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El Valle de los Leones

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El Valle de los Leones
Название: El Valle de los Leones
Автор: Follett Ken
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Valle de los Leones - читать бесплатно онлайн , автор Follett Ken

Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.

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– ¡No te dejes llevar por el pánico! -le gritó él-. Si tú estás con ella, la pondrás en peligro. En cambio, si te quedas aquí, ella estará a salvo. ¿No comprendes? En este momento, lo peor que puedes hacer es correr hacia tu hija.

– Ellis, yo no puedo…

– ¡Pero debes!

– ¡Oh, Dios mío! – Jane cerró los ojos-. ¡Abrázame con fuerza!

El le tomó los hombros y se los apretó.

Las tropas rodearon el pueblecito. Sólo una casa quedaba fuera del círculo que habían trazado: la del mullah, que estaba un poco más retirada que las demás sobre el sendero que conducía a lo alto de la montaña. Cuando Ellis notó ese detalle, vio que un hombre salía presuroso de la casa. Estaba lo suficientemente cerca como para que distinguiera su barba teñida con alheña: era Abdullah. Lo seguían tres chiquillos de distintas edades y una mujer con un bebé en brazos. Empezaron a trepar por el sendero de la montaña.

Los rusos lo vieron en seguida. Ellis y Jane acomodaron mejor el saco de dormir sobre sus cabezas cuando el helicóptero que seguía en el aire se alejó del pueblo y voló hacia ellos. La ametralladora empezó a disparar y comenzó a volar tierra muy cerca de los pies de Abdullah. El mullah se detuvo en seco, con un aspecto casi cómico porque estuvo a punto de caer y en seguida giró sobre sus talones y regresó corriendo a la casa, haciendo gestos con las manos y ordenando a gritos a su familia que lo siguiera. Cuando llegaron a la casa, otra serie de disparos de ametralladora les impidió entrar y después de algunos instantes, toda la familia se encaminó hacia el pueblo.

A pesar del batir opresivo de los rotores de los helicópteros, de vez en cuando se oía un disparo, pero aparentemente los soldados tiraban al aire para atemorizar a los pobladores. Entraban en las casas y obligaban a salir a sus ocupantes. El Hind que había detenido al mullah y a su familia, empezó a trazar círculos sobre el pueblo, volando a muy baja altura, como si buscara más gente.

– ¿Qué van a hacer? -preguntó Jane con voz temblorosa. -No estoy seguro.

– ¿Crees que será,. una venganza? -¡Dios no lo permita!

– ¿Y entonces, qué? -insistió ella.

Ellis tuvo ganas de contestar ¿Y qué mierda puedo saber yo? Pero se contuvo.

– Es posible que estén haciendo otro intento de capturar a Masud -Contestó en lugar de lo que pensaba.

– Pero él nunca permanece cerca de la escena de una batalla.

– Tal vez tengan esperanzas de que esté confiado o que esté herido,. -En realidad Ellis no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo, pero temía que se produjera una matanza al estilo My La¡.

Los pobladores eran arreados al patio de la mezquita por soldados que los trataban con rudeza pero sin crueldad.

De repente Jane lanzó un grito. -¡Fara!

– ¿Qué pasa?

– ¿Qué está haciendo?

Ellis localizó la azotea de la casa de Jane. Fara estaba arrodillada junto al colchoncito de Chantal y Ellis apenas podía ver la cabecita rosada que se asomaba. Por lo visto, Chantal seguía dormida. Sin duda Fara le había dado un biberón en algún momento de la noche, pero a pesar de no tener hambre todavía, el ruido de los helicópteros podría haberla despertado. Ellis esperaba que siguiera durmiendo.

Vio que Fara colocaba un almohadón junto a la cabeza de Chantal que después le tapaba la carita con la sábana. -¡La está escondiendo! -exclamó Jane-. La almohada permite que le entre aire.

– Es una muchacha inteligente.

– Ojalá yo pudiera estar allí.

Fara arrugó la sábana y después arrojó otra descuidadamente sobre el cuerpo de Chantal. Se detuvo un momento para estudiar el efecto de lo que acababa de hacer. Desde esa distancia, la pequeña parecía exactamente un montón de ropa de cama abandonada con premura. Fara pareció satisfecha, porque se acercó al borde de la azotea y bajó los escalones que conducían al patio.

– ¡La deja sola! -exclamó Jane.

– Dadas las circunstancias, Chantal se encuentra todo lo segura que podría estar…

– ¡Ya sé! ¡Ya sé!

A empujones hicieron entrar a Fara en la mezquita, junto con los demás. Fue una de las últimas en entrar.

– Todos los bebés están con sus madres -hizo notar Jane-. Yo creo que Fara debió haber llevado a Chantal a…

– ¡No! -aseguró Ellis-. Espera. Ya verás.

Todavía no sabía lo que iba a suceder, pero si se producía una matanza, Chantal estaba más segura en la azotea.

Cuando les pareció que todo el mundo estaba dentro de los muros de la mezquita, los soldados empezaron a revisar el pueblo nuevamente, entrando y saliendo de las casas y disparando tiros al aire. A ellos sí que no les faltan municiones, pensó Ellis. El helicóptero que seguía en el aire volaba y revisaba los alrededores del pueblo trazando círculos interminables, como si buscara algo.

Uno de los soldados entró en el patio de la casa de Jane.

Ellis sintió que ella se ponía rígida.

– No te preocupes, todo saldrá bien le dijo al oído.

El soldado entró en la casa. Ellis y Jane clavaron la mirada en la puerta. Pocos segundos después el ruso salió y subió con rapidez la escalera exterior.

– Oh, Dios, sálvala! -susurró Jane.

El soldado se quedó de pie en la azotea, echó una ojeada a las ropas arrugadas, observó las azoteas vecinas y volvió a concentrar su atención en la de Jane. Estaba cerca del colchón de Fara. El de Chantal se encontraba un poco más lejos. Tanteó con el pie el colchón de Fara.

De repente se volvió y bajó corriendo la escalera.

Ellis volvió a respirar y miró a Jane. Estaba blanca como el papel.

– Te dije que todo saldría bien -repitió él.

Ella empezó a temblar.

Ellis clavó la mirada en la mezquita. Desde allí sólo podía ver parte del patio. Tuvo la impresión de que los pobladores estaban sentados formando filas, pero había algo que se movía de un lado para otro. Trató de adivinar lo que estaría sucediendo allí. ¿Los estarían interrogando con respecto a Masud y a su paradero? En el pueblo había sólo tres personas que podían estar enteradas, tres guerrilleros de Banda que el día anterior no se habían refugiado en las montañas: Shahazai Gul, el de la cicatriz; Alishan Karim, el hermano de Abdullah, el mullah, y Sher Kador, el pastor de cabras. Shahazai y Alishan tenían ambos más de cuarenta años y podían fácilmente desempeñar el papel de ancianos acabados. Sher Kador sólo tenía catorce. Los tres estaban en condiciones de declarar que no sabían absolutamente nada de Masud. Era una suerte que Mohammed no estuviese allí; los rusos no habrían creído fácilmente en su inocencia. Las armas de los guerrilleros estaban hábilmente ocultas en lugares donde los rusos no las buscarían: en el techo de un excusado, entre las hojas de una morera, en un hoyo profundo cavado junto al río…

– ¡Mira! -jadeó Jane-. ¡El hombre que está frente a la mezquita!

Ellis miró.

– ¿Te refieres a ese oficial ruso de gorra?

– Sí,. lo conozco, lo he visto antes. Es el hombre que estaba en la cabaña de piedra con Jean-Pierre. Se llama Anatoly.

– Su contacto -susurró Ellis.

Se esforzó por distinguir las facciones del individuo: a esa distancia le parecieron algo orientales. ¿Cómo sería? Se había aventurado a entrar solo en territorio rebelde para encontrarse con Jean-Pierre, así que debía de ser un valiente. En ese momento estaba decididamente furioso por haber conducido a los rusos a una emboscada en Darg. Tendría necesidad de devolver el golpe con rapidez, para recuperar la iniciativa…

Las especulaciones de Ellis fueron bruscamente interrumpidas por otra figura que salió de la mezquita, un hombre de barba, con camisa blanca de cuello abierto y pantalones oscuros de corte occidental.

– ¡Dios Todopoderoso! -exclamó Ellis-. ¡Es Jean-Pierre! -¡Oh! -jadeó Jane.

– ¿Qué mierda estará pasando? -susurró Ellis.

– Creí que nunca volvería a verlo -confesó Jane.

Ellis la miró. Tenía una extraña expresión en el rostro. Después de un momento comprendió que era una expresión de remordimiento.

Volvió a fijar su atención en la escena que se desarrollaba en el pueblo. Jean-Pierre hablaba con el oficial ruso y gesticulaba, señalando la ladera de la montaña.

– Se sostiene de pie de una manera muy extraña -comentó Jane-. Creo que debe de estar herido.

– ¿Nos estará señalando? -preguntó Ellis.

– El no conoce este lugar,. no lo conoce nadie. ¿Crees que nos ve desde allí?

– No.

– Pero nosotros lo vemos a él -contestó ella, dubitativa.

– Considera que está de pie sobre un terreno plano, en cambio nosotros estamos acostados, espiando desde debajo de un cobertor contra una ladera jaspeada. Es imposible que nos vea, a menos que supiera hacia dónde debe mirar.

– Entonces debe de estar señalando las cavernas. -Sí.

– Debe de estar indicándoles a los rusos que busquen allí.

– Sí.

– ¡Pero eso es espantoso! Cómo es posible que él,. -La voz se le fue perdiendo e hizo una pausa-. Pero, por supuesto, eso es justamente lo que ha estado haciendo desde que llegamos: traicionando a los afganos frente a los rusos.

Ellis notó que Anatoly hablaba por un walkie-talkie. Un momento después, uno de los Hinds que sobrevolaba el pueblo pasó rugiendo por encima de las cabezas ocultas de Ellis y Jane para aterrizar, audible pero fuera del campo de visión de ambos, sobre la cima del monte.

Jean-Pierre y Anatoly se alejaban caminando de la mezquita. Jean-Pierre cojeaba al andar.

– Está herido -aseveró Ellis.

– Me pregunto qué habrá sucedido.

Ellis tuvo la sensación de que Jean-Pierre había sido duramente castigado, pero decidió no decirlo. Se preguntaba qué estaría pensando Jane. Allí estaba su marido, caminando con un oficial de la K G B,. un coronel, dedujo Ellis por el uniforme. Y allí estaba ella, en un saco de dormir en compañía de otro hombre. ¿Se sentiría culpable? ¿Avergonzada? ¿Desleal? ¿O tal vez no estaba arrepentida? ¿Odiaría a Jean-Pierre o se sentiría solamente desilusionada por él? Estuvo enamorada de él; ¿quedaría algo de ese amor?

– ¿Qué sientes por él? -preguntó.

Ella le dirigió una mirada larga y dura, y por un momento él creyó que se iba a enfurecer, pero sólo estaba tomando su pregunta con mucha seriedad.

– Tristeza -contestó Jane por fin.

Y volvió a fijar la mirada en el pueblo.

Jean-Pierre y Anatoly se dirigían hacia la casa de Jane, donde Chantal seguía oculta en la azotea.

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