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El Valle de los Leones

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El Valle de los Leones
Название: El Valle de los Leones
Автор: Follett Ken
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Valle de los Leones - читать бесплатно онлайн , автор Follett Ken

Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.

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– ¿Qué medidas tomarán?

– Mi carrera simplemente llegará a su fin. Seguiré recibiendo el mismo sueldo, pero perderé todos los privilegios. No más whisky escocés, no más Rive Gauche para mi esposa, no más vacaciones familiares en el mar Negro, no más vaqueros norteamericanos y discos de los Rolling Stone para mis hijos, pero yo podría vivir sin todas esas cosas. Lo que me resultaría imposible de soportar sería el aburrimiento de la clase de trabajo que en mi profesión se les encarga a los fracasados. Me enviarían a alguna pequeña ciudad del Lejano Oriente donde no hubiera ninguna tarea de seguridad para llevar a cabo. Yo sé cómo pasan su tiempo y justifican su existencia nuestros hombres en lugares así. Es necesario congraciarse con gente medianamente descontenta, conseguir que confíen en uno y asentarlos para que hagan comentarios críticos con respecto al gobierno y al Partido, después arrestarlos por subversión. Es una pérdida tan grande de tiempo…

Se dio cuenta de que estaba divagando y se interrumpió.

– ¿Y yo? -preguntó Jean-Pierre-. ¿Qué me sucederá a mí?

– Te convertirás en un don nadie -contestó Anatoly-. Ya no seguirás trabajando para nosotros. Tal vez te permitan quedarte en Moscú, pero lo más probable es que te manden de vuelta a París.

– Si Ellis llega a escapar, no podré volver nunca a Francia, me matarían.

– En Francia no has cometido ningún crimen.

– Mi padre tampoco, y sin embargo lo mataron.

– Tal vez puedas instalarte en algún país neutral, como Nicaragua o Egipto.

– ¡Mierda!

– Pero no perdamos las esperanzas -agregó Anatoly, algo más animado-. Es imposible que la gente se esfume en el aire. Nuestros fugitivos están en alguna parte.

– Si no los podemos encontrar con mil hombres, supongo que tampoco los encontraremos con diez mil -exclamó Jean-Pierre, con pesimismo.

– No hablemos de diez mil, porque ni siquiera contamos con mil -recordó Anatoly-. De ahora en adelante tendremos que recurrir a nuestra inteligencia y a un mínimo de recursos. Hemos gastado todo el crédito que teníamos. Intentemos lograrlo por un camino distinto. Piensa: alguien tiene que haberlos ayudado a ocultarse. Eso significa que alguien sabe dónde están.

Jean-Pierre lo meditó.

– Si alguien los ayudó, probablemente fueron los guerrilleros, la gente menos indicada para que pretendamos que hablen con nosotros.

– Pero otros pueden estar enterados.

Tal vez. ¿Pero crees que lo dirían?

– Nuestros fugitivos deben de tener algún enemigo -insistió Anatoly.

Jean-Pierre hizo un movimiento negativo con la cabeza. -Ellis no ha estado aquí el tiempo suficiente como para granjearse enemigos y Jane es una heroína, la tratan como si fuera Juana de Arco. Nadie le tiene antipatía, John!

Mientras hablaba se dio cuenta de que eso no era cierto. -¿Y bien?

– ¡El mullah!

– ¡Aaah!

– De alguna manera, ella ha conseguido irritarlo más allá de toda lógica. En parte se debe a que sus curaciones fueron más eficaces que las de él, pero no se trata solamente de eso, porque las mías también lo eran y a mí nunca me tuvo una particular antipatía.

– Es probable que la considerara una prostituta occidental.

– ¿Cómo lo adivinaste?

– Porque sucede siempre. ¿Y dónde vive ese mullah?

– Abdullah vive en Banda, en una casa en las afueras del pueblo, más o menos a medio kilómetro del centro.

– ¿Crees que hablará?

– Es posible que odie a Jane lo suficiente como para denunciarla -contestó Jean-Pierre, reflexivamente-. Pero no lo podría hacer a la vista de nadie. Es imposible que aterricemos en el pueblo y lo recojamos, todo el mundo se enteraría de lo sucedido y él cerraría la boca. Yo tendría que buscar la manera de encontrarme con él en secreto, – Jean-Pierre se preguntó qué clase de peligros correría si continuaba pensando de esa manera. Pero en seguida recordó la humillación que había sufrido: la venganza bien valía correr cualquier riesgo-. Si me dejas cerca del pueblo, podría acercarme al sendero que corre entre el caserío y la casa del mullah y ocultarme allí hasta que él pase.

– ¿Y si él llegara a no pasar en todo el día? -Sí…

– No tendremos más remedio que asegurarnos de que pase -Anatoly frunció el entrecejo-. Obligaremos a todos los pobladores a reunirse en la mezquita, lo mismo que hicimos la vez pasada, y después los dejaremos en libertad. Abdullah sin duda regresará a su casa.

– Pero ¿estará solo?

– Hum… Supongamos que dejemos ir antes a las mujeres y les ordenemos regresar a sus casas. Después, cuando los hombres queden en libertad, todos querrán saber el paradero de sus esposas. ¿Vive alguien más cerca de Abdullah?

– No.

– Entonces no cabe duda de que se apresurará a recorrer ese sendero completamente solo. Entonces tú sales de tu escondrijo, detrás de un arbusto…

– Y él me rebana el cuello, de oreja a oreja. -¿Suele llevar cuchillo?

– ¿Has conocido a algún afgano que no lo lleve? Anatoly se encogió de hombros.

– Te puedo prestar mi pistola.

A pesar de no saber usar armas de fuego, Jean-Pierre se sintió agradablemente sorprendido al comprobar que el ruso confiaba en él hasta ese punto.

– Supongo que me puede servir para amenazarle -contestó ansiosamente-. Necesitaré vestirme como si fuera un afgano, simplemente por si me viera alguien aparte de Abdullah. ¿Y si llego a encontrarme con alguien que me reconozca? Tendré que cubrirme el rostro con una bufanda o algo así.

– Eso no es problema -contestó Anatoly. Gritó algo en ruso y tres de los soldados se pusieron en pie de un salto. Desaparecieron dentro de la casa y a los pocos instantes volvieron con el viejo comerciante de caballos-. Puedes ponerte la ropa de él -indicó Anatoly.

– Muy bien -aceptó Jean-Pierre-. La capucha me ocultará el rostro. -Entonces pasó del francés al dar! y le habló a gritos al viejo-. Quítate la ropa -ordenó.

El hombre empezó a protestar: para los afganos la desnudez era una vergüenza espantosa. De repente Anatoly rugió una orden en ruso y los soldados arrojaron al hombre al suelo y le quitaron la camisa por la fuerza. Todos rieron a gritos al ver sus piernas flacas como palos que sobresalían de sus andrajosos calzoncillos. Lo soltaron y él huyó, cubriéndose los genitales con las manos, cosa que les provocó aún más hilaridad.

Jean-Pierre estaba demasiado nervioso para encontrar la escena graciosa. Se sacó su camisa y sus pantalones de estilo europeo y se puso el camisón con la capucha del viejo.

– Hueles a orines de caballo -comentó Anatoly.

– Desde dentro el olor es aún peor -respondió Jean-Pierre.

Subieron al helicóptero. Anatoly se puso los audífonos del piloto y habló largamente en ruso. Jean-Pierre estaba sumamente nervioso por lo que se proponía hacer. ¿Y si aparecían tres guerrilleros por la montaña y lo sorprendían amenazando a Abdullah con una pistola? Prácticamente todos los habitantes del valle lo conocían. Sin duda se habría corrido con rapidez la noticia de que había visitado Banda en compañía de los rusos. La mayoría de la gente ya estaría enterada de que era espía. Debía de haberse convertido en el Enemigo Público Número Uno. De encontrarlo, lo destrozarían.

Tal vez nos estemos pasando de inteligentes -pensó-. Quizá lo mejor sería que simplemente aterrizáramos, nos apoderáramos de Abdullah, y a fuerza de castigos le sacáramos la verdad.

No, ya lo intentamos ayer y no dio resultado. Esta es la única manera.

Anatoly devolvió los auriculares al piloto, que ocupó su lugar y empezó a calentar el motor del helicóptero. Mientras esperaban, Anatoly tomó su pistola y se la mostró a Jean-Pierre.

– Es una Makirov de nueve milímetros -explicó haciéndose oír por encima del rugido de los motores. Apretó el seguro de la culata y extrajo el cargador. Contenía ocho balas. Volvió a colocar el cargador en su lugar. Señaló otro botón en el costado izquierdo de la pistola-. Este es el seguro. Cuando cubre el punto colorado quiere decir que el seguro está puesto. -Sosteniendo la pistola en su mano izquierda utilizó la derecha para tirar el seguro hacia atrás-. Así la pistola está amartillada. Cuando dispares, aprieta el gatillo a fondo para volver a amartillarla.

Se la entregó a Jean-Pierre.

Realmente confía en mí, pensó Jean-Pierre, y durante un instante una sensación de enorme placer le borró todo el miedo que tenía.

Los helicópteros despegaron. Siguiendo el curso del río de los Cinco Leones rumbo al sudoeste. Jean-Pierre pensaba que él y Anatoly formaban un buen equipo. Anatoly le recordaba a su padre: un hombre inteligente, decidido y valiente, con un compromiso indeclinable hacia el comunismo mundial. Si tenemos esto aquí -pensaba Jean-Pierre-, probablemente podamos volver a trabajar juntos, en algún otro campo de batalla. El pensamiento le provocó una satisfacción poco común.

En Dasht-i-Rewat, donde comenzaba la parte baja del valle, el helicóptero giró hacia el sudeste, siguiendo el afluente Rewat en su curso ascendente hacia las colinas, a fin de acercarse a Banda desde detrás de las montañas.

Anatoly volvió a colocarse los auriculares del piloto, después se acercó a Jean-Pierre para hablarle a gritos junto al oído.

– Ya están todos en la mezquita. ¿Cuánto tiempo tardará la esposa del mullah en llegar a su casa?

– Unos cinco o diez minutos -contestó Jean-Pierre, también a gritos.

– ¿Dónde quieres que te dejemos? Jean-Pierre lo pensó.

Todos los pobladores están en la mezquita, ¿verdad? -Sí.

– ¿Revisaron las cuevas?

Anatoly volvió a la radio y lo preguntó.

– Sí, las revisaron -contestó a su regreso.

– Muy bien. Entonces dejadme allí.

– ¿Cuánto tardarás en llegar a tu escondrijo?

– Concédeme diez minutos antes de soltar a las mujeres y a los niños. Después espera otros diez minutos y suelta a los hombres.

– De acuerdo.

El helicóptero descendió hacia la sombra de la montaña. La luz de la tarde ya disminuía, pero todavía quedaba alrededor de una hora antes de que cayera la noche. Aterrizaron detrás del cerro, a corta distancia de las cuevas.

– No bajes todavía -previno Anatoly a Jean-Pierre-. Permite que volvamos a revisar las cuevas.

A través de la puerta abierta, Jean-Pierre vio aterrizar otro Hind. Bajaron seis hombres y corrieron hacia las cuevas.

– ¿Qué señal te puedo hacer para que bajes a recogerme cuando haya terminado? -preguntó Jean-Pierre.

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