querrá que tú y Chantal paséis el resto de vuestras vidas en alguna ciudad minera de Siberia, mientras él ejerce su oficio de espía en Europa y os visita cada dos o tres años entre una misión y otra.

– ¿Y si yo me negara?

– Te obligaría. Hasta podría llegar a matarte.

Jane recordó que Jean-Pierre le había pegado. Sintió náuseas. -¿Crees que los rusos lo ayudarán a buscarme? -preguntó. -Sí.

– Pero, ¿por qué? ¿Qué les importo yo?

– Primero, porque están en deuda con él. Segundo, porque suponen que lo mantendrás feliz. Tercero, porque sabes demasiado. Conoces íntimamente a Jean-Pierre y has visto a Anatoly; podrías proporcionar excelentes descripciones de ambos a la computadora de la CÍA, siempre que lograras regresar a Europa.

Así que habrá más derramamiento de sangre -pensó Jane-; los rusos atacarían los pueblos, atacarían a la gente, y los azotarían y torturarían para averiguar dónde estaba ella.

– Ese oficial ruso, ese Anatoly, El vio a Chantal. -Al recordar esos instantes terribles, Jane abrazó a su hija con más fuerza-. Creí que se la iba a llevar. ¿No se dio cuenta de que si se hubiese apoderado de ella yo me habría entregado nada más que para que no nos separaran?

Ellis asintió.

– En ese momento, eso me intrigó. Pero para ellos yo soy más importante que tú, y creo que decidió que aunque eventualmente quiera capturarte, mientras tanto piensa utilizarle para otro fin.

– ¿Para qué? ¿Qué puede querer que haga?

– Lograr que mi huida sea más lenta.

– ¿Obligándote a quedarte aquí? -No, viniendo conmigo.

En cuanto él lo dijo, ella se dio cuenta de que tenía razón y la embargó la sensación de estar ya condenada. Ella y su hija tendrían que ir con él, no les quedaba otra alternativa. Si morimos, moriremos -Pensó con fatalismo-. Que así sea.

– Supongo que mis posibilidades de huir de aquí contigo son mayores que las que tendría huyendo sola de Siberia -dijo.

Ellis asintíó.

– Creo que eso resume bien la situación.

– Empezaré a empaquetar las cosas -decidió ella. No había tiempo que perder-. Supongo que nos convendrá salir mañana al amanecer.

Ellis negó con la cabeza.

– Quiero salir de aquí dentro de una hora.

Jane fue presa del pánico. Planeaba irse, por supuesto, pero no tan de repente, y ahora sentía que no tenía tiempo de pensar. Empezó a precipitarse por la casita arrojando indiscriminadamente ropa, comida y medicamentos en una serie de bolsos, aterrorizada ante la posibilidad de olvidar algo indispensable, pero demasiado apurada para hacer el equipaje con sensatez.

Ellis comprendió su estado de ánimo y la detuvo. La sujetó por los hombros, la besó en la frente y le habló con tranquilidad.

– Dime algo. ¿Por casualidad sabes cuál es la montaña más alta de Gran Bretaña? -preguntó.

Ella se preguntó si se habría vuelto loco.

– El Ben Nevis -contestó-. Está en Escocia. -¿Y qué altura tiene?

– Más de mil doscientos metros.

– Algunos de los pasos que debemos atravesar están a cuatro mil ochocientos metros, es decir que son cuatro veces más altos que la montaña más elevada de Gran Bretaña. Y aunque la distancia que vamos a recorrer no es más que doscientos veinticinco kilómetros tardaremos por lo menos dos semanas en llegar. Así que te recomiendo que te tranquilices, que pienses y que planees. Si tardas algo más de una hora en hacer el equipaje, no importa. Será mejor eso que viajar sin antibióticos, por ejemplo.

Ella asintió, respiró profundamente y volvió a empezar.

Tenía dos alforjas que podían doblarse y convertirse en mochilas. Llenó una de ropa: los pañales de Chantal, un cambio de ropa interior para todos, la chaqueta acolchada de Ellis. y el impermeable forrado de piel, con capucha, que ella había comprado en París. Utilizó la otra alforja para medicamentos, comida y raciones de hierro para el caso de alguna emergencia. No tenían pastel de menta, por supuesto, pero Jane había descubierto un sustituto local, una torta de moras y nueces, casi imposible de digerir pero llena de energía concentrada. También tenía abundante arroz y un trozo de queso duro. El único recuerdo que Jane llevaba era su colección de fotografías Polaroid de los habitantes del pueblo. También llevaban sus sacos de dormir, una sartén y la bolsa militar de Ellis que contenía algunos explosivos y equipos detonadores: las únicas armas con que contaban. Ellis cargó todo el equipaje sobre Maggie, la yegua unidireccional.

Sus apresuradas despedidas estuvieron regadas de lágrimas. Jane fue abrazada por Zahara, por Rabia, la anciana partera, y hasta por Halima, la esposa de Mohammed. La nota disonante y amarga la dio Abdullah, que pasó por allí justo antes de que partieran y al verlos escupió en el suelo, arreando a su familia para que se alejara con rapidez. Sin embargo, pocos segundos después regresó su esposa, con aspecto asustado pero decidido, y puso en manos de Jane un regalo para Chantal, una primitiva muñeca de trapo con pañoleta y velo en miniatura.

Jane abrazó y besó a Fara que estaba inconsolable. La chica había cumplido trece años: pronto tendría un marido a quien adorar. En un año o dos se casaría y mudaría a la casa de sus suegros. Tendría ocho o diez hijos y tal vez la mitad de ellos viviría algo más de cinco años. Sus hijas se casarían y abandonarían el hogar paterno. Y aquellos de sus hijos que sobrevivieran a la lucha también se casarían y llevarían a sus esposas al hogar paterno. Con el tiempo, cuando la familia fuese demasiado numerosa, los hijos y las nueras y los nietos empezarían a mudarse para iniciar grandes núcleos familiares propios. Entonces Fara se convertiría en partera, lo mismo que la abuela Rabia. Espero que recuerde alguna de las lecciones que le enseñé, pensó Jane.

Alishan y Shahazai abrazaron a Ellis y entonces partieron seguidos de gritos de ¡Que Dios os acompañe¡. Los chicos del pueblo los siguieron hasta la curva del río. Jane se detuvo y miró hacia atrás, para contemplar por última vez el pequeño racimo de casas de tono barroso que había sido su hogar durante un año. Sabía que jamás regresaría, pero estaba segura de que, si lograba sobrevivir al viaje, les contaría historias de Banda a sus nietos.

Caminaron ágilmente a lo largo de la orilla del río. Jane se dio cuenta de que aguzaba el oído por si oía motores de helicópteros. ¿Cuándo empezarían a buscarlos los rusos? ¿Enviarían unos cuantos helicópteros más o menos a la ventura para tratar de encontrarlos, o se tomarían el tiempo necesario para organizar una búsqueda realmente concienzuda? Jane no sabía cuál de las dos posibilidades les convendría más.

Les costó menos de una hora llegar a Dasht-i-Rewat. La Planicie con un Fuerte era un pueblo agradable donde las casitas con sus patios sombreados se esparcían a lo largo de la ribera norte del río. Allí llegaba a su fin el sendero para carros, ese sendero serpenteante que por momentos se distinguía en el camino de tierra y por momentos no. Cualquier vehículo de ruedas lo suficientemente fuerte como para resistir el camino, debía detenerse allí, así que en el pueblo se negociaba un poco con caballos. El fuerte que mencionaba el nombre del pueblo se encontraba en la parte superior del valle y los guerrilleros lo habían convertido en una prisión donde mantenían encarcelados a algunos soldados del gobierno, a un par de rusos, y a algún ladrón ocasional. Jane lo había visitado una vez para curar a un nómada miserable, quien, después de haber sido reclutado por el ejército regular, contrajo neumonía en el frío invierno de Kabul y desertó. Allí lo reeducaban antes de permitir que se uniera a los guerrilleros.

Era mediodía, pero ninguno de los dos quiso detenerse para almorzar. Antes del anochecer esperaban poder llegar a Sainz, a quince kilómetros de distancia, en la cabecera del valle. Y aunque quince kilómetros no fuera una gran distancia para recorrer en terreno llano, en esa tierra tan quebrada el recorrido podría llevarles muchas horas.

El último tramo serpenteaba por entre las casas de la orilla norte del camino. La orilla sur estaba formada por un risco de seiscientos metros de altura. Ellis conducía la yegua. Jane llevaba a Chantal en esa especie de cabestrillo que había inventado y que le permitía alimentar a la chiquilla sin detenerse. El pueblo finalizaba junto a un molino, cerca de la entrada al valle llamada Riwat, que conducía a la prisión. Después de haber llegado a ese punto ya no les fue posible caminar con tanta rapidez. El terreno empezaba a ascender, al principio gradualmente y cada vez con mayor rapidez. Treparon bajo el sol ardiente sin detenerse. Jane se cubrió la cabeza con su pattu, la manta de tono pardo que llevaban todos los viajeros. Chantal recibía la sombra del cabestrillo. Ellis llevaba puesto su gorro chitralí, un regalo de Mohammed.

Al llegar al punto más alto del paso ella notó, con cierta satisfacción, que ni siquiera respiraba agitadamente. jamás en su vida había disfrutado de un estado de salud más apto, y probablemente nunca más lo disfrutaría. observó que Ellis no sólo jadeaba sino que sudaba. El estaba en un estado físico bastante bueno, pero no se encontraba tan entrenado como ella para largas horas de caminatas. Todo eso la llenó de bastante orgullo, hasta que recordó que él había sufrido dos heridas de bala nueve días antes.

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