El Valle de los Leones
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Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.
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– Pero los diarios occidentales lo negarán todo -interpuso Jean-Pierre-. La prensa capitalista…
– ¿A quién le importa occidente? Son los países No Alineados, los del Tercer Mundo y en el particular las naciones musulmanas a quienes queremos impresionar.
Todavía era posible convertir eso en un triunfo, pensó Jean-Pierre, y seguiría siendo un triunfo personal suyo, porque fue él quien alertó a los rusos con respecto de la presencia de un agente de la Cía en el Valle de los Cinco Leones.
– Veamos -continuó Anatoly-. ¿Dónde está Ellis esta noche?
– Se mueve de aquí para allá con Masud -contestó Jean-Pierre.
Apresar a Ellis era algo más fácil de decir que de hacer: Jean-Pierre había necesitado un año entero para conocer el paradero exacto de Masud en un día determinado.
– No sé por qué tiene que continuar con Masud -dedujo Anatoly-. ¿Utilizaba algún lugar como base de operaciones?
– Sí, teóricamente vivía en Banda con una familia. Pero casi nunca estaba allí.
– Sin embargo, ése es obviamente el lugar donde debemos empezar a buscarlo.
Sí, por supuesto -pensó Jean-Pierre-. Si Ellis no se encuentra en Banda alguien del pueblo puede saber dónde ha ido,. Alguien como Jane.
Y si Anatoly viajaba a Banda en busca de Ellis, era probable que al mismo tiempo encontrara a Jane. Los dolores que padecía le parecieron menos fuertes cuando se dio cuenta de que podría lograr su venganza sobre los poderes instituidos, capturar a Ellis, que le había robado el triunfo, y además recuperar a Jane y a Chantal.
– ¿Quieres que vaya contigo a Banda? -preguntó.
Anatoly lo pensó.
– Creo que sí. Conoces el pueblo y a la gente. Puede resultarnos útil tenerte a mano.
Jean-Pierre luchó por ponerse de pie, apretando los dientes para contrarrestar la tortura del dolor en la entrepierna.
– ¿Cuándo salimos?
– Ahora -contestó Anatoly.
Capítulo 14
Ellis se apresuraba por alcanzar un tren y, a pesar de saber que estaba dormido, se sentía presa del pánico. Primero no pudo aparcar el coche -el Honda de Gill-, después le resultó imposible encontrar la ventanilla donde se despachaban los billetes. Una vez que decidió que tomaría el tren sin billete, se encontró siendo empujado por una multitud de gente en el amplio vestíbulo de la estación Grand Central. Al llegar a ese punto recordó que había soñado eso antes, varias veces y bastante recientemente, y que nunca llegaba a tomar el tren.
Ese sueño siempre le dejaba una insoportable sensación de que toda felicidad había pasado por su lado, permanentemente, y ahora estaba aterrorizado ante la posibilidad de que volviera a sucederle lo mismo. Con una violencia cada vez mayor se abrió paso a través del gentío, y por fin llegó a la verja. Desde allí era donde las veces anteriores se había quedado mirando el vagón de cola del tren que desaparecía en la distancia, pero ahora estaba en la estación. Corrió a lo largo del andén y subió al tren de un salto justo cuando empezaba a ponerse en movimiento.
Estaba tan feliz de haberlo alcanzado que casi flotaba. Ocupó su asiento y no le pareció nada extraño encontrarse durmiendo en un saco junto a Jane. Desde las ventanillas del tren veía que las luces del alba empezaban a iluminar el Valle de los Cinco Leones.
No había una separación definida entre el sueño y la vigilia. El tren se fue esfumando gradualmente hasta que lo único que quedó fue el saco de dormir, el valle, Jane y su sensación de felicidad. En algún momento de esa noche tan corta, había subido la cremallera del saco de dormir y ahora estaban acostados muy cerca uno del otro, casi sin poder moverse. El sentía sobre el cuello la cálida respiración de Jane, y sus pechos hinchados estaban apretujados contra sus costillas. Los huesos de ella lo pinchaban: la cadera y la rodilla, el codo y el pie pero a él le gustaba. Recordó que siempre habían dormido muy juntos. De todos modos la antigua cama del apartamento de Jane en París no permitía otra cosa. En cambio la suya era más grande, pero aún allí siempre habían dormido hechos un nudo. Ella siempre comentaba que él la molestaba durante la noche, pero por la mañana él jamás lo recordaba.
Hacía mucho tiempo que no dormía toda la noche con una mujer. Trató de recordar quién había sido la última, y se dio cuenta de que fue Jane; las muchachas a quienes había llevado a su apartamento de Washington nunca se quedaron a desayunar.
Jane era la última y además la única persona con quien él había disfrutado de un sexo tan desinhibido. Al recordar las cosas que habían hecho la noche anterior, sintió una erección. Parecía no haber límites en la cantidad de veces que podía excitarse con ella. En París a veces se quedaban en la cama durante todo el día y se levantaban sólo para hacer una incursión a la nevera o para abrir una botella de vino y él la penetraba cinco o seis veces, mientras ella perdía la cuenta de sus orgasmos. Ellis nunca pensó en sí mismo como en un atleta sexual, y las experiencias siguientes le demostraron que, salvo con ella, no lo era. Jane liberaba algo en él que permanecía aprisionado cuando estaba con otras mujeres, por temor, por culpa, o por algún otro motivo. Ninguna otra había logrado eso, aunque una vez una estuvo muy cerca de lograrlo: una vietnamita con quien en 1970 vivió una aventura breve y predestinada al fracaso.
Era obvio que nunca dejó de amar a Jane. Durante el año anterior cumplió con su trabajo, salió con mujeres, visitó a Petal y fue a supermercados, como un actor que desempeña su papel, simulando, por el bien de la verosimilitud, que ésa era su verdadera personalidad pero, en el fondo de su alma, convencido de que no lo era. Y si no hubiese venido a Afganistán, podría haberlo lamentado para siempre.
Tuvo la sensación de que muchas veces era ciego con respecto a los asuntos más importantes de su vida. Allá por 1968 no se había dado cuenta de que quería luchar por su país; ni de que no quería casarse con Gill; y en Vietnam no se había dado cuenta de que estaba en contra de la guerra. Cada uno de esos descubrimientos lo dejó estupefacto y dio un cambio a su vida. Creía que el autoengaño no era necesariamente algo negativo; sin él no habría podido sobrevivir a la guerra, y de no haber venido a Afganistán, ¿qué iba a hacer, salvo convencerse de que Jane ya no le interesaba?
¿Y ahora la tendré¿, se preguntó. Ella no dijo mucho, salvo te quiero, mi amor, que duermas bien, justo cuando él se estaba quedando dormido. Le pareció la frase más maravillosa que había oído en su vida.
– ¿Por qué sonríes?
El abrió los ojos y la miró.
– Creí que estabas dormida -contestó.
– Te he estado observando. Pareces muy feliz.
– Sí. -Aspiró una profunda bocanada del aire fresco de la mañana y se apoyó sobre un codo para observar el valle. Las praderas prácticamente resultaban incoloras a la luz del alba y el cielo adquiría un tono gris perla. Ellis estaba a punto de explicarle por qué se sentía feliz cuando oyó un ronroneo. Ladeó la cabeza para escuchar mejor.
– ¿Qué será? -preguntó ella.
– El le puso un dedo sobre los labios. Un momento después, Jane también lo oyó. En pocos segundos el sonido creció hasta convertirse en el inconfundible rugido de los helicópteros. Ellis se sintió sobrecogido por una sensación de inminente desastre.
– ¡Oh, mierda! -exclamó desde el fondo del alma.
Los aparatos entraron dentro del campo de visión de ambos y volaron sobre sus cabezas, emergiendo desde el otro lado de la montaña: tres Hinds cargados de armamentos y un Hip para el transporte de tropas.
– ¡Mete la cabeza dentro! -ordenó Ellis con tono de urgencia. El saco de dormir era marrón y polvoriento igual que el suelo que los rodeaba: si permanecían dentro, cabía la posibilidad de que fuesen invisibles desde el aire. Los guerrilleros empleaban ese sistema para ocultarse de la aviación: se cubrían con las mantas de tono barroso que todos llevaban, llamadas pattus.
Jane se hundió dentro del saco de dormir. Este tenía una especie de forro en la punta para dar cabida a una almohada, y en ese momento ellos carecían de almohada. Si conseguían colocar esa funda en un lugar conveniente, les cubriría las cabezas. Ellis sostuvo a Jane con fuerza y giró sobre sí mismo y la funda cayó sobre ellos. Ya eran prácticamente invisibles.
Quedaron tendidos boca abajo, él casi encima de ella, y miraron hacia el pueblo. Por lo visto, los helicópteros iban a aterrizar.
– ¿Supongo que no pensarán aterrizar aquí? -preguntó Jane. -Creo que es lo que están haciendo -contestó Ellis lentamente. Jane se irguió.
– ¡Tengo que bajar!
– ¡No! -Ellis la sostuvo por los hombros utilizando el peso de su cuerpo para obligarla a volver a tenderse-. Espera,. espera aunque sea unos instantes para ver qué sucede…
– Pero Chantal…
– ¡Espera!
Ella dejó de luchar, pero él continuó sosteniéndola con fuerza. En las azoteas de las casas, los pobladores soñolientos se sentaban, se refregaban los ojos y como hipnotizados clavaban la mirada en los enormes helicópteros que, como pájaros gigantescos, agitaban el aire por encima de sus cabezas. Ellis localizó la casa de Jane. Podía ver a Fara que se había puesto de pie y se envolvía en una sábana. Y junto a ella estaba el pequeño colchón sobre el que Chantal quedaba oculta por la ropa de la cama.
Con cautela, los helicópteros volaron en círculos por encima del pueblo. Piensan aterrizar aquí -pensó Ellis-, pero después de la emboscada de Darg, actúan con prudencia.
Los pobladores estaban como galvanizados. Algunos salían corriendo de sus casas mientras que otros entraban a la carrera en las suyas. Reunían a los chicos y al ganado y los arreaban hasta el interior de las casas. Varios trataron de huir, pero uno de los Hinds sobrevoló a baja altura uno de los senderos de salida del pueblo y los obligó a volver.
La escena convenció al comandante ruso de que allí no había ninguna emboscada. El Hip cargado de tropas y uno de los tres Hinds reanudaron su desairado descenso y aterrizaron en una pradera. A los pocos instantes los soldados emergieron del Hip, saltando de su vientre enorme al suelo como si fueran insectos.
– ¡No hay más remedio! -exclamó Jane-. ¡Tengo que bajar ahora mismo!
– ¡Escucha! -dijo Ellis-. Tu hijita no está en peligro. No sé lo que buscarán los rusos, pero decididamente no andan detrás de los bebés. En cambio es posible que te busquen a ti.
– Pero debo estar con ella…