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El Valle de los Leones

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El Valle de los Leones
Название: El Valle de los Leones
Автор: Follett Ken
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Valle de los Leones - читать бесплатно онлайн , автор Follett Ken

Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.

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El terreno todavía era ascendente, pero la cuesta ya se notaba más suave, así que les permitía una marcha más rápida. Aproximadamente cada kilómetro y medio se veía demorada por los afluentes del río, que desde los valles próximos iban a desembocar en él. El camino se interrumpía en un puente de madera o en un vado y Ellis se veía obligado a arrastrar a la renuente Maggie dentro del agua mientras Jane chillaba y le arrojaba piedras desde atrás.

A lo largo del desfiladero corría un canal de irrigación sobre la ladera del risco, a mucha mayor altura que el río. Había sido construido para aumentar la zona cultivable de la planicie. Jane se preguntó cuánto tiempo habría transcurrido desde que el valle tuvo tiempos hombres y paz suficiente para llevar a cabo un proyecto de ingeniería tan importante: cientos de años, quizá.

La garganta se hizo más angosta y, debajo, el río se veía cubierto de rocas. En los riscos había abundantes cuevas: Jane tomó nota de ellas como posibles escondrijos. El paisaje adquirió un aspecto desolado y sombrío y Jane se estremeció a pesar del sol. El terreno rocoso y los riscos que caían a pico eran ideales para los pájaros: se veían cantidades de urracas asiáticas.

Por fin la garganta se convirtió en otra planicie. Lejos, hacia el este, Jane podía ver una hilera de montes y detrás de ellos se vislumbraban las blancas montañas de Nuristán. Oh Dios, hacia allá nos dirigimos, penso Jane; y sintió miedo.

En la planicie se alzaba un pequeño racimo de casitas humildes. -Supongo que es aquí -comentó Ellis-. Bienvenida a Saniz. Entraron en la planicie, buscando una mezquita o alguna de las chozas de piedra para los viajeros. Al llegar a la altura de la primera de las casas, salió de ella un hombre en quien Jane reconoció al apuesto Mohammed. El se sorprendió al verla. Pero en ella, la sorpresa cedió paso al horror cuando comprendió que iba a tener que decirle que habían matado a su hijo.

Ellis le dio tiempo a pensar, preguntando en dar¡: -¿Por qué estás aquí?

– Porque aquí está Masud -contestó Mohammed. Jane comprendió que ése debía de ser uno de los escondrijos de los guerrilleros-. Pero ¿qué os trae a vosotros por aquí? -preguntó Mohammed.

– Viajamos rumbo a Pakistán.

– ¿Por este camino? -En el rostro de Mohammed apareció una expresión grave-. ¿Qué ha sucedido?

Jane sabía que era ella quien debía decírselo, porque hacía más tiempo que lo conocía.

– Traemos malas noticias, amigo Mohammed. Los rusos hicieron una incursión en Banda. Mataron a siete hombres y a una criatura, -En ese momento él adivinó lo que ella estaba a punto de decir y la expresión de dolor que se pintó en su rostro produjo a Jane ganas de llorar-. El chico era Mousa.

Mohammed recuperó su compostura con rigidez.

– ¿Cómo murió mi hijo? -preguntó.

– Lo encontró Ellis -dijo Jane.

Luchando por encontrar las palabras en dar! que le hacían falta.

Ellis explicó:

– Murió, cuchillo en mano, y con el cuchillo ensangrentado.

Mohammed abrió los ojos sorprendido.

– Cuéntamelo todo -pidió.

Jane tomó la palabra porque ella hablaba mejor el idioma.

– Los rusos llegaron al amanecer -empezó a decir-. Nos buscaban a Ellis y a mí. Nosotros estábamos arriba, en la ladera de la montaña, así que no nos encontraron. Azotaron a Alishan, a Abdullah, y a Shahazai, pero no los mataron. Entonces encontraron la cueva. Allí estaban los siete guerrilleros y Mousa se había quedado con ellos, para correr al pueblo en caso de que necesitaran ayuda durante la noche. Cuando los rusos se marcharon, Ellis fue a la cueva. Todos los hombres habían sido asesinados y Mousa también…

– ¿Cómo? -interrumpió Mohammed-. ¿Cómo lo mataron? Jane miró a Ellis.

Kalashnikov -dijo Ellis, utilizando una palabra que no necesitaba traducción. Se señaló el corazón para indicar el lugar en que el chiquillo había sido herido.

– Debe de haber tratado de defender a los heridos -agregó Jane-, porque había sangre en la punta de la hoja de su cuchillo.

A pesar de tener los ojos llenos de lágrimas, Mohammed se hinchó de orgullo.

– ¡Los atacó! ¡A ellos, adultos armados con armas de fuego! ¡Los atacó con su cuchillo! ¡El cuchillo que le regaló su padre! El muchachito manco se encuentra sin duda en el paraíso de los guerreros.

Jane recordó que morir en una guerra santa era el honor más grande que podía caberle a un musulmán. El pequeño Mousa probablemente se convertiría en un santito. Se alegró de que Mohammed tuviera por lo menos ese consuelo, pero no pudo dejar de pensar únicamente: ésta es la forma en que los guerreros alivian su conciencia: hablando de la gloria.

Ellis abrazó solemnemente a Mohammed, sin pronunciar una sola palabra.

De repente, Jane recordó su colección de fotografías. Tenía varias de Mousa. A los afganos les encantaban las fotos y a Mohammed le llenaría de gozo tener una de su hijo. Abrió una de las alforjas cargadas sobre el lomo de Maggie y revolvió las cajas de medicamentos hasta encontrar las de la Polaroid. Localizó una fotografía de Mousa, la separó y volvió a cerrar la bolsa. Entonces entregó la fotografía a Mohammed.

jamás en su vida había visto a un afgano tan profundamente conmovido. Ni siquiera podía hablar. Por un instante dio la sensación de que se echaría a llorar. Se volvió, tratando de controlarse. Cuando los miró nuevamente, tenía el rostro sereno, pero humedecido por las lágrimas.

– Venid conmigo -dijo.

Lo siguieron a lo largo del pueblo hasta la orilla del río, donde un grupo de quince o veinte guerrilleros estaban sentados alrededor de una fogata, cocinando. Mohammed se introdujo en el grupo y sin preámbulo alguno empezó a contar la historia de la muerte de Mousa, entre lágrimas y gesticulaciones.

Jane se volvió. Ya había presenciado demasiado dolor.

Miró a su alrededor con ansiedad. ¿Hacia dónde huiremos si llegan a venir los rusos¿, se preguntó. Allí no había más que praderas, el río y algunos cobertizos. Pero Masud parecía pensar que era un lugar seguro. Tal vez el pueblo fuese demasiado pequeño para atraer la atención del ejército.

No tuvo bastantes energías para seguir preocupándose. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, agradecida por poder dar un descanso a sus piernas, y empezó a amamantar a Chantal. Ellis quitó la carga a Maggie, la ató por el cabestro y la yegua comenzó a pastar junto al río. Ha sido un día largo -pensó Jane-, y un día terrible. Y anoche no dormí demasiado. Sonrió en silencio al recordar lo sucedido la noche anterior.

Ellis sacó los mapas de Jean-Pierre y se sentó junto a Jane para estudiarlos a la luz del crepúsculo que se iba apagando rápidamente. Jane miraba por encima de su hombro. La ruta que pensaban seguir continuaba subiendo por el valle hasta un pueblo llamado Comar, lo mismo que el primer paso de gran altura que debían franquear. Allí empieza el frío. -anunció Ellis, señalando el paso-.

– Cuatro mil quinientos metros

Jane se estremeció.

Cuando Chantal terminó de mamar, Jane le cambió el pañal y lavó el sucio en el río. A su regreso encontró a Ellis enfrascado en una profunda conversación con Masud. Se instaló junto a ambos.

– Has tomado una decisión acertada -decía Masud-. Debes llegar a Afganistán con nuestro tratado en el bolsillo. Si los rusos llegan a capturarte, todo se habrá perdido.

Ellis asintió, demostrando que estaba de acuerdo. Jane pensó: jamás he visto actuar así a Ellis: trata a Masud con deferencia. Masud continuaba hablando.

– Sin embargo, es un trayecto extraordinariamente difícil. Gran parte del camino corre por encima de las nieves perpetuas. A veces, en la nieve, resulta difícil encontrar el sendero y si uno llega a perderse allí, muere indefectiblemente.

Jane se preguntó adónde conducía todo eso. Le pareció ominoso que Masud se dirigiera cuidadosamente a Ellis, no a ella.

– Yo te puedo ayudar -continuó diciendo Masud-, pero lo mismo que tú quiero hacer un trato.

– Continúa -dijo Ellis.

– Te cederé a Mohammed como guía para que te conduzca a través de Nuristán y te introduzca en Pakistán.

El corazón de Jane dio un salto de alegría. El hecho de tener a Mohammed por guía establecería una enorme diferencia en el viaje. -¿Y cuál sería parte en el trato? -preguntó Ellis.

– Qué vayas solo. La esposa del doctor y la chiquilla se quedarán aquí.

Jane, con dolorosa claridad, vio que tenía que aceptar esa condición. Era una soberana estupidez que los dos trataran de hacer el viaje solos: lo más probable era que murieran ambos. De esa manera, ella por lo menos podía salvar la vida de Ellis.

– Debes aceptar -dijo.

Ellis le sonrió antes de mirar a Masud.

– Eso está fuera de la cuestión -afirmó.

Masud se levantó, visiblemente ofendido, y volvió al círculo de los guerrilleros.

– Oh, Ellis, ¿te parece prudente lo que acabas de hacer?

– No -contestó él. Y le tomó la mano-. Pero no estoy dispuesto a dejarte ir con tanta facilidad.

Ella le apretó la mano.

– Yo no, no te he hecho ninguna promesa.

– Ya lo sé -contestó Ellis-. Cuando lleguemos a la civilización, quedarás en libertad para hacer lo que quieras, Hasta para vivir con Jean-Pierre si es eso lo que deseas, y siempre que logres encontrarlo. Si no me queda más remedio, me conformaré con tenerte los próximos quince días. De todos modos, este la posibilidad de que no vivamos tanto tiempo.

Eso era cierto. ¿Por qué angustiarnos por el futuro, cuando lo más probable es que no tengamos un futuro¿, pensó ella.

Masud volvió, de nuevo sonriente.

– No soy un buen negociador -confesó-. De todos modos os cederé a Mohammed como guía.

Capítulo 16

Despegaron media hora antes del amanecer. Uno a uno, los helicópteros alzaron el vuelo desde la pista de cemento y desaparecieron en el cielo de la noche, más allá de los reflectores. A su turno, el Hind en el que viajaban Jean-Pierre y Anatoly luchó por remontar el vuelo como un ave poco agraciada y se unió al grupo. Las luces de la base se perdieron de vista pronto y una vez más, Jean-Pierre y Anatoly volaron sobre la cima de las montañas, rumbo al Valle de los Cinco Leones.

Anatoly había hecho milagros. En menos de veinticuatro horas había montado lo que posiblemente fuese la mayor operación de la historia de la guerra de Afganistán, y él se encontraba al frente de las tropas.

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